“Los años pintados” en la Colección de Miguel Marcos

Creación 23 abr de 2019

por ARTEINFORMADO

       

Fétiche fragile avec allumettes, 2000 - Miquel Barceló

Fétiche fragile avec allumettes, 2000 - Miquel Barceló

Desde que en 1995 presentase en Barcelona los fondos de su colección bajo el título de “Los años pintados” y el comisariado de Juan Manuel Bonet, la colección del galerista Miguel Marcos no ha hecho sino afianzar su voluntad de poner en valor un periodo de la pintura española, los años ochenta. La selección de 15 artistas (y 16 obras) que hace para ARTEINFORMADO el comisario Enrique Juncosa permite pensar en “objetivo cumplido”.
Entregado a la "promoción del arte contemporáneo español, y muy especialmente de la pintura”, Miguel Marcos ha dicho de sí mismo haber tenido siempre “una visión desacomplejada de este asunto, dedicando la mayor parte de mi esfuerzo a la promoción de artistas españoles y defendiendo su trabajo en las más importantes ferias de arte internacionales”. 

Miguel Marcos, que empezó como pintor, exponiendo con reconocimiento en los años setenta, se decidió pronto, sin embargo, y de forma definitiva, por la actividad galerística. Se perdió entonces a un artista, pero se ganó a uno de los galeristas más carismáticos de nuestra escena. En su prehistoria, abrió también varias galerías de vidas cortas, hasta que fundó en Zaragoza, ya con su nombre y en 1981, la galería por la que se le respeta y conoce. Después, en 1987, abrió un segundo espacio en Madrid, funcionando, a partir de ese momento, las dos sedes, aragonesa y madrileña, de forma simultánea. Aquel movimiento expansivo coincidía con unos años de consolidación de una nueva escena artística nacional, en un ambiente optimista que propició la fundación de numerosas galerías nuevas, las cuales surgieron casi por necesidad. Marcos expondrá en su galería, a lo largo del tiempo, a muchos de los artistas más emblemáticos de aquellos años. Más adelante, y ya en 1998, poco antes de la llegada del nuevo siglo, y con el país ahora repleto de nuevos centros y museos dedicados al arte contemporáneo, con presupuestos, por otra parte, que pronto serán del todo inadecuados para programarlos, se trasladará a Barcelona, manteniendo abierta a partir de entonces esa única galería en la ciudad condal.

En esta última etapa actual, Miguel Marcos ha expuesto y defendido a otros artistas, como por ejemplo a Joan Brossa, con quien ha trabajado extensivamente y de forma modélica, o a algunos extranjeros, como los minimalistas británicos Alan Charlton y David Tremlett, el escultor alemán Stephan Balkenhol, o el suizo Michael Biberstein, portugués de adopción y pintor de etéreos paisajes abstractos y orientalistas. Marcos, sin embargo, sigue siendo conocido, e incluso identificado, por su compromiso con la pintura española que surge a finales de los años 70 y principios de los 80, trabajando, como decíamos, con muchos de sus principales protagonistas. No sólo ha mostrado su obra, sino que también la ha coleccionado, incluyendo la de pintores de esos mismos años con los que no ha trabajado como galerista. Al respecto, se han celebrado ya varias exposiciones de su colección: Por la pintura, Zaragoza y Huesca (1991); Los años pintados, Zaragoza y Barcelona (1994-1995), y después Gijón (2001); Miguel Marcos 25 años, Zaragoza (2004); o 20 en la colección Miguel Marcos, Oviedo (2008). Juan Manuel Bonet ha repetido en los catálogos de estas muestras, que aquellos “años pintados”, según su acertada denominación, supusieron el tercer gran momento de nuestro siglo XX, después de la eclosión de las vanguardias parisinas a principios de siglo y del informalismo de la posguerra.

La colección de Miguel Marcos, que al fin y al cabo es la colección de un galerista, ha ido cambiando con los años, vendiendo obras tempranas y añadiendo obras recientes, pero sigue siendo la mejor colección de ese periodo. Además de los quince artistas reunidos esta publicación, y de los que enseguida hablaremos, su colección incluye también obras de Alfonso Albacete, Gerardo Delgado, Ferran Garcia Sevilla, Santiago Serrano, José María Sicilia, Xesús Vázquez o José María Yturralde. Marcos, además, destaca por su labor editorial, habiendo publicado El libro de la galería Miguel Marcos (1977-2005), una obra que solo puede describirse como monumental. Se trata de dos enormes volúmenes que cuentan la historia de su galería, recogiendo extensa documentación gráfica y toda la bibliografía correspondiente. Esta publicación, singular en nuestro panorama artístico, es ya una obra indispensable para estudiar aquellos años.

