No es precisamente ayer y, aunque la fecha nos puede parecer a todos demasiado lejana, tengo muy presente y de manera diáfana, que fue a principios de 1987 cuando vi por primera vez obra pictórica de Miquel Torrecilla. Él venía de antes pero yo, como crítico de arte, no sabía nada de él -me acuso y pido perdón, si es necesario- hasta aquel año. Fue, creo, estoy seguro, en la galería Subex de Barcelona, especializada en obras de carácter figurativo, pero con voluntad de que las mismas expliquen sentimientos humanos a través de la representación, lo más fiel posible, del entorno en el que todos nos movemos. Y eso es lo que hacía Torrecilla, dedicado a explicarnos a través de las hierbas de margen, de la Naturaleza en constante lucha para defender y mantener la vida de las pequeñas cosas, la fuerza de lo que ... es la razón suprema de vivir.

Torrecilla hacía entonces de entomólogo de la pintura, de herborista del arte, de persona que iba con la cabeza gacha en sentido creativo, no abrumado por las circunstancias adversas de la existencia, sino con voluntad de encontrar una sublimación del hecho natural y, sólo en apariencia, sin ningún objeto supremo.

He conocido pintores que miran hacia arriba, hacia la lejanía del horizonte; otros que tienen los ojos ras del suelo y que captan aquello que ven con la mejor perfección posible; y también unos terceros que se lo tragan todo, que degluten la realidad y la hacen suya a base de sentir que pertenecen a la misma. Son formas de sentir que, junto a otras que existen pero que si las explicásemos me alejarían de lo que ahora pretendo explicar, resultan perfectamente válidas y que es necesario defender. Pero Miquel Torrecilla pertenecía a las tres a la vez y a otras que entonces no podría ni precisar y que ahora definiría como voluntad de renacer, de superar problemas propios llevados por la propia existencia y con sentido creativo hacia el prójimo, que no tenía ninguna culpa de lo que le sucedía al artista.

He seguido a Miquel Torrecilla desde hace más de veinte años y he escrito notas cortas y otras más largas -soy crítico que busca más la concreción que la difusión- sobre la evolución de su obra. Porque el artista, poco a poco, de una forma natural, ha cambiado el alcance de su mirada. Los ojos, que se hundían hacia la tierra, que analizaban unos escasos palmos cuadrados de margen de campo, han subido hasta alcanzar gran parte del horizonte. Él es el mismo en el sentido de observar su entorno, de buscar y encontrar lo que más nos representa, pero dispone de un empuje creativo más abierto, más amplio y más decidido a encontrar nuevos motivos de existencia.

Creo que el pintor ha evolucionado en positivo desde que conocí el que para mí era un excelente inicio de su obra. Le encontré cuando, sin yo saberlo -entonces no había hablado nunca de él y después lo he hecho muy poco y lo siento- evolucionaba de una forma positiva en su manera de manifestrase. Creía que debía mantenerse cerrado en él mismo, pero se abría a los demás de una forma natural. Tímido, con precauciones, herido y con voluntad de curarse, creativo sin ninguna impaciencia, pausado y constante, seguro dentro de las constantes dudas... En resumen, dispuesto a ser artista para él y para los demás como ahora, pasados los años y después de una siempre creciente trayectoria, demuestra ser.