La observación de los acantilados se traduce en una geología abstracta protagonizada por la mancha, la luz, la sombra y el claroscuro, en una especie de energía licuada de todo aquello que no se puede expresar con otros medios: el correr del aire, el ondular del mar, el temporal que impulsa el embate de las olas contra el acantilado, la tensión entre lo que surge y aparece de nuevo.
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