En la década de los setenta se dieron a conocer un número de pintores a los que se englobará a menudo bajo el epígrafe de Nueva Figuración Madrileña, aunque jamás redactaran juntos manifiestos o proclamas generacionales. Estos incluyen a José Antonio Aguirre, Carlos Alcolea, Chema Cobo, Carlos Franco, Guillermo Pérez Villalta o Manolo Quejido, artistas que reivindicaron en su momento, en mayor o menor grado, a pintores anteriores como José Guerrero o Luis Gordillo, convertidos ahora en figuras tutelares. En Barcelona, también a finales de los 70, surge el grupo Trama, que incluye a José Manuel Broto y a Xavier Grau, quienes en esos inicios fueron pintores formalistas de acuerdo con los postulados teóricos del movimiento Supports-surfaces, una suerte de versión francesa del Minimalismo. Tanto Broto como Grau, evolucionaran pronto, sin embargo, hacia planteamientos más complejos, abriéndose a lo metafórico y a lo subjetivo. Al comenzar los ochenta, además, se consolida el grupo Atlántica en Galicia, que incluye entre otros a Menchu Lamas, Anton Patiño y Antón Lamazares, y comienza a hablarse de Otras figuraciones -ese fue el título de una exposición organizada en “la Caixa” por María Corral en 1981 y que marcó época-, entrando en escena los mallorquines Miquel Barceló y Ferran Garcia Sevilla, quienes abandonaban sus inicios conceptuales para abrazar un nuevo expresionismo. Y en los noventa se hablará de Nuevas abstracciones, destacando al respecto la obra de Juan Uslé, que vive una gran transformación en cuanto el artista se instala en Nueva York al comenzar esa década. 

En los ochenta se vivió, como decíamos, un gran optimismo, sin duda debido a la consolidación de la democracia, el aperturismo que traía implícito, y la bonanza económica que se disfrutaba entonces. Existía, y con razón, la creencia generalizada de que había muchas cosas por hacer, y los artistas jóvenes, aunque vivieran unos años en París o Nueva York, no parecían tan preocupados como ahora en mimetizar ideas foráneas generalizadas. En ese momento, se consolida el trabajo de todos los pintores reunidos en esta publicación, viviéndose una verdadera explosión creativa. Algunos de ellos, como Barceló o Uslé lograron una gran reputación internacional que todavía perdura y crece. La obra de todos estos pintores, en cualquier caso, es seductoramente distinta, yendo de la figuración a la abstracción, de lo analítico y metalingüístico a lo expresivo, o de lo poético a lo sociopolítico, pero comparten algunas características comunes. Las principales son su rechazo a dogmatismos puritanos, y una actitud celebratoria y hedonista en relación al medio con el que trabajan. También se trata de una pintura rica en referencias culturales, de la literatura y la música a la historia del arte. La generación de la que hablamos incluye también a artistas no pintores como Joan Fontcuberta, Cristina Iglesias, Francisco Leiro, Juan Muñoz, Miquel Navarro, Jaume Plensa o Susana Solano, quienes se consolidaron, mayormente, sin embargo, ya en los noventa. De hecho, los ochenta siguen siendo vistos por muchos como unos años en los que dominó la pintura. 

Después de la crisis económica de principios de los noventa, la situación cambia, y la escena artística se convertirá en algo semejante, si se me permite la comparación, a La Casa de Bernarda Alba. La protagonista del célebre drama lorquiano, estrenado tardíamente en Buenos Aires en 1945, decide, al enviudar por segunda vez, vivir bajo un luto riguroso durante ocho años, encerrándose en su casa con su madre, sus cinco hijas y dos criadas. En esa casa reina el fanatismo religioso y la represión del deseo. Todas las hijas ansían escaparse, lo que solo pueden hacer casándose. Al estar en competencia unas con otras, pronto surgen el odio y la envidia, quedando de manifiesto el poder implícito de las jerarquías. Algo parecido a lo que pasa en nuestra escena artística, dominada ya en el nuevo siglo, por el resentimiento y una suerte de fanatismo ideológico, de cuyos presupuestos dogmáticos solo se salvan aquellos pocos que logran salir, desarrollando carreras profesionales allende nuestras fronteras.

Los quince pintores aquí incluidos son una representativa muestra de la pintura de aquellos años. Unos pocos, Aguirre, Alcolea, Campano y Mira, ya nos han dejado, mientras que el resto sigue en activo, habiendo evolucionado su obra de forma a veces considerable. Juan Navarro Baldeweg, nacido en 1939, es el mayor de todos, y Miquel Barceló y Antón Patiño, nacidos en 1957, los más jóvenes. Navarro Baldeweg es también un notable y reconocido arquitecto. Barceló, por su parte, es además escultor y ceramista, y Juan Uslé, fotógrafo. Los demás han mantenido su labor en el ámbito pictórico de forma más o menos exclusiva. Varios de ellos: Alcolea, Barceló, Cobo, Lamazares, Navarro Baldeweg o Uslé han publicado sus escritos (diarios, aforismos, poemas, escritos teóricos o ensayísticos) lo que demuestra que es una generación interesada en la reflexión y el análisis de su trabajo. A continuación, comentaremos una obra representativa de cada uno de estos quince pintores en la colección de Miguel Marcos, con la salvedad de Chema Cobo, de quien hablaremos de dos.

