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Una visión antológica 1957-2007

Exposición / Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS) / Santa Isabel, 52 / Madrid, España
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Cuándo:
13 mar de 2007 - 14 may de 2007

Comisariada por:
María Luisa Martin de Argila

Organizada por:
Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS)

Artistas participantes:
Darío Villalba

       


Descripción de la Exposición

Unas setenta piezas representativas del conjunto de las distintas etapas artísticas del artista. Comisaria: María Luisa Martín de Argila

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1.- Autorretrato.

El autorretrato es un subgénero que sólo pudo prosperar en la época moderna, porque antes del renacimiento era impensable que un artista se le ocurriera dejar una constancia material de su propia imagen, salvo por motivos funcionales, lo que, de producirse, la convertía en anónima y, por tanto, la negación de su condición de autorretrato. Antes de la época moderna, por tanto, no hubo autorretratos, tanto por razones sociales –no existía un aprecio suficiente de la labor creadora del artista o, cuando, al menos, se le reconocía un cierto mérito, sobre todo, por las razones económicas del circunstancial alto precio con que se tasaba sus obras, no se estimaba el esfuerzo de su producción como mérito intelectual–, como por razones psicológicas; esto es: porque no contaba tanto, en general, la vida interior como expresión de una personalidad individualizada y, en los pocos casos en que esto ocurría, no eran nunca los artistas plásticos los ejemplos que se buscaban para ilustrar esta vía. Pero, incluso cuando, a partir del renacimiento, se inició la senda del autorretrato, hubo que esperar casi dos siglos para que madurara lo suficiente, de forma que la autoimagen de un artista no sólo se limitara a la representación, más o menos individualizada, de sus propios rasgos, sino para lo que a este respecto es una condición imprescindible: un diálogo consigo mismo y, a través de él, una interpretación de lo que significa la existencia desde el punto de vista de ser alguien artista, tal y como, ya en el siglo XVII, lo hizo, sobre todo, Rembrandt.

Por todo lo que venimos apuntando se puede afirmar que la historia del autorretrato es relativamente muy reciente y, como tal, que, en puridad, no ha hecho sino comenzar, o, si se quiere, que se halla actualmente en pleno desarrollo. Y no me refiero con ello al hecho evidente de que está siendo, durante nuestra época contemporánea, uno de los géneros más frecuentados, entre otras cosas porque sólo entonces el artista ha adquirido un prestigio social legendario, como se puede corroborar en la proliferación de autorretratos durante los siglos XIX y XX, sino porque la autorreflexión artística ha alcanzado tan progresiva hondura que incluso ha trascendido el acotado terreno de la autorreplicación de los propios rasgos físicos, o, lo que es lo mismo, que el artista actual también es capaz de autorretratarse de una forma mucho más sofisticada y elíptica.

Éste es, sin duda, el caso de Darío Villalba, toda cuya obra, figurativa o abstracta, es un autorretratarse. La primera razón para explicarlo podría ser la muy española raíz expresionista de su talante, pero hacer esta afirmación sin más sería sembrar el suficiente equívoco que termina en la simple y llana equivocación. Y es que la identificación de Villalba con la tradición expresionista dominante de la Escuela Española, de la que ciertamente participa en no pocos rasgos, más culturales, eso sí, que propiamente formales, es, sin la debida contextualización, un error, contra el que el propio artista, por lo demás, nos ha advertido. En este sentido, no se puede obviar que Villalba pertenece a una generación que se afirmó frente al expresionismo abstracto de algunos de los más conspicuos representantes del Grupo El Paso, y que si de alguna manera se quisiese encuadrar su arranque artístico más personal, el referente internacional adecuado sería la obra de Rauschenberg y Johns, que hicieron lo propio con el agobiante precedente local de los miembros de la Escuela de Nueva York. En relación con éstos y, en especial, con el primero de los citados, Rauschenberg, más que un reacción antipodal, habría que hablar de una "divergencia"; esto es: de una reinterpretación de la energía gestual, que ya no se aceptaba como una explosión espontánea, sino como la maculación –la tachadura– pictórica de la ácida realidad emergente de una imagen mecanizada. La "divergencia" de Rauschenberg era, así, pues, el resultado de, por un lado, devolver la realidad a un gesto primario ensimismado, pero, por otro, no hacerlo sustituyendo lo segundo por lo primero, sino contando con el enfrentamiento, la tensión, entre ambos; o sea: mantener en vilo el sostenido combate entre imagen y pintura, que es justo lo que, a mi juicio, también explica la motivación creativa original de Darío Villalba, cuyo signo artístico fue asimismo decisivamente marcado por esta dicotomía.

