Opinión 12 jun de 2017
por Alfredo Aracil
Alfredo Aracil
Aracil lamenta "los modos de hacer del arte contemporáneo que, con la excusa del profesionalismo, nos conducen al aislamiento, llegando incluso a dar cobijo a actitudes abiertamente egoístas y contrarias a compartir información y experiencias con otros curadores o agentes".
"Frente a un tipo de comisariado que dibuja líneas de dominación en la relación con el artista, la cura-teoría podría significar un modelo de negociación e inclusión", propone Aracil.
Hay ciertas lógicas dentro de la práctica comisarial que parecen encalladas en cuestiones meramente selectivas, donde el arte no hace más que reproducir los modos de hacer del poder, cuando toda relación entre personas pasa forzosamente por las dinámicas de la economía de mercado. Me explico: desde instituciones, galerías y concursos se nos exige que conformemos grupos de artistas para que, de acuerdo a nuestro discurso, una serie de ideas, a veces ni siquiera estéticas, sean ilustradas con el trabajo del artista. Una forma de relación bien instrumental, a veces ni siquiera dialógica. Ya que además, con cada nuevo proyecto, se trata de articular nuevos grupos de artistas o, al menos, grupos que vayan cambiando a una velocidad contraria a cualquier ritmo de socialización que pretenda cuestionar la lógica del consumo. Se da, por lo tanto, un ambiente más cercano a una violenta adaptación al medio que a la cooperación necesaria para producir conocimiento de manera colectiva.
Cómo no sentir envidia, así, cuando un equipo de investigadores de otros campos del saber explica cómo sus publicaciones y proyectos se producen siempre en grupo. Por supuesto, la vida académica también vive sus contradicciones. Es notorio el ensimismamiento del mundo universitario, así como su espíritu burocrático. Y sin embargo resulta inspirador de qué manera, a través de una serie de revisiones y lecturas cruzadas, el conocimiento se va produciendo, en ocasiones, de manera no-competitiva. También podríamos hablar de cómo se dan las relaciones maestro-discípulo o, también, de cómo se generan grupos de trabajo a veces internacionales en esos contextos. Lo contrario, en cualquier caso, a los modos de hacer del arte contemporáneo que, con la excusa del profesionalismo, nos conducen al aislamiento, llegando incluso a dar cobijo a actitudes abiertamente egoístas y contrarias a compartir información y experiencias con otros curadores o agentes. Un mundo de soledades y alegrías intermitentes, en donde los colectivos y el trabajo en equipo sigue siendo la excepción. Siempre queda volver a la vida académica y compaginar investigación con, de vez en cuando, alguna práctica en exposiciones o alguna publicación, se podría alguien argumentar. Cada vez más curadores se ven forzados a ejercer de críticos, o viceversa. Aunque estaríamos desviándonos del verdadero problema: esto es, de cómo darle la vuelta a las dinámicas mercantiles que han colonizado el arte contemporáneo, haciendo de nosotros la punta de lanza del último capitalismo, la carne de cañón que el sistema lanza para gentifricar barrios y domesticar subjetividades.
Al mismo tiempo que en la esfera pública se viene debatiendo sobre la necesidad de producir nuevas formas de institucionalidad, durante los años posteriores a la crisis un buen número de curadores han decidido combatir el paso atrás que han dado las instituciones públicas con proyectos que desbordan lo meramente expositivo. Una nueva institucionalidad que, de manera precaria, a veces sin siquiera contar con espacio físico, elabora programas de residencias, participa de investigaciones educativas y ampara prácticas transformadoras entre la política y la estética. Francesc Tosquelles, uno de los psiquiatras que organizó los servicios de salud mental del Ejército republicano, después convertido en el padre de la psiquiatría institucional tras el forzoso exilio, siempre insistía en la necesidad de actuar como un extranjero, como un desplazado. Pero no solo frente al otro, sino frente a uno mismo, para que las relaciones entre el médico y el “enfermo” fuesen de aprendizaje mutuo. Como curadores deberíamos explorar ese espacio entre lo familiar y lo desconocido, entre el arte y la sociedad que lo produce. Que el cuerpo teórico al que recurrimos esté tan abierto a empaparse de conocimiento de mundos distintos no puede convertirse en una forma de banalizar, sino en un privilegio que habilite un discurso bastardo, una forma de pensar y hacer situada, pero siempre desde un lugar múltiple que potencie el contagio entre modos de hacer y saberes.
En mi caso particular, las prácticas asistenciales de la psiquiatría más crítica y el trabajo de algunos artistas y activistas que, durante los años setenta, convirtieron la crítica institucional en una forma de crítica social, me han llevado a pensar la práctica contemporánea como un espacio de utilidad potencial. Un lugar disponible para llevar a cabo un trabajo de transformación donde el arte y la producción cultural pueden desempeñar un papel dentro de una clínica no-médica que atienda al conjunto del cuerpo social, y no sólo a cuerpos supuestamente enfermos. Con mi amiga Veronica Valentini, que en este campo comparte mis intereses, he discutido bastante sobre esto. Entre alguna que otra risas hablamos siempre del concepto, medio inventado, de cura-teoría. Un saber práctico y útil que, con un pie en lo terapeutico y con otro en activismo cultural y político, piensa de manera distribuida el papel de los distintos agentes implicados en el proceso artístico, según su capacidad de producir salud, alegría y felicidad.
Frente a un tipo de comisariado que dibuja líneas de dominación en la relación con el artista, la cura-teoría podría significar un modelo de negociación e inclusión. Comisario y curador, en este sentido, nunca podrán ser sinónimos. Frente a un modelo que tutela, se trata de imaginar un modelo afectivo; aunque no en términos de cariño ni necesariamente de amistad, como banalmente se entiende, sino en términos de verse afectado, esto es, atravesado por la experiencia. El encuentro con el otro como una oportunidad de sentir el efecto de un cuerpo exterior sobre el mío. Poco importa si damos con una obra interesante a través de Internet, en un studio visit o gracias a un amigo. Lo en verdad fundamental es cuidar de la experiencia en común, una vez que dos personas deciden trabajar juntas. Ni dirigir ni acompañar, caminar juntas. Compartir materiales y discusiones. Y también una situación de vida. Producir de manera conjunta, velando al mismo tiempo por que unos intereses en común que trascienden lo económico. No hay nada más revolucionario, al fin y al cabo, que trabajar codo con codo contra la tristeza y contra la tiranía.
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