Juan Antonio Aguirre (Madrid, 1945 – Madrid 2016) fue crítico y teórico además de pintor. También fue director de la galería Amadís, profesor de la Universidad Autónoma, y conservador primero y luego subdirector, del Museo Español de Arte contemporáneo. Se le considera padre e impulsor de la llamada Nueva Figuración Madrileña, a quienes apoyó como galerista. Aguirre quiso romper con el Informalismo dominante en España, durante su juventud, interesándose por artistas como Munch, Bonnard o Matisse, y volviendo a la figuración y al color. Miguel Marcos le conoció a finales de los sesenta, y Aguirre le presentó a muchos de los artistas con los que después trabajó y cuyas obras coleccionó. 

El violinista (1980), así como su pareja El trompetista (1980) -en ambos cuadros, de un mismo formato, vemos la figura de un músico solitario tocando frente a un fondo gestual de colores expresivos- son obras emblemáticas del periodo de madurez de Aguirre, y ambas se vieron en la retrospectiva que le dedicó el IVAM en 1999. El violinista es un cuadro casi monocromo, dominando por el azul, con la salvedad de su pajarita, su violín y el arco con el que lo toca, que son de un color lila, que se refleja a la luz de una luna llena sobre su ropa y sobre los objetos de una mesita a su lado. La figura es del mismo color que el fondo, como si fuera parte de la misma noche. Sus contornos blancos se deben a la luz de la luna. No vemos los pies del músico, sus piernas cortadas a la altura de los tobillos, lo que de nuevo sugiere esa identificación de la figura con el fondo. El violinista se convierte en la música que toca y en la noche misma, en un raro momento mágico, cuya naturaleza efímera es sugerida por esa naturaleza muerta en el ángulo inferior derecho de la pintura. La luz es misteriosa, la pincelada hedonista y expresiva, dándole a la composición un aire onírico y celebratorio a la vez.

Carlos Alcolea (A Coruña, 1949 - Madrid 1992) es una de las figuras centrales de la figuración madrileña de los años 70, grupo también conocido como Los esquizos de Madrid. Su obra se desarrolla en parte bajo la influencia del Arte Pop, en especial R. B. Kitaj, David Hockney o Richard Lidner. Como la de estos artistas, su pintura es culta, narrativa, irónica y deliberadamente provocadora. Pinta, a menudo, retratos y figuras distorsionadas en interiores, piscinas y paisajes, con colores vivos y no naturalistas, logrando una extraña y efectiva síntesis entre lo analítico y lo expresivo, aprendida tal vez de Gordillo. 

María Vela Vecellia (1982) es un ejemplo muy notable y característico de su trabajo. Es el retrato de una mujer de perfil, María Vela Zanetti, cuyos labios, ojo y nariz terminan de forma puntiaguda, dándole un aire de pájaro caricaturesco y también de máscara. Su sonrisa, la mujer va muy maquillada, recuerda también a la de un payaso. Por otra parte, su cabello, azul, verde y amarillo, está representado, en la parte izquierda del cuadro, como las hojas de una palmera que penden sobre su rostro. Otras manchas y trazos rodean la cabeza de la mujer y le otorgan dinamismo, como si su cabeza estuviera en ebullición. En la parte inferior del cuadro vemos una de sus manos, a escala muy pequeña, tal vez saludando, lo que subraya el sentido irónico o humorístico de todo el conjunto. María Vela Zanetti es una escritora española, además especialista en moda, con la que el crítico e historiador Ángel González estuvo casado. Ambos formaban parte del círculo de amigos de Alcolea. El término Veccelia es una referencia feminizada del apellido de Tiziano, Vecellio, pintor de un célebre autorretrato que le muestra de perfil en la colección del Prado.

Miquel Barceló (Felanitx, Mallorca, 1957) se dio a conocer siendo todavía muy joven, en el contexto de la eclosión internacional de los Nuevos Expresionismos y la Transvanguardia, participando en importantes citas internacionales como la Documenta 7 (1982) o el Aperto de la Bienal de Venecia (1984). Su presencia internacional ha ido creciendo desde entonces, siendo uno de los artistas más celebrados y populares de su generación.Barceló ha tenido exposiciones retrospectivas en el Reino Unido, Irlanda, Francia, Italia, Alemania, Suiza, Irlanda, México, Argentina y Brasil, entre otros países. 

