Crítica 09 abr de 2025
POR MARíA ARREGUI MONTERO
Acercamiento a una obra de Pepa Caballero
María Arregui analiza la exposición «Pepa Caballero. Constelaciones abstractas» en el CAAC, como una necesaria reivindicación del legado de esta pionera de la abstracción española y única mujer del Colectivo Palmo. Arregui señala cómo la muestra revela la conexción de Caballero con lo cósmico así como su diálogo con referentes como Hilma af Klint y Kandinsky, destacando series donde el ritmo y la síntesis desafían los límites pictóricos.
Hablar de la obra de Pepa Caballero (Granada, 1943 – Málaga, 2012) no sólo es reflexionar sobre la abstracción, es también hablar de la historia del arte abstracto en España. La artista, que fue miembro fundador del Colectivo Palmo —grupo artístico malagueño que quiso alejarse del convencionalismo dentro de los lenguajes de vanguardia—, y la única mujer que formaba parte de éste, fue una de las pocas artistas que tuvieron reconocimiento en el ámbito de la pintura dentro del arte abstracto. Y aun así, no tuvo todo lo que merecía. Sin embargo, gracias a las revisiones que en los últimos años se están haciendo de esa mitad de la historia del arte no contada y que pertenece a la creación de las mujeres, se les devuelve a artistas como Pepa Caballero la visibilidad y el lugar que por rigor histórico les corresponde.
Hasta el 4 de mayo se puede visitar en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo (CAAC) Pepa Caballero. Constelaciones Abstractas, donde las curadoras de la muestra, Carmen Cortés Zaborras e Isabel Garnelo Díez, realizan un análisis del trabajo y evolución de la artista desde la segunda mitad de los años ochenta hasta 2012, año de su fallecimiento. La exposición arranca bajo la sugerente idea de la constelación, título que nos conduce a establecer una serie de relaciones entre la pintura de Pepa Caballero y el propio cosmos, ya que su pintura ofrece la infinitud en aquellas obras donde la línea acaba por la limitación del lienzo, pero la imaginación las prolonga más allá de lo comprensible, razonable o evidente.
En su trabajo adivinamos ideas de los escritos de Kandinsky, hay espiritualidad, hay música, pero no se halla ajena la pintura de Pepa al eco lejano de Malévich o a la abstracción de Joseph Albers, de cuyas obras era buena conocedora. Mencionaba precisamente Kandinsky en 1938 en la revista Siècle que «será siempre imposible crear un cuadro sin "color" o sin "dibujo", pero la pintura sin “objeto” existe en nuestro siglo desde hace más de 30 años», y aunque para Pepa el pintor ruso era una inspiración, su paleta de colores presenta más aproximaciones a la de Hilma af Klint, artista sueca que realizó extraordinarias composiciones abstractas antes que el propio Kandisnky, aunque durante mucho tiempo permanecieran ocultas.
Volviendo a las constelaciones de Pepa, hay una constante que une todas sus etapas, y es el ritmo. Un ritmo más desinhibido en su serie Después de la poda (finalizada en 1988) que vira hacia mayor armonía en la serie Partenón, influencia de su primer viaje a Grecia. La verticalidad de las composiciones de esta serie transfiere al visitante una decidida apuesta por la síntesis y la planitud del color. Sin embargo, no todo es lo que parece, o más bien, nada parece lo que es: la clave para entender este trabajo la encontramos en Columna Puerta Verde y Puerta Verde, ambas piezas realizadas en 1992, siendo significativo el hecho de que la mayoría de las obras que pertenecen a la serie Partenón no tienen título, a excepción de éstas. No es casualidad que de todas sus pinturas abstractas, estas son las que menos podríamos considerar como tales, más bien todo lo contrario, ya que en ambas obras hay una figuración que intenta ser reducida al mínimo de sus formas, pero el objeto se impone para dar lugar a juegos visuales que aluden a lo constructivo pero de manera soterrada, nada evidente.
En la siguiente sala, en Suite Adalia, realizada en 2001 aparece el color metalizado, y no será hasta 2004 que emplee el dorado, destacando a partir de entonces también especialmente el uso del azul y amarillo haciendo un guiño directo a la obra de Fra Angelico (serie Trilogía). En algunas pinturas, entre líneas rectas y campos de color, basta con acercar la mirada a sus lienzos para percatarse de que detrás de lo rectilíneo y limpidez de las formas indefinidas, existe una mano alzada (serie Mediterráneo). La perfección aquí radica en la libertad del trazo, en permitir que la huella del individuo se imponga. No es inexactitud ni descuido, es intención. Otro de los rasgos comunes del trabajo de Pepa Caballero es la ingravidez de su pintura, a la que alguna vez ella misma hizo alusión. Sus composiciones no tienen gravedad pero sí ejes de anclaje en la mirada; no hay composiciones jerarquizadas en ninguna de las áreas de la superficie del lienzo, propio de ese all over que teorizó el crítico americano Clement Greenberg. Hay suavidad en sus colores, pero no pasividad, hay orden pero también cambios de ritmo, parece que hay calma pero convive con la pulsión. Y es que, en su pintura, el ojo no puede —ni debe— acomodarse, aunque su impecabilidad compositiva, sus acertados usos del color y combinación de tonos parezca que nos invite a ello.
La exposición arranca con formatos más discretos de mediano y pequeño formato, pero un conjunto titulado Cinco acordes y dos claves (2003) anuncia la parte más solemne de la muestra, donde aguardan principalmente pinturas de mayores proporciones que la artista realiza ya a inicios del siglo XXI, en las que destacan los azules, rojos, negros y dorados. De las piezas más sobresalientes se encuentran el Tríptico del agua, Plano sobre plano y el Tríptico de la Tierra, en las que se revela la exquisitez compositiva que alcanza Pepa Caballero. En esta sala se demuestra que, aunque las obras de arte funcionan generalmente como valiosos documentos contextualizadores de un tiempo y una sociedad, algunas trascienden la limitación de su propia temporalidad y su vigencia se prolonga mucho más allá. Es innegable que las obras de Pepa Caballero han trascendido a su propio momento, manteniendo una impronta de modernidad indiscutible. Finalmente, a la salida de la exposición, un biombo a modo de espejo culmina el diseño expositivo, una obra que nos devuelve nuestra propia imagen. Quizás una sutil manera de recordarnos que una exposición no es solo la manera de enfrentarnos a la obra de un artista, sino a algo mucho más profundo y complejo: es la manera más directa de enfrentarnos a nosotros mismos, bajo el noble pretexto del arte.
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