El eterno retorno a la nostalgia y la amnesia cultural

Ensayo 18 mar de 2025

POR GABY CEPEDA

       

Seba Calfuqueo en colaboración con Roberto Riveros Aka Neo Cristo, «NGÜRÜ KA WILLIÑ», 2022. Video animación 3D, 4:11 minutos. Imagen cortesía de la artista

Seba Calfuqueo en colaboración con Roberto Riveros Aka Neo Cristo, «NGÜRÜ KA WILLIÑ», 2022. Video animación 3D, 4:11 minutos. Imagen cortesía de la artista

La crítica y curadora mexicana, Gaby Cepeda, analiza el artículo "La protesta pintada: Cómo la política destruyó al arte contemporáneo" del crítico estadounidense Dean Kissick cuestionando la visión nostálgica e invitando a reflexionar sobre el arte en un mundo neoliberal.

A finales del año pasado, una mecha se prendió en los figurativos pasillos del mundo del arte. La chispa encendió en los lugares comunes, Twitter y group chats, y pronto estalló en plataformas de escritura precarizadas como Substack para empezar a recorrer el circuito de los podcasts. Llamativamente, el ensayo responsable no se publicó en un medio especializado sino que fue portada de Harper’s, una revista legacy, dedicada a la cultura, la política, la economía y la literatura, que se publica en los Estados Unidos desde hace 175 años. La mecha fue prendida por Dean Kissick, un escritor y crítico de arte británico, hasta hace poco basado en Nueva York—cuyo vínculo a la escena pseudo-cool y reaccionaria de Dimes Square[1] se convirtió en un punto sensible en las muchísimas réplicas que se le hicieron a su artículo.

Comencemos por el principio: el enlace a “The Painted Protest: How politics destroyed contemporary art” [La protesta pintada: Cómo la política destruyó al arte contemporáneo] apareció en el timeline de Kissick el 18 de noviembre. El texto en sí mismo contiene dos salidas en falso. La primera es el subtítulo, un ejemplo clarísimo de clickbait editorial: Kissick nunca aborda realmente ningún concepto de 'política' mientras que sí se ensaña con la idea de 'políticas de identidad' —uno, un concepto amplio y complejo versus otro que se ha meme-ificado, simplificado y masticado hasta el cansancio. La segunda salida en falso aparece en el primer párrafo, en el que en uno de esos gestos de la auto-ficción que borronean los límites entre lo privado y lo público, Kissick cuenta cómo volvió a vivir en Londres después de que un autobús rojo atropellara a su madre adulta mayor, resultando en la amputación de ambas piernas. Su madre iba en camino a una exposición en el Barbican Art Gallery, y le pregunta a Dean: «¿habría valido la pena perder dos piernas por ese show?» Kissick sin haberlo visto, contesta, «no». Este locus híper-personal con el que comienza el análisis de Kissick sobre el arte contemporáneo actual, quizás funciona como un amague, como advirtiendo que lo que sigue es meramente su perspectiva: un diagnóstico que se aventura a hacer, muy desde su trinchera. En su participación en el David Zwirner Podcast, en entrevista con la crítica Helen Molesworth, Kissick admite que por un lado escribir una polémica le parecía necesario, «exclamar lo que todos pensamos», y por el otro, le daba miedo parecer un asshole.[2]

La Chola Poblete, «Purple María» (de la serie Chola Virgins), 2023. Acuarela sobre papel. Imagen cortesía de la Bienal de Venecia

En las siguientes líneas Kissick analiza los síntomas de lo que él define como un desagrado, una sensación de derrota generalizada en el arte contemporáneo: en el Barbican Art Gallery, en la Bienal de Venecia, en todas las grandes bienales y eventos institucionales del arte, «de Alemania a Grecia, Italia a Estados Unidos, de Brasil a los Emiratos Árabes Unidos», domina un «giro nostálgico hacia la historia, y una fascinación por la identidad materializada en características formales familiares».[3] La identidad y el rechazo al bagaje intelectual occidental como los temas de las ceremonias del arte, de las que ya nadie habla y a las que ya nadie quiere ir. Kissick delinea también una trayectoria: Desde el 2016, con el advenimiento del conservadurismo neo-reaccionario, se quiebra la fe en el proyecto liberal y el arte; este, desamparado, percibido como inútil y decadente, decide arrimarse a los discursos de la justicia social del momento para hacerse de un nuevo objetivo, ya no la exploración exhaustiva del presente, sino la amplificación de las voces de aquelles históricamente marginalizades. Todo esto, según Kissick, a expensas de dejar de producir objetos inventivos o ideas nuevas e interesantes. Y es que Kissick siente nostalgia por el arte de su juventud, el de los 90s, 2000s y 2010s tempranos, que era «pluralista en sus intenciones, formas y sujetos… una investigación sin fin». La era en que Hans Ulrich Obrist era el monarca del arte contemporáneo y Londres uno de sus centros claros, entonces Kissick era un intern y él y sus amigos eran parte de la última avant garde, el arte Post-Internet.[4] El arte en esa época «se sentía importante», las ideas y mercancías circulaban globalmente y había «open bars, sexo y glamour también», ser un artista representaba la mejor vida posible «eran famosos, respetados y sexualmente deseables», tenían vidas flexibles y móviles, literalmente podían hacer arte de cualquier cosa, tenían la capacidad de especular como los instrumentos financieros, ¡«hacer montones de dinero sin tener que hacer mucho a cambio»! Pero la fiesta llegaría a su fin, a la distancia el crash parece inevitable.[5]