“Fetiche fragile aux allumetes” (2000) pertenece a un grupo de obras de tonos ocres y pardos que muestran estatuillas africanas junto a cráneos de animales. Estas obras fueron realizadas en Malí, siendo las más grandes realizadas por el artista en ese país, donde solía trabajar sobre papel. Estas obras se expusieron por primera vez en la exposición Raccolta di polvere en la galería Paolo Curti & Co de Milán en 2002. Las estatuillas y los cráneos forman insólitas naturalezas muertas que conforman alegorías de lo transitorio. Los fetiches se utilizan en rituales para la comunicación con los ancestros, lo que subraya esta referencia indirecta a la muerte. Varias cerillas usadas están pegadas en la superficie del lienzo, sugiriendo así, otra vez, la idea de la caducidad de todo. Barceló, que, como es bien sabido viajó durante años a Malí, en donde llegó a tener un estudio en Gogolí, una aldea sobre los acantilados cercanos a Sangha, en el País Dogón, colecciona este tipo de tallas. El arte de los dogones, que sólo fue bien conocido a partir de los años sesenta, está considerado ahora como uno de los más destacados de todo el arte africano. Durante su uso en ritual, los fetiches son recubiertos, con intencionalidad mágica, por líquidos sacrificiales que les otorgan patinas irregulares y rugosas, no muy distintas, por otra parte, a las de las gruesas superficies matéricas de las pinturas de Barceló. De hecho, Barceló ha contado que ha utilizado en estas obras estos mismos líquidos sacrificiales, hechos con sangre de animales domésticos y una suerte de leche extraída del fruto del baobab, entre otros materiales, mezclándolos con aglutinante y pigmentos. Los fondos terrosos de esta serie de cuadros remiten a la aridez del paisaje y a las polvaredas continuas provocadas por el viento sahariano en esa parte del mundo. La materia es vista por el artista, de forma simultánea, como el origen de la vida y su destino final, además de ser emblema de ideas de transformación, surgiendo las imágenes de la viscosidad misma de la materia. En cuanto a las cerillas, éste es un tema que Barceló ha desarrollado más tarde, en una serie de pinturas blancas que expuso en París con Yvon Lambert en 2007, y que mostraban cráneos y cerillas apagadas en paisajes desérticos. También ha realizado cerillas en bronce, como 14 Allumettes (2014), un gran conjunto de esculturas que fue expuesto en el patio plateresco de la Escuelas Menores de Salamanca en 2017, como parte de la celebración de los 800 años de la fundación de la Universidad de Salamanca. 

En “Fetiche fragile aux allumetes”, la figura antropomórfica del fetiche tiene la altura de un ser humano y ocupa el centro del cuadro mirando al espectador de frente. Detrás de la estatuilla vemos el cráneo de buey en perfil. La escala es tal que la estatuilla parece un ser humano a su lado.

José Manuel Broto (Zaragoza, 1949) se dio a conocer con el grupo Trama, que entendía la pintura como una labor formalista, teórica  y metalingüística. Sin embargo en los 80, se abrió a planteamientos menos dogmáticos, añadiendo a su reflexión pictórica una voluntad de exploración de ideas metafísicas, influenciado, entre otras cosas, por la música. En los últimos años, su obra ha vuelto, tal vez, a enfriarse, creando imágenes abstractas por medios digitales. 

Meses después (1987) es una pintura característica de la obra de Broto en los años 80, el momento más celebrado de su trayectoria. Sobre un fondo blancuzco vemos una forma en diagonal que recuerda a una pasarela o escalera que se aleja, como ascendiendo, en la distancia. Por debajo, vemos una especie de franja, como un camino sinuoso, que va de un lado a otro del lienzo, formando ochos y trenzados, con un algo de intestino o conducto orgánico, y también alejándose hacia arriba y hacia el fondo. A mitad de camino vemos un punto amarillo, y al final uno negro algo más grande. La imagen conforma un paisaje misterioso y majestuoso, cósmico incluso, que sugiere un entendimiento de la pintura como viaje, aventura o exploración. También pudiera ser el mapa o el recuerdo de una transformación.

La obra Miguel Angel Campano (Madrid, 1948 – Cercedilla, Madrid 2018) se desarrolló mediante distintas series, tanto en términos de estilo como de significado, yendo de referencias precisas a artistas del pasado, como Nicolas Poussin o Édouard Manet, a meros juegos metalingüísticos, o yendo también del expresionismo gestual a la geometría analítica y reductiva. Su pintura visceral manifiesta siempre un aspecto celebratorio del medio. Campano, por otra parte, fue uno de los primeros pintores de su generación que eligió vivir en París.

Mistral rojo (1982-1983) es una de sus obras más logradas. En 1981, Campano viajó a la Provenza para visitar los lugares en los que pintó Paul Cézanne. Esta pintura de gran formato es una de las obras que surgen de aquella experiencia. El mistral es el nombre de un viento que sopla del noroeste, o del norte, desde las costas mediterráneas hacia el mar, en el noroeste de España y el sureste de Francia. Es un viento frío, poderoso y seco, al que se le atribuye ser la causa de la luminosidad ambiental típica de la Provenza. El cuadro, apaisado, tiene cierto movimiento circular, sugiriendo apenas un torbellino, e incluso un túnel, sugiriendo profundidad espacial. La abertura de ese túnel está desplazada hacia la derecha, sugiriendo así también una diagonal y mayor dinamismo y profundidad. Las pinceladas son cortas y rápidas, con los colores del fuego, dominando el rojo, pero también el rosa, el naranja y el amarillo, todos ellos en distintas tonalidades. El resultado no está alejado de la obra de Joan Mitchell, pintora expresionista abstracta norteamericana de la llamada segunda generación, y cuyas abstracciones se basan en el paisaje. Mitchell dijo que la pintura era un organismo que se convertía en espacio, idea que resuena en muchas obras de Campano.

Idiots (1978) e Images Mirages (1979) son dos obras tempranas y representativas del trabajo de Chema Cobo (Tarifa, Cádiz, 1952), pintor también asociado a la Nueva Figuración Madrileña. Estas dos obras, como es habitual en su trabajo, tienen un contenido narrativo. En la primera vemos, dentro de un cuadrado rojo a la izquierda del cuadro, los bustos de dos personajes, un hombre y una mujer, con algo de esfinges, sacando sus lenguas rojas y afiladas, bajo la palabra Idiots, que está pintada en la parte superior también a la izquierda del cuadro. Estos personajes contemplan otra escena en el interior, a su vez, de otro cuadro, donde todo es blanco y negro, como en el Guernica de Picasso. Se trata ahora de una imagen de contenido sexual. Vemos los bustos de un hombre y una mujer deformes, representados con trazo esquemático y picassiano, besándose de forma grotesca. Vemos, además, el corazón del hombre, y en el interior de este corazón sus órganos sexuales. De su rostro surge una forma fálica, que se introduce en la boca de la mujer vista como un extraño órgano sexual. En toda la parte inferior del cuadro vemos una hilera de manchas de colores en sucesión cromática, como ofreciéndole al espectador la posibilidad de colorear a su gusto la segunda escena mencionada y en blanco y negro. El espectador está mirando a los personajes de un cuadro que miran otro cuadro, sugiriendo que el sentido último de la obra radica en los espectadores. 

Images Mirages también se refiere al significado último de la pintura. Aquí vemos a un pintor y a su modelo en el estudio. El pintor esta sentado blandiendo unos naipes en la mano, siendo visible un as de corazones. En su pecho lleva también pintado otro corazón, no sabemos si enamorado de la modelo o del acto de pintar. La modelo está de pie y desnuda, dándole la espalda, aunque con el rostro girado hacia él. Y entre ambos vemos un lienzo sobre un caballete que muestra a dos conejos copulando. La imagen habla de la energía sexual o erótica subyacente en el trabajo de un pintor, labor sustentada en el deseo. Chema Cobo mismo ha explicado como su obra surge en un contexto en que la posibilidad de la representación está cuestionada. Juan Manuel Bonet ha descrito su pintura como “laberíntica, alejandrina, de máscaras”, tal y como apreciamos en estos dos trabajos, que nos remiten, en último término, a la Meninas de Velázquez y a su juego con espejos.

Carlos Franco (Madrid, 1951) ha realizado, a lo largo de los años, un trabajo de renovación de los géneros tradicionales de la pintura. Sus composiciones son complejas y dinámicas, a veces superponiendo imágenes y mostrando simultáneamente distintos puntos de vista. Su pincelada y sus colores son expresivos, y sus texturas ricas. Le interesan los temas simbólicos, incluyendo aspectos mágicos y psicodélicos, habiéndose interesado, por ejemplo, en los rituales sincréticos brasileños. También le interesa el mundo del cómic y las imágenes de origen popular. Sus temas abarcan todos los registros de la experiencia de lo erótico a lo político.

La vida secreta (2003-2004) es una naturaleza muerta de extraños colores. Este cromatismo inusual sugiere una intención simbólica antes que representacional. A la izquierda de la imagen vemos un grupo de botellas, en el centro un cesto con frutas no identificables fácilmente, y a la derecha una gran jarra blanca con la forma de una cabeza humana, cuya asa tiene la forma de una oreja. Las botellas y la jarra están unidas por un arco verde, pintado encima del cesto de frutas, y por encima de este arco vemos lo que parece la cabeza de una serpiente, de color amarillo y azul y con un ojo rojo. El cuadro está dominando por un tono frío y azulado, que le da un aire onírico. Las botellas tal vez sugieren que la vida secreta del título del cuadro tenga que ver con el abuso del alcohol y las visiones distorsionadas de la realidad que conlleva. La serpiente y las frutas son así imágenes de la tentación causante de la expulsión del paraíso. Preguntado sobre el sentido de esta obra, Carlos Franco me confirma que pensaba en lo anterior, añadiendo una reflexión sobre las teorías hipocráticas sobre la proporción entre medicamento y veneno. El alcohol está visto como algo que puede facilitar un vuelo chamánico de ida y vuelta a otro mundo, pero también, abusando, sólo un viaje de ida sin retorno, todo visto desde un punto de vista irónico. 

Las obras de madurez de Xavier Grau (Barcelona, 1951) presentan imágenes abstractas de gran complejidad, compuestas por líneas, franjas, retículas, manchas y campos de colores superpuestos. A veces, además, aparecen en ellas, o se sugieren, elementos figurativos esquemáticos o caricaturescos, como una forma más de acontecimientos pictóricos posibles. Estas imágenes reconocibles, a menudo sólo hasta cierto punto, sugieren que la pintura, aun siendo abstracta, puede leerse o interpretarse. Vulcano (2008) es una obra bien representativa del trabajo de Grau. El mismo ha explicado que improvisa cuando pinta, y que las mismas marcas, trazos, pinceladas o colores que utiliza, le sugieren nuevas marcas, manchas, trazos, pinceladas y colores, desarrollando algo así como una técnica de contrapunto visual. En el caos aparente de Vulcano, aparecen formas ambiguas, como lo que parecen unos palos de golf, o tal vez sean cucharones, en el ángulo inferior izquierdo, o un zapato en el ángulo inferior derecho. Esta complejidad visual, voluntariamente contradictoria, sugiere una visión anti-dogmática del acto mismo de pintar, mostrando sus limitaciones e insinuando además una crisis de la idea misma de la representación y un cuestionamiento de la idea de pureza del medio propia del minimalismo.

Vulcano está dividido en franjas verticales. La parte izquierda, más amplia, es oscura, y en ella domina el negro, como sucede en muchas de sus obras desde entonces y que nos remiten al último Miró. Una franja vertical blanca y amarilla, hacia la derecha del cuadro, separa ese espacio oscuro de otro más luminoso, y con zonas pintadas de azul o rojo. La luz grisácea que domina la obra tiene una cualidad espectral que sugiere lecturas poéticas y emocionales. Todo el conjunto, además, se sostiene en un exacto equilibrio precario, como una torre de naipes. El título de la obra es el del dios romano del fuego, haciéndonos pensar en La fragua de Vulcano, el célebre cuadro de Velázquez, y en el que el dios Apolo visita esa fragua. Tal vez la banda amarilla y blanca sea pues un eco de Apolo en la oscuridad del taller del herrero.

Menchu Lamas (Vigo, 1954) es una de las figuras más destacadas del grupo Atlántica, fundado en Vigo al comenzar la década de los 80. Su pintura, dominada por los grandes formatos, está relacionada tanto con el expresionismo como el neo-expresionismo alemanes. Lamas usa colores vivos, pinta con trazos rápidos y enérgicos, y sus temas, como por ejemplo, animales o relatos míticos, remiten a un mundo mágico primitivo y totémico que se refiere a la tradición celta precristiana propia de Galicia, y también, otras veces, al esquematismo del románico temprano.  Lamas es, además, una de las pocas mujeres destacadas asociadas a la eclosión pictórica de los años 80. 

Remeros (1985), un cuadro enorme de casi cinco metros de largo, es emblemático y característico del trabajo que le dio visibilidad. En él vemos a tres personajes representados de forma esquemática. Están reducidos a unos ángulos idénticos formados por sus cabezas, manos y brazos, entendiéndose que sus cuerpos están en la canoa en la que se desplazan.  Las cabezas son más bien máscaras o yelmos, y en ellas solo están representados los ojos, y en lugar de remos vemos sus manos dentro de círculos como si acabaran en escudos. La cabeza de la figura amarilla más a la derecha sugiere un animal, y tiene manchas como si fuera un leopardo. El brazo de la figura central roja tiene tres formas semejantes a los eslabones de una cadena, que sugiere tal vez la malla de una armadura militar. El fondo del cuadro es un campo rojo pintado de forma expresiva, tal vez la sangre derramada en una batalla. La imagen, de una sencillez heráldica, parece remitir a una leyenda, y todo en ella funciona como un engranaje mecánico. No está más añadir, que en Galicia, como en toda la costa cantábrica, existe una gran tradición de competiciones de remo con traineras.

La obra de Antón Lamazares (Lalín, Pontevedra, 1954) continúa la tradición del Informalismo español más que ningún otro de los pintores de su generación, con la salvedad de Mira y Barceló. Lo decimos por la importancia que da a sus materiales, pintando sobre madera y cartón, y formando incluso verdaderas construcciones que apuntan a los escultórico. Su obra también sugiere un interés por el Arte Povera italiano y, al menos en sus orígenes, por el Art Brut. Aunque su paleta es rica en matices, tiende a lo monocromático, con predilección por los tonos ocres que en muchos casos ya tienen los materiales que utiliza, a veces recubiertos de barnices. Lamazares estuvo asociado al grupo Atlántica.

En Crixo (1985) vemos una cabeza esquemática y caricaturesca, como una máscara, que tiene la forma de una paleta de pintor, con ojos, nariz y boca. Esta máscara flota sobre un fondo oscuro. Crixo es el nombre de un gladiador que participó, con Espartaco, en la revueltas de los esclavos de su tiempo contra los romanos. De hecho, comandó un ejército de gladiadores celtas y germanos que fue derrotado en la Puglia, donde sus fuerzas fueron aniquiladas y le mataron. La composición de la obra nos recuerda, además, al célebre Sudario de Turín. El nombre Crixo es, también, similar al de Cristo. Es probable que Lamazares se refiera aquí, aunque irónica o humorísticamente, a la actividad pictórica como algo revolucionario, arriesgado y épico, por pobres que sean los materiales utilizados o aun persiguiendo un despojamiento máximo de la imagen.

Juan Navarro Baldeweg (Santander, 1939) comenzó a pintar en los años 60, cuando realizó una serie de obras insólitas en la escena española de entonces, que incluyeron grandes campos de color recubiertos por pinceladas mecánicas de apariencia gestual, y que indicaban un actitud analítica y reflexiva. En los ochenta, su obra se vuelve mucho más hedonista, utilizando colores vibrantes y brillantes. Sus pinturas se caracterizan, a partir de entonces, por su riqueza cromática y su pincelada libre y suelta. La obra de Navarro Baldeweg se desarrolla a partir de series temáticas, que incluyen Lunas, Academias, Baños, Fumadores, Vencejos, Paisajes, Dragones o Farolillos chinos.

Copa azul y ventana II (2003) pertenece a una serie de pinturas originada a partir de copas inglesas del siglo XVIII de cristal tallado y que muestran escenas pastoriles, en este caso un pastor con varias de sus cabras. Se trata de una representación clásica de lo bucólico. Vemos la copa junto a una ventana, recogiendo con sus reflejos la evolución de la luz y, podemos suponer, otras fuerzas de la naturaleza, como la humedad, la temperatura o el viento. El cristal es un material que interesa al artista porque es transparente pero también refractario y brillante, constituyendo una imagen compleja que se funde, al tiempo que lo altera, con su entorno, permitiendo además, al ser representado en un lienzo, añadir los sentimientos y pensamientos del artista. Todo se transforma en pintura, que constituye un nuevo orden autónomo. Una pintura que es un festín multicolor y un lugar conceptual arcádico de infinitos matices. La pintura de Navarro Baldeweg constituye, en último término, un análisis de la misma visión, recordando que la percepción se altera con el paso del tiempo y las alteraciones que conlleva. 

Antón Patiño (Monforte de Lemos, Lugo, 1957), pareja de Menchu Lamas, estuvo también asociado al grupo Atlántica, interesándose desde el principio de su carrera por el Expresionismo y la tradición mítica celta de Galicia. El arte de Patiño es, por tanto, intuitivo y relacionado con una voluntad de trasmisión del mundo interior, incluyendo sus aspectos subconscientes, sin tener en cuenta tabúes heredados. La suya es una pintura que no duda en confrontarse a lo emocional, y que encuentra en imágenes primitivas metáforas de autenticidad y símbolos inmemoriales.

Rostros (1982), pertenece a una serie de obras con ese mismo título, que presentan imágenes de máscaras tribales primitivas. En este caso, vemos dos máscaras semejantes, la que está a la izquierda está invertida, sobre un fondo gestual amarillo. La máscara a la derecha es negra, y la que está invertida es roja, aunque sus contornos son azules. Ambas están ligeramente inclinadas hacia los lados de la pintura, dándole a la composición movimiento y alterando la simetría. La máscara es un símbolo mágico por excelencia, transformando a las personas que las utilizan en distintos rituales, a menudo de iniciación, otorgándoles, aunque sea sólo metafóricamente, nuevos poderes extraordinarios. Algunas máscaras representan el poder de los dirigentes, otras el poder de los animales y otras fuerzas sobrenaturales, otras favorecen la fecundidad o la prosperidad, algunas nos asustan, pero otras son imágenes protectoras, y  otras incluso son meramente celebratorias de eventos felices. Patiño, al pintar esas parejas de máscaras, invoca ese presente eterno, en expresión del historiador suizo Sigfried Giedion, que encontramos en el arte primitivo y que todavía nos sorprende y nos conmueve.

La obra de Manolo Quejido (Sevilla, 1946), aun caracterizándose a veces por una pincelada expresiva y una paleta festiva y vibrante, responde a una reflexión analítica. Vinculado, también, a la llamada Nueva Figuración, su obra, más que influida por el Arte Pop, recoge distintas influencias de episodios gloriosos de la pintura moderna de Pierre Bonnard y Henri Matisse a los maestros del Expresionismo Abstracto americano. 

Espejo (1984) pertenece, según ha explicado Juan Manuel Bonet, a una serie de vistas de su estudio que lleva este mismo título genérico. Presenta una imagen borrosa en la que vemos a dos personajes femeninos. Una de estas mujeres, a la izquierda de la composición, está de pie frente a un espejo, en donde vemos su reflejo llevando un sujetador rojo. A la derecha de la composición, vemos al otro personaje, en movimiento, con las piernas desnudas, y una tela verde sobre su hombro. Toda la imagen es borrosa y ambigua, por lo que es difícil estar seguro de lo que vemos. El espacio, además, está formado por pequeñas zonas de color más o menos cuadradas de colores rojos, verdes, blancos y amarillos, además de negros en el suelo. Todo configura una imagen íntima y doméstica, pero también misteriosa, como si la estuviéramos viendo, algo que sugiere también el título de la obra, reflejada en otro espejo mucho más grande en el que se mira una de los dos personajes. El espejo es una referencia velazqueña, además de sugerir una actitud analítica frente a la pintura, aunque Quejido se deje seducir por los aspectos hedonistas de color y pincelada. 

Victor Mira (Larache (Marruecos), 1949 – Breitburnn am Amersee (Alemania), 2003), vivió y trabajó durante años en Alemania. Es autor de una obra matérica de marcado carácter expresionista. El suyo, además, es un lenguaje simbólico y a la vez visceral, representando un mundo interior torturado y existencialista, repleto de símbolos como calaveras, animales o banderas. Sus superficies son rugosas, oscuras y densas, y sus imágenes tenebrosas y goyescas.

En Amarrado a un pedazo de cielo (1988), una pintura de formato vertical, vemos la cabeza y el cuello de un perro, muy alargados, y con la lengua afuera. Una lengua de un color rojo intenso, casi como una llama. El perro está atado a una cadena con una argolla. La cadena asciende y se interrumpe en ese pedazo de cielo azul del título, en un cuadro en que todo los demás es negro. Es la imagen de un animal encadenado a una esperanza que sin embargo no es liberadora. La obra de Mira nos remite al célebre Perro hundiéndose de Francisco de Goya, uno de sus cuadros de la serie de pinturas negras pintados para la Quinta del Sordo. En la obra de Goya el perro está oculto o hundido en un plano inclinado de ocre oscuro, y bajo otro plano ocre más claro, sin ninguna otra figura a su alrededor. Se ha aventurado que se trata de una representación de la soledad. La imagen de Mira, que también es autor de una serie en la que pinta a estilitas solitarios, como el Simón del Desierto de otro de sus paisanos, Luis Buñuel, y en la que el perro está además de solo, encadenado, en un espacio negro, es todavía por ello, más perturbadora y pesimista que la de Goya. 

Por último, Juan Uslé (Santander, 1954), que vive entre Nueva York y su Cantabria natal con su mujer, la también artista Victoria Civera, tuvo un papel muy destacado en el debate internacional sobre la abstracción que tuvo lugar en los años 90. Sus primeras pinturas expresionistas, dieron paso a unas obras intensas, oscuras y románticas, que se referían al personaje del Capitán Nemo y también a un naufragio que presenció de niño en la costa cantábrica. En Nueva York, su obra, influida por los grandes maestros del Expresionismo Abstracto, en especial Mark Rothko y Barnett Newman, se vuelve más luminosa y colorista, explorando distintas posibilidades formales. 

Condenado (El último sueño) (2002), fue mostrado en la gran retrospectiva de Juan Uslé organizada por el Museo Reina Sofía en 2003, y que viajó a Santander, Gante y Dublín. La muestra se organizaba en familias de obras, incluyendo una sección titulada Celibataires, en referencia a Marcel Duchamp, y que agrupaba a obras que no pertenecían a ninguna serie, como ésta, aunque bien la podrían iniciar en el futuro. Esta obra presenta una imagen casi figurativa de un espacio arquitectónico, un largo pasillo formado por cuatro líneas diagonales que confluyen en un rectángulo blanco con líneas horizontales que podría ser una puerta. El suelo y el techo de este pasillo está pintado con franjas también horizontales y de color azul. Y las que podríamos llamar paredes, están hechas con franjas negras diagonales. Todo tiene un aspecto rápido, lleno de pinceladas irregulares, que también le dan un aspecto inacabado. A la izquierda de esta composición y del cuadro vemos una gruesa franja, como una columna, hecha a partir de bandas verticales y horizontales de muchos colores. En la parte superior, flota una línea curva que va enroscándose. Se trata de un espacio impreciso y onírico, en una composición llena de movimiento y sentido misterioso, al mismo tiempo que espacial y constructivo. Preguntado por está obra, Uslé dice que pensaba al pintarla, y de ahí su título, lo que soñaría un preso condenado a muerte antes de su ejecución. El sueño es un tema recurrente en la obra de Uslé, como la serie de sueños del Capitán Nemo, el personaje de Julio Verne. Esto subraya que no podemos interpretar su obra en una mera clave formalista, siendo una exploración de múltiples experiencias



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