En relación con lo dicho, creo que podría llamarse a esta forma de autorretrato de Darío Villalba como "autorretrato con disfraz", lo cual no dejaría de ser paradójico si no fuera porque la relación entre el aspecto de alguien y su supuesta genuina intimidad, entre su exterior y su interior, se había considerado, desde antiguo, como una relación compleja, cuya complejidad, además, al arribar a nuestra época, con su desaforada propensión al subjetivismo, no había hecho sino acrecentarse. De esta manera, junto a la sospecha de la moral tradicional acerca del relativo valor de la apariencia, se unía ahora el vértigo al asomarase al pozo sin fondo de la inextrincable psique, considerada como un conglomerado de fuerzas e influencias casi incontrolables. Se explica entonces que el hombre contemporáneo haya necesitado cada vez nuevas estrategias para excavar el trasfondo del autoconocimiento o, que, entre ellas, estuviera incluso esa interfaz del disfraz. Desde el punto de vista artístico, esta exploración rebuscada o perversa de lo íntimo no sólo afloró con el surrealismo, que no en balde buscaba la verdad a través de los estados alucinados del sueño, la infancia y la locura, sino que se convirtió, de una u otra manera, en una constante de las orientaciones y movimientos posteriores hasta llegar a la actualidad. Situándonos en el contexto de la vanguardia internacional de después de la segunda guerra mundial, el expresionismo abstracto había localizado la revelación de lo íntimo en el gesto automático que liberaba una energía física y psíquica incontroladas, luego contestada por los procesos de reflexión y enfriamiento del Pop, que veía al "yo" como un receptáculo de imágenes prefabricadas. En cierto sentido, como ya hemos apuntado, la postura de Darío Villalba a este respecto fue adoptar, no sin reservas, esta actitud del Pop, si bien, en su caso, el conflicto dialéctico entre el exterior y el interior de su imagen se complicó todavía más por la tensión sobrevenida entre la muy peculiar tradición cultural de su entonces muy aislado país de origen y la vivamente contrapuesta realidad internacional. Este conflicto, que acompañó a todo creador español con vocación innovadora y cosmopolita durante toda la época moderna prácticamente desde Goya en adelante, conflicto que desborada la urdimbre de lo íntimo para devenir un asunto antropológico, en Darío Villalba cobró unos dramáticos tintes personales por su peculiar biografía, habiendo recibido, en plena época del franquismo, una formación humanista liberal y habiendo residido, también por razones familiares, habitualmente en el extranjero. Algo de esto es lo que debió fulgurantemente captar el mismo Andy Warhol, que, tras ver algunas obras que le enseñó Darío Villalba como una muestra de su propio trabajo, las definió como "Pop del alma", que es como afirmar que estaba reflejando, mediante una nueva vuelta de la tuerca, el interior del exterior.

En 1995, Darío Villalba inició una serie de autorretratos, agrupados en un políptico formado con seis piezas, de 100x73 cm., realizados mediante una técnica mixta de emulsión fotográfica sobre lienzo, donde lo que se supone era el espectro de su propia cabeza quedaba como velado por los cuajarones blancos que se producen cuando una película se corroe o se quema. Pero si la imagen de fondo quedaba así, casi completamente desfigurada, se podía entrever sobrepuestas las letras impresas de su propio nombre, lo cual redundaba en este simultáneamente ver o no ver, identificar y desindentificar, ser y no ser de esta velada revelación de sí mismo. Este juego de evidencia y ocultamiento, así como el hecho mismo de la autorreplicación seriada, nos avisaba, en cualquier caso, de cómo Darío Villalba pensaba que la técnica del autoconocimiento ya no era un hecho aislado y absoluto, sino un proceso marcado por la ansiedad y lo relativo.

Llegados a este punto del autorretratarse de Darío Villalba no cabe pasar por alto que la exposición que ahora presenta y que da pie al presente comentario se inicia precisamente con la serie de autorretratos de 1995 recién citados. Pero ¿cuál es entonces, más allá de lo obvio, el significado de esta proposición? En primer lugar, el rechazo de Darío Villalba a plantear la mirada retrospectiva de su trayectoria artística desde una perspectiva convencional, que, hasta hoy, por mor de una pereza intelectual que me atrevo a calificar de incomprensible e indigna, sigue presentando la obra de un artista mediante un riguroso orden cronológico-biológico; esto es: desde la primera juventud hasta, si se da el caso, el último suspiro. Es cierto que, cuando nos enfrentamos con un artista del pasado, esta decisión inercial puede alegar ciertos atenuantes, pero, si se trata de un artista contemporáneo, es hoy injustificable, se mire por donde se mire. De todas formas, en un caso y en el otro, el error viene de la aplicación de un criterio historicista, de una historia concebida como progreso, que es inaplicable para el arte, cuyos cambios no significan mejora; pero si este error se lleva al terreno de la creación contemporánea, y al de un artista vivo y próximo, como es Darío Villalba, se convierte, en efecto, en un auténtico dislate.

