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Descripción del Artista
La obra de Liliana Maresca -que incluye esculturas, objetos, instalaciones, dibujos, pinturas, montajes gráficos- se desarrolló y brilló principalmente durante buena parte del período de la postdictadura argentina, desde mediados de los años ochenta hasta la muerte de la artista, a fines de 1994, víctima del sida.
Maresca se formó en la escuela nacional de cerámica, y en los talleres de Renato Benedetti, con quien estudió pintura; de Miguel Bengochea, con quien estudió dibujo; y de Emilio Renart, donde se formó en escultura. Fue docente en la cátedra “Morfología I” de la carrera de Diseño gráfico de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y dirigió sus propios talleres de artes plásticas.
Algunas de sus muestras individuales fueron "Lo que el viento se llevó", cuando inauguró la nueva etapa del Centro Cultural Ricardo Rojas, de la UBA, en 1989; "No todo lo que brilla es oro" (1989) y "Mil nueve noventa" (1990), en la Galería Centoira; "Recolecta" y "Wothan-Vulcano", ambas en 1991, en el Centro Cultural Recoleta; "Ouroboros", en la plaza seca de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA (1991); "Espacio disponible", en el Casal de Catalunya (1992), e "Imagen pública-altas esferas", en el Centro Cultural Recoleta (1993). Al año siguiente, poco antes de morir, presentó una gran retrospectiva en el mismo centro cultural.
Su poética se alimentó y configuró a caballo de las décadas de los ochenta y de los noventa, entrelazándolas. Liliana también fue una influyente gestora de exposiciones que llevaron su sello personal, alrededor de las cuales supo articular a distintas generaciones de artistas, embarcados en estilos y tendencias que en aquellos años se veían como antitéticos y en tensión, pero que ella supo amalgamar. Y este poético encabalgamiento de tendencias y generaciones lo produjo tanto a partir de la mirada abierta de propia obra múltiple, como a través de su enorme capacidad organizadora. Las exposiciones temáticas grupales y colectivas que gestó hicieron historia.
Entre aquellas movidas puede citarse la muestra “Lavarte” -en octubre de 1985- en una lavandería automática en pleno centro de Buenos Aires, por la que pasaban miles de personas al mes: allí la artista cruzó artes visuales, teatro y música.
Un año después organizó “La Kermesse”, una suerte de feria artístico circense, en el Centro Cultural Recoleta (entonces denominado Ciudad de Buenos Aires) en la que tomaron parte artistas plásticos, actores, músicos, vestuaristas, sonidistas, escenógrafos, directores, etc. Arte, juego y participación popular, al modo de las ferias barriales, que incluyó, por ejemplo, una rueda de la fortuna, un túnel del amor y un tren fantasma.
Desde 1989, junto a un grupo de artistas -y junto, también, con quien firma estas líneas-, Liliana organizó “La Conquista”, una gran exposición que fue montada y exhibida entre fines de 1991 y los primeros meses de 1992, para dar puntos de vista artísticos contra el proceso del “Descubrimiento” de América del cual se conmemoraban cinco siglos y que, por esos años, comenzaba a adquirir el nombre políticamente correcto de “Encuentro de culturas”. El subtítulo de aquella gran exposición que ocupó la totalidad del Centro Cultural Recoleta fue “500 años, 40 artistas”.
Allí se reunió buena parte de lo más interesante de las artes visuales argentinas de aquellos años, entre artistas consagrados y nuevos. Había de todo: pintura, escultura, fotografía, video, dibujo, instalaciones, ambientaciones, teatro, danza y música. Como escribí en aquella oportunidad (en el libro catálogo de la exposición) la muestra “se propone como un modo alternativo de conocimiento, que opera con la lógica del arte, es decir: con otra lógica, que no deja de lado los aspectos ideológicos, políticos, históricos, sociales o económicos, ya que los incorpora y excede. La razón primera, es la razón artística”.
En “La Conquista”, Liliana presentó una gran instalación con la que evocaba duramente el nacimiento del mercado en América del Sur Latina, la época en que los conquistadores buscaban futuros destinos para ubicar sus productos y para extraer materias primas. Ella comparaba la sangre derramada mediante el exterminio de los aborígenes, con los lingotes de oro -los bienes obtenidos-. Una asociación plástica entre mercado, dinero y violencia.
Hacia fines de los ochenta su obra había comenzado a hacerse más política y a volverse anticipatoria respecto de ciertas consecuencias que se avecinaban, cuando la era menemista (por el gobierno del ex presidente Menem, que ocupó el cargo durante dos presidencias, entre 1989 y 1999) entregó el manejo del Estado al neoliberalismo, esto es: a los intereses privados, a la lógica bancaria, al capital concentrado, a las corporaciones y a las “leyes” del mercado.
Entre muchas otras tensiones, materiales, formales, estéticas e ideológicas, Maresca supo ver las terribles consecuencias de exclusión social que traería abandonar la cosa pública en manos del mercado, sin redes de contención, sometiendo a toda la sociedad al “libre juego de la oferta y la demanda” y desprotegiendo a los más débiles. Sin embargo, la forma que la artista tenía de concebir el arte no era la denuncia (que sin embargo su obra muchas veces incluía) sino la trascendencia. Maresca pensaba el arte excediendo su presente, más allá de toda rutina y por encima de la cotidianidad.
En 1990 presentó una muestra crucial en el Centro Cultural Recoleta, en la que la artista exhibió un verdadero carro de cartonero lleno de deshechos, y tres réplicas, una en tamaño real, pintada de blanco; y dos en pequeña escala, objetos de bronce, uno plateado y otro dorado, como si fueran joyas.
Con aquella muestra la artista vislumbró antes que nadie uno de los oficios que mayor cantidad de personas excluidas reclutaría durante los años siguientes: el de los miles y miles de marginados del sistema, que poco a poco, por el efecto deletéreo de la economía menemista se fueron transformando en legión de familias cirujas (vagabundos), cartoneras y recicladoras de basura. La exposición, para la cual escribí el texto de presentación en el reverso del afiche/catálogo, llevó un título sugerido por mí: “Recolecta”, reuniendo en un mismo término la doble referencia a la recolección de residuos y al lugar donde la muestra sería exhibida.
La politización en la obra de Liliana también supuso al propio cuerpo, en una oscilación que iba del erotismo (sus desnudos fotográficos y sus piezas eróticas como los exhibidos en la presente exposición en espaivisor dan cuenta de este aspecto), a la provocación ideológica, en obras conceptuales como aquella en la que la artista se ofreció al público “para todo destino”, relacionando cuerpo y mercado. Esto sucedió a fines de 1992, en la muestra que presentó en el Casal de Catalunya, ubicado en el porteño barrio de San Telmo.
En otro de los núcleos de la obra de Maresca se evoca la idea de juego, como sucede tanto en Patín, como en los múltiples No todo lo que brilla es oro y Caja chica, que se exponen en la presente muestra valenciana. Los elementos, en estos dos últimos casos, parecen invitar al espectador a un juego de esos que orientan los destinos o deciden la suerte de los participantes, a través de las posibilidades combinatorias, metafóricas y simbólicas.
Otro lugar posible de entrada a la obra de la artista lo constituye el carácter alquímico de varias de sus piezas y exposiciones. En principio pueden citarse dos, muy fuertes, relacionadas con el fuego. La primera fue una experiencia realizada en el Centro Cultural Recoleta en abril de 1991, “Wotan-Vulcano” (por los dioses de las mitologías celta y grecolatina, que representaban a la guerra y el fuego, respectivamente): allí la artista exhibió carcasas de metal que había rescatado como “sobrevivientes” del crematorio del cementerio vecino. Recuerdo no sólo el olor penetrante, sino también la honda impresión que esta muestra causó en los visitantes. Hasta tal punto la exposición resultó inquietante que el día de la inauguración hubo que desmontar la muestra por un breve lapso, porque el intendente de la Ciudad estaba a punto de hacer una visita protocolar al Centro Cultural –que depende de la Ciudad. El director del Centro Cultural (un lugar que en aquellos años se dedicaba a hacer exposiciones de arte joven y alternativo, abierto a nuevas propuestas) temió impresionar al jefe de gobierno de la Ciudad, de modo que mientras el alcalde entraba por una puerta, los cajones de los muertos eran rápidamente evacuados por una ventana, en una simultaneidad de vodevil, con matices tragicómicos. Luego de la visita oficial, los siniestros cajones funerarios volvieron a incorporarse a la exposición.
Otra de las muestras “alquímicas” de Maresca sucedió unos meses después, en octubre del mismo año, en el patio de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Allí, la artista presentó una exposición que a muchos les resultó sumamente incómoda: “Ouroboros” (nombre tomado del alquimista Paracelso) que consistía en una inmensa serpiente que se mordía la cola, hecha de páginas arrancadas de libros. Liliana había desarmado y arrancado, página por página, los libros leídos de su biblioteca y con aquellas hojas construyó una serpiente de veintiséis metros cuadrados. Típica representación del saber de pretensión infinita, que vela por el conocimiento cerrándose sobre sí mismo. Aquel infinito representado por hojas de libros, que se mordía la cola, tendría el mismo final que tuvieron los volúmenes académicos en manos de Paracelso: el fuego. Así explicaba el alquimista la transmutación hacia una ciencia nueva. De manera que una ceremonia privada, a fines de octubre, Maresca hizo arder la serpiente.
En 1993, nuevamente en el Centro Cultural Recoleta, que siempre le dio espacio, Liliana presentó la exposición “Imagen pública – altas esferas”. Era el apogeo del menemismo y el triste cenit de la primera presidencia de su causante, quien estaba en su apogeo, imponiendo una “estética” de “pizza con champagne”, fajas corporales, lluvia de importaciones, peluquines, nuevos ricos y dentaduras postizas entre otras metamorfosis, construidas sobre la ficción estatal de que un peso equivalía a un dólar.
Por aquel entonces, la artista se sumergió en los archivos del periódico más crítico del gobierno, Página/12, que ayudó varias veces a la artista. Maresca pasó semanas entre los estantes y archiveros de la antigua sede del periódico, sobre la Avenida Belgrano casi esquina Chacabuco, para seleccionar todo el material que incluiría en su muestra: una larga serie de primeras planas e imágenes que funcionaban como perfecta síntesis de aquellos años de la Argentina. Con tal selección Liliana hizo varias gigantografías que montó sobre paneles con los que revistió paredes y cielorraso de la sala 12 del Centro Cultural. Con un mecanismo simple la artista hizo que desde el techo goteara la tinta supuestamente desprendida de aquellas noticias e imágenes, para ir llenando un recipiente colocado sobre un pedestal.
En la tarjeta de difusión de la muestra, la artista posaba desnuda sobre los paneles de imágenes, en un gesto entre transgresor y farandulesco, para simbiotizarse con aquello que criticaba de la política de la época.
La última exposición que Liliana realizó en los instantes finales de su vida fue una retrospectiva en el Centro Cultural Recoleta, en noviembre de 1994, a la que dedicó la energía que le quedaba. El título que eligió para la exposición resulta demostrativo de su actitud frente al arte y la vida: “Frenesí”. Fue emblemática una de las obras que la artista había hecho especialmente para la exposición y que daba nombre a la muestra. Se trataba de un objeto encontrado por la artista, en sus recurrentes búsquedas callejeras: una raíz que lucía como un cuerpo femenino retorcido y consumido, en relación de tensión, y también de amor, con los cánones de la belleza tradicional, como sucede, en cierto grado, con la pieza “Cíclope”, de 1991, exhibida en espaivisor.
Para aquella gran muestra, Página/12 auspició el video-catálogo “Frenesí”, de cuarenta minutos de duración, a lo largo de los cuales es posible acercarse a la década de producción de Liliana Maresca que era motivo de la retrospectiva. El video fue producido por Maresca y por la realizadora y fotógrafa Adriana Miranda, y allí también aparecen los testimonios de sus amigos y artistas León Ferrari, Jorge Gumier Maier, Marcia Schvartz y de quien firma estas líneas.
Toda categorización del trabajo de Liliana es sólo aproximada porque su obra siempre se resistió al disciplinamiento y especialmente a ser clásica, porque lo clásico muchas veces gusta pero no incomoda el presente de quien observa, como le gustaba a la artista.
La primera incomodidad de su producción, en el sentido de interrogarse a sí misma y de cuestionar al espectador, viene de la propia construcción de cada obra. Su trabajo evidencia a una artista con talento para crear obras bellas, que al mismo tiempo se resistía a la belleza fácil, esa que deja al espectador en un lugar pasivo por su efecto tranquilizador. Maresca siempre buscaba otra belleza, extraña y reflexiva, muchas veces revulsiva.
En este punto, varias de sus obras atravesadas por determinados paradigmas del diseño, siempre suponen un plus en alguno de los niveles de construcción o de sentido, al punto que tal paradigma se quiebra para tomar otra dirección, hacia un camino nuevo, propio.
Fabián Lebenglik. Editor de la sección de artes visuales del periódico Página/12 y director editorial de Adriana Hidalgo Editora.
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