Para Kissick, la exhibición que abrió la esclusa fue documenta 14, la del 2017 que tuvo doble sede en Kasel y en Atenas, y en la que el curador Adam Szymczyk se preguntó si para entender el presente debíamos pensar el pasado, «desaprender lo que conocemos». Kissick admite que estos ejercicios tempranos fueron interesantes, incluso exitosos, pero le preocupa la universal normalización de este enfoque. Hoy todes miramos hacia el pasado, conservadores y progresistas, todes lo anhelamos o idealizamos, aunque cada quien sueña con uno diferente: la ultraderecha sueña con familias rubias y tradicionales; el liberalismo museístico con pasados chamánicos, modernismos desrealizados, utopías muertas. Aún peor, hoy instrumentalizamos esos pasados para batir una supuesta resistencia al presente, centrando la identidad de les artistas para transformarlas «en estilos profundamente tradicionales que son progresivos en contenido, pero conservadores en lo formal», y además empapándolas en discursos de la teoría queer y decolonial. El arte hoy, según Kissick, no es valioso por sí mismo, sino en términos de la identidad de quien lo produce, de los pasados que a ese valor predeterminado le permite abordar, y de la capacidad de la obra de «conducir a la transformación política» en un presente que mucho tampoco nos importa. En una suerte de carrera armamentista del sujeto puro, no-manchado por el capitalismo, les curadores institucionales corren a buscar sujetos queer del Sur Global y artistas comunitarios de poblaciones indígenas más o menos remotas, para amontonar sus obras en mega-exposiciones que, según Kissick, «aplastan la diferencia y todas las formas de opresión en una mescolanza de duelo universal», para pelear una batalla cultural que «ya se dió por terminada allá afuera en el mundo real».[6]

Ahmed Umar, «Taitlin The Third» (fotograma), 2024. Filmado por Jacob H Svensen. Imagen cortesía del artista y OSL contemporary

Es esta última idea, de la diferencia colapsada, que me interesa interrogar. No es por pecar de insider, pero es una queja que se ha compartido muchísimo al interior de los pasillos del arte de lo que el norte se empeña en llamar el Global South. La queja es que estamos tan, tan cansades de que nuestro trabajo se ponga al servicio de instituciones aburridas cuando no odiosas, para hacer el white-washing, pink-washing, green-washing, o cualquier tipo de lavandería que necesitan ese día para enjuagar sus bien-conocidas fuentes de dinero oscuro. Les artistas latinoamericanes deben siempre presentarse a sí mismes con la identidad por delante, y, guiades por la autobiografía, deben siembre narrativizar o exotizar los conflictos, la violencia, la colonialidad y la opresión. Creo que es una falacia que Kissick plantee que una representación universal deba venir a expensas del "buen arte", pero sí es verdad que las instituciones y las curadurías, los textos de sala y las cédulas, son cada día más flojos y repetitivos, que hay una sensación mecánica de alimentar la máquina con tokens, fichitas que apaciguaran a las masas beligerantes y vigilantes del Internet. Que las curadurías de muchas instituciones y bienales parecen algorítmicas: aquello que fue celebrado en Europa o en Norteamérica, debe sin duda encajar perfecto en todas partes, sin importar las complejidades históricas locales (mírese el programa del Festival TONO en la Ciudad de México, por ejemplo), y sin hacer un mínimo esfuerzo por explicar el porqué de la relevancia de ciertas obras en dichos contextos.

Como se le recrimina a Kissick, estas quejas no son nuevas. Se me ocurren al menos dos textos en los que esto se plantea de forma más inteligente: “Para una huelga ontológica” de la artista y escritora Jota Mombaça[7] del 2017; y el sorprendentemente vigente “The Identity Artist and the Identity Critic” [El artista de la identidad y el crítico de la identidad] de la artista y escritora Hannah Black,[8] publicado en Artforum en el 2016. Ambas plantean las dificultades y la naturaleza contradictoria de la moneda de la identidad en el arte. Mombaça habla de un «mundo del arte como una ficción naturalizada diseñada para romper las subjetividades negras e indígenas en forma de valor robado[,]]» de como las técnicas de mercantilización de las identidades queer, indígenas y racializadas, generan en el arte «una redefinición de valor de la vida-después de la muerte del colonialismo y de la esclavitud como algo simultáneamente robado y producido por nosotres». Black por su parte habla de la identidad como una suerte de «plusvalía biopolítica» que se gasta en el momento en el que las identidades «minoritarias» son «incluidas». El «poseedor-de-identidad» es un individuo excepcional que logró escapar su destino «minoritario», pero al mismo tiempo un representante de toda su «comunidad»: «Para performarse como evidencia de la pureza de la institución, el artista de identidad debe ejemplificar la raza/género como categoría, pero tan pronto como se deja abrazar por la institución, debe convertirse en un ejemplo de universalidad. Es artificialmente limpiado de su raza/género al mismo tiempo que debe representarlo». Crucialmente, para Black, esta forma institucionalizada de las políticas de identidad, «no le asigna materialidad a la historia (que es la experiencia colectiva) más allá de los estrechos márgenes del sujeto individual». En un enunciado que predice con precisión la inverosímil pregunta que se hace Kissick, si todos los sujetos marginalizados ya lograron ser exhibidos en el museo, ¿no significa eso que ya no son marginalizados? Para Black, «el crítico de la identidad puede trascender milagrosamente operaciones de misoginia y blanquitud sin considerar la raza/género, porque siempre acaban de desaparecer: algún nuevo incentivo [un nuevo derecho, representación en una película, un premio] termina por anular toda la historia».

Violeta Quispe Yupari, «Lord His», 2024. Policromía mixta, pigmento natural sobre MDF. Imagen cortesía de la artista

Precisamente es sobre la idea de historia que giran muchas de las respuestas al texto de Kissick. Esa falta de curiosidad sobre el pasado, ese inagotable fervor que se vierte sobre el presente a costa de lo que vino antes, aparece también en la réplica que le hace el crítico Ben Davis a Kissick[9] en la que cita a Lucy Lippard para hablar de la pobreza de historización de las nuevas generaciones, «la falla de no conocer el pasado significa… un obstáculo para el desarrollo de sus propios ‘debates ideológicos y estrategias estéticas’, no saber lo que funcionó o no antes que ellos». Para Sean Tatol, el acérbico crítico del Manhattan Art Review,[10] Kissick peca exactamente de eso, habitando plenamente la «sociedad fragmentada cada vez más dominada por un individualismo atomizado, ciclos de moda y capital cada vez más cortos e inconsistentes… la única forma posible que veo para salir es re-aprender un sentido del juicio históricamente enraizado… un conocimiento amplio del pasado es una base necesaria para navegar el presente y mitigar nuestra amnesia cultural». Helen Molesworth coincide y habla del anti-intelectualismo y una curiosidad auto-vigilada cuajada en el internet, como causas de textos de sala cada vez más moralmente higiénicos.

Kissick pide que los artistas se choquen con el presente y con los cambios radicales que sostiene hoy la vida humana, pero es difícil pensar que todes les artistas que menciona, como Seba Calfuqueo o Ahmed Umar, no están haciendo exactamente eso. Quizás desde la burbuja jetsetter del mundo del arte todes les presentes se vean igual, pero no lo son: la aceleración no propela hacia adelante a todas las geografías y a todos los estratos sociales a la misma velocidad. La mayoría de las personas en el mundo, no sólo los artistas, no se «esconden del presente» si no que buscan resistir los procesos que engullen su presente y su futuro. Es ridículo decirlo a estas alturas, pero: «es el neoliberalismo, stupid». Los mismos procesos de desregulación de los mercados, de desindustrialización en el norte global y de explotación en el sur, de la instrumentalización de la guerra, la austeridad y la deuda como palos de castigo para las economías en desarrollo; son los mismos procesos que hoy tocan a la puerta de las grandes ceremonias del arte, hoy disminuidas, con los fondos cortados casi a la mitad, supervisadas por gobernantes de ultraderecha, que prefieren despliegues chauvinistas a las expresiones artísticas de las identidades que, los mismísimos procesos del neoliberalismo, se encargaron de esencializar, únicamente para voltearse y demonizarlas. Como lo pone brillantemente Ruth Wilson Gilmore: «la misma crisis que debemos explotar—las materias primas del cambio social profundo—están tendiendo hacia el fascismo gracias al romance brutal con la identidad, forjada desde siempre en el proyecto [nacional]». Los mismos procesos político-económicos que hoy le roban del bolsillo al arte institucional, que hacen que Kissick extrañe a Philippe Parreno en un viaje todo pagado a la Patagonia para hablar con pingüinos; son los mismos procesos que hicieron de las políticas de identidad primero una mercancía y hoy un chivo expiatorio. ¿No será que el mercado está parado porque los clientes billonarios hoy sacaron el dinero del casino del arte contemporáneo? Quizás Kissick estaría de acuerdo, el único artista contemporáneo vigente hoy es Luigi Mangione.



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