En esta escultura habita el espíritu del oryx: noble, sereno y salvaje. La piedra, con su peso ancestral, moldea un rostro firme y contemplativo; el hierro, tensado en sus astas, recuerda batallas bajo cielos ardientes; la madera, con su calidez orgánica, aporta aliento y tiempo. Juntas, las materias se alzan en la pared como un emblema del desierto: quieto, resistente, eterno.
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