Afortunadamente, Darío Villalba no ha caído en la trampa de verse como si estuviera muerto, o, lo que es lo mismo, de verse a sí mismo sólo desde fuera, como si hubiera convertido en un objeto inerte. En este sentido, frente a la retrospectiva convencional, él ha elegido el autorretrato, que no es sólo lo que por tal se entiende cuando alguien autorreproduce sus propios rasgos físicos, sino la interiorización de su experiencia creadora, una labor de autoindagación que, si es auténtica, exige la reconstrucción sintética de la propia trayectoria, porque los momentos álgidos de la misma no se suceden, como tampoco la memoria existencial es un orden cronológico de sucesos y, mucho menos, en progresión. Es la alta edad la que, por ejemplo, al ser humano le hace descubrir no sólo la infancia, sino lo que ésta tuvo de realmente significativa y memorable, y, en general, toda la trayectoria vital está repleta de misteriosas intercomunicaciones meándricas, cuyo poder de mutua iluminación jamás sigue un orden lineal, sino, más bien, laberíntico. Pues bien, aplicado este saber a la interpretación de una obra artística desarrollada en el tiempo, resulta todavía más imprescindible, si cabe, una ordenación crítica, donde las piezas casen por otro motivo que el de la simple sucesión.

La audaz y pertinente decisión de Darío Villalba de analizar su trayectoria como un verdadero ajuste de cuentas consigo mismo, o, lo que he denominado, convertir su retrospectiva en un autorretrato, no está revalidada por emplazar en la primera sala de la muestra una serie de autorretratos sino por haber organizado la selección y su recorrido como un autorretrato. En este sentido, cada uno de los once apartados en los que Villalba ha distribuido los puntos focales de su trayectoria, no sólo no siguen un orden de sucesión cronológica, sino que, tomados por separado, entremezclan fechas y momentos muy diversos, porque las obras se reagrupan en ellos por afinidades.

2.- Lágrimas de Cronos.

Aunque el inicio de su obra artística, más o menos influida por el expresionismo abstracto, se remonta a fechas más tempranas, Darío Villalba pertenece generacionalmente a los sixty y, pronto, se encontró a sí mismo como tal. Esta adscripción generacional tuvo, como se sabe, consecuencias en todos los órdenes y no solamente en el artístico, pero en éste también fueron revolucionarias. Aunque existían antecedentes al respecto, remotos y próximos, la entonces triunfante estética del Pop fue revolucionaria porque, entre otras cosas, jubiló para siempre la pintura, o, para decir las cosas correctamente, consiguió que, dentro de lo que cabe, ya no se pintase igual. No se trata sólo de su reivindicación de la imagen extraída de los medios de comunicación de masas, sino de la desautorización de lo que hasta entonces había constituido la identidad del arte: su producción manual. Al aprovechar iconos prefabricados de carteles o fotografías, estampándolos directamente en los lienzos, a veces, con una muy escasa manipulación o simulando no hacerla, toda la tensión creativa se desplazó a un plano conceptual, supeditándose el cómo al qué. Precisamente, por esta voluntaria marginación, no sólo del oficio tradicional, sino del peso físico, corporal, que siempre había caracterizado el acto de pintar, el Pop instauró un estética "fría"; esto es: mental, analítica, controlada. En este sentido, es lógico que el Darío Villalba de los años sesenta se orientase, en parte, por esta dirección, porque, a pesar que la España de aquellos años aún distaba mucho de haberse desarrollado industrialmente lo suficiente, empezaba a hacerlo y, sobre todo, se había hecho internacionalmente mucho más porosa. Por otra parte, como ya antes se ha apuntado, Darío Villalba, de familia diplomática, se había movido por el mundo con una facilidad poco al alcance de la mayoría de sus colegas patrios. Así, pues, su obra de estos años tomó progresivamente este sesgo Pop, como se podrá comprobar en la presente exposición. No obstante, fue durante fines de los años sesenta y comienzos de los setenta cuando Darío Villalba encontró su interpretación más personal y cuando empezó a llamar internacionalmente la atención.

De esta forma, aunque Darío Villalba había empezado a realizar y usar documentos fotográficos antes de 1970, su obra que produjo más impacto fue la realización, ya en la primera mitad de esta década de 1970, de unos objetos tridimensionales, donde algunos de esos documentos fotográficos se mostraban encapsulados mediante metacrilato transparente. Los propios materiales industriales empleados, así como el que estos objetos rompieran con los cauces tradicionales de los géneros, eran la manifestación inequívoca de esta orientación Pop o, si se quiere, Post-Pop. No obstante, lo más interesante de esta suerte de patéticas crisálidas fue que, por primera vez, revelaron la peculiar interpretación del Pop de este, a su vