Crítica 08 abr de 2025
POR DIANA CUéLLAR LEDESMA
La aldea de Al Madam enterrada, sede donde se presentó la pieza sonora "A Wandering Breeze" (2025) de Raven Chacon. Imagen cortesía de la Bienal de Sharjah
La 16ª edición de la Bienal de Sharjah, curada por cinco mujeres del sur global, desafía el modelo eurocéntrico. Con «to carry» como eje, explora migración, memoria y resistencia a través de 200 artistas en 17 sedes, privilegiando prácticas colectivas y epistemologías no occidentales.
La Bienal de Sharjah, en los Emiratos Árabes Unidos, forma parte de lo que Rafal Niemojewski llama el “nuevo modelo” de bienales.[1] El concepto alude al descentramiento de estas grandes citas culturales que, teniendo como punto de inflexión la primera Bienal de La Habana, en 1984, comenzaron a celebrarse en emplazamientos geopolíticos periféricos. Bajo esta perspectiva, uno de los aportes más significativos de Sharjah, desde la fundación de su bienal en 1993, consiste en ser una cita para el arte contemporáneo en la dilatada región Medio Oriente-Sudeste Asiático, generando y fortaleciendo redes intelectuales regionales y consolidando la proyección internacional del arte de esa parte del globo.
En su edición 16ᵃ, la bienal fue curada por un equipo de cinco mujeres: Alia Swastika, Amal Khalaf, Megan Tamati-Quennell, Natasha Ginwala y Zeynep Öz. Con excepción de Tamati- Quenenel, especialista en arte maorí, nacida y asentada en Nueva Zelanda, todas viven y trabajan a caballo entre Europa (Países Bajos, Reino Unido y Berlín) y sus contextos de origen en el llamado “sur global” (Indonesia, India y Turquía). El título, to carry [transportar], expande el gesto de desplazar materia de un sitio a otro. El transporte es un proceso que implica cambio, liminalidad, cuidado, memoria, cuerpo y territorio. Citando a las curadoras: «¿Qué implica llevar consigo un hogar, unos antepasados y unas formaciones políticas? Este espíritu de indagación se fusiona con métodos artísticos basados en historias de cambio y movimiento, parentesco intergeneracional, lamento y ritual, pedagogías experimentales, conocimiento de territorios terrestres y marinos […]». Con esto en mente, no es de extrañar que el grueso de la exposición esquive grandes nombres europeos y estadounidenses para centrarse en el arte del Sur Global.
Las curadoras han realizado una propuesta común y, en simultáneo, sus proyectos individuales. Esta estructura establece la posibilidad de ensayar una horizontalidad de voces y formatos que dota a la bienal de un aire experimental, pero en ocasiones pudo ocasionar una falta de cohesión conceptual y de transversalidad para hilvanar las lecturas de más de 650 obras, de alrededor de 200 artistas en 17 sedes a lo largo del emirato. A pesar de ello, la propuesta entraña un riesgo que se agradece y, más que eso, revela un momento de transición en la sensibilidad e intelectualidad de la práctica curatorial.
Desde hace al menos una década, las curadurías colectivas de las exposiciones globales han sido útiles para disolver la concentración del poder curatorial en una única persona. Sin embargo, desde la 21ᵃ Bienal de Arte Paiz en Guatemala, y la documenta del lumbung curada por ruangrupa en el 2022, ha quedado claro que el reto con este tipo de modelos tiene menos que ver con la multiplicación de las figuras curatoriales y más con su metodología de trabajo.
El artilugio intelectual de elegir un tema y hacer que todo encaje, o se acomode, en torno a aquel, prueba cada vez más su ineficacia, pues se corre el riesgo de que las propuestas resbalen hacia una laxitud de poca profundidad. Más allá, la coyuntura de una globalidad en crisis demanda que la que la figura del[a] curador[a] supere el paradigma de una mente maestra que orquesta ambiciosamente centenares de obras, sujetos creativos, e iniciativas artísticas, manteniendo un control sobre ellos y sobre las ideas, a la manera del intelectual liberal. En cambio, y como se hizo patente con la radical propuesta de ruangrupa, el trabajo curatorial realmente gregario involucra asumir dosis de descontrol y, en consecuencia, otras implicaciones políticas y epistémicas: la curaduría como gesto hospitalario y de acompañamiento; propiciador y orientador del diálogo intelectual, pero no su protagonista.
El aire de cambio se impone desde la misma práctica artística, conforme el canon se amplía y se tensa empujado por ejercicios culturales heterodoxos y esquivos, que surgen orgánicamente desde bases culturales diversas: pueblos originarios, proyectos colectivos, arte outsider, etc. En gran medida, aunque no exclusivamente, estos procesos y reacomodos están siendo estimulados desde las sinergias del sur global. La presencia latinoamericana de la bienal, por ejemplo, incluye nombres como Ximena Garrido-Lecca, Claudia Martínez Garay, María José Murillo, Fernando Palma, Pastizal Zamudio y Andrea Torreblanca, todes cercanes a experiencias colectivas y próximes a los haceres de los pueblos originarios.
La distribución en 17 sedes, por otra parte, da dinamismo y variedad al evento, pero dificulta la visita cuando no se hace como un tour organizado con guías locales, pues algunas locaciones ameritan recorridos por tramos largos de carretera. Merece la pena, sin embargo, alejarse hasta el pueblo abandonado de Al Madam, construido en 1971 en el desierto entre Sharjah y Omán como un intento fallido para sedentarizar al pueblo bedunino. En esa atmósfera singular, en la que la arena desértica ha invadido el caserío y la mezquita, la instalación A Wandering Breeze permite escuchar cantos beduinos mediante altavoces escondidos en el pueblo. A través de la experiencia, el músico de origen navajo o diné, Raven Chacon, piensa también sobre las reservas construidas para su propio pueblo en el sur de Arizona en los Estados Unidos. La obra es poderosamente evocadora, pues reivindica la resistencia cultural, las formas no sistematizadas de construir y transmitir memoria y conocimiento, y, en definitiva, otras maneras de habitar este planeta.
Por la escala del evento, es evidente que la consistencia de las obras es desigual y retadora. Sin embargo, la calidad del montaje y la museografía consiguieron potenciar al máximo cada propuesta, incluso aquellas que corrían el riesgo de perderse en la vastedad de la bienal por su carácter minimalista, en contraste con obras de grandísima escala. En la antigua clínica Al Dhaid, por ejemplo, la instalación You’ll Know When You Get There es un ejemplo de un despliegue contenido, sensible y propositivo, que vehicula con organicidad la propuesta editorial de diálogos artísticos de YAZ Publications. Participan en ella Ayimi Paul, Fazal Risvi, Rajyashri Goody, Sumayya Vallly y la curadora Natasha Ginwala. El tema en cuestión es la distribución y escasez hídrica, así como las potencias sensibles del agua en la configuración psíquica y material de la vida. El conjunto que ahí se encontraba incluyó podcasts para ser escuchados individualmente en pequeñas cabinas, dibujo, escultura, poesía e instalación sonora. La atmósfera era íntima, acogedora y relajante, con espacios para sentarse a leer o escuchar. La sala se cubrió con una alfombra azul, por lo que era necesario descalzarse antes de acceder a ella y, en ese gesto, una especie de preparación ritual prefiguraba la experiencia del encuentro con el ambiente acústico. El experimento funcionaba en varios niveles, pues interpelaba a nivel sensible, sin cancelar por eso su contundencia política (la obra de Rajyashri, por ejemplo, retoma las movilizaciones de 1927 en Mahad Satyagraha como parte del movimiento Dalit en la India, en las que se clamaba contra la violenta desigualdad del sistema de castas que impedía a los “intocables” el acceso al tanque público de agua potable).
Año con año, la Bienal entrega un premio para el cual, en esta edición, el jurado estuvo conformado por Eungie Joo, Paula Nascimento y Gerardo Mosquera, quienes premiaron ax aequo las obras de Aziz Hazara, Pallavi Paul y Pratchaya Phingthong. El primero, nacido en 1992 en Wardak, Afganistan, presentó una instalación multimedia en el antiguo mercado de vegetales de Jubail en la que, a través de videos y fotografías —como I Love Bagram (ILB) (2025), Bagram Field Notes (2021–) y otras obras—, que hacen visible el impacto que la base aérea de los Estados Unidos en Bargram, Afganistán, ha tenido sobre el territorio y sus habitantes. Los videos e instalaciones muestran a personas locales clasificando y limpiando restos de maquinaria, productos de aseo personal, textiles y otros excedentes materiales.
El despliegue instalativo de Pallavi Paul, nacida en 1987, en Nueva Delhi, India, retrata la escala de la tragedia y la mancha de muerte que cubrió a su ciudad durante la pandemia de COVID-19 y la violencia higienista y etnonacionalista del 2020. En su película How Love Moves (2023) puede verse al sepulturero Shamim Khan, quien enterró a más de cuatro mil personas, en un montaje alterno en el que se hilvanan materiales diversos como testimonios y material de archivo. Por su parte, la obra de Pratchaya Phinthong, nacido en 1974 en Ubon Ratchathani, Tailandia, es una estructura submarina de acero conectada a un panel solar que tiene la finalidad de “restaurar” los corales de la línea costera de Sharjah, en el Golfo Arábigo. El artista ha desprendido corales petrificados de algunos edificios patrimoniales de la ciudad para restituirlos al fondo marino. Así, We are lived by powers we pretend to understand (2024) reflexiona sobre el arte, la ciencia y el verdadero significado del patrimonio.
Al margen de las ya conocidas contradicciones de las bienales como hecho cultural, que congregan al jet set internacional del arte en distintas coordenadas del globo, favorecen la gentrificación y la industria turística, y no siempre se vinculan positivamente con el entorno que les circunda, es destacable la capacidad de estos eventos para generar sinergias locales y favorecer diálogos que de otra manera serían difíciles de propiciar. En su discurso inaugural, Hoor Al Qasimi, presidenta de la Fundación de la Bienal, expresó su solidaridad con el pueblo palestino y acto seguido una Haka maorí invocó el poder combativo del símbolo, como fuerza intangible y sobrecogedora. Ambos gestos me hicieron pensar que en estos grandes eventos del arte contemporáneo, el "buen arte" es menos importante que la comprobación de que a lo largo del planeta existen fuerzas culturales vivas, que siguen imaginando el mundo en sus posibilidades más justas y éticas.
Rafal Niemojewski, “Venice or Havana: A Polemic on the Genesis of the Contemporary Biennial”, en Elena Filipovic et al., eds., «The Biennial Reader» (Bergen: Bergen Kunsthall, 2010), p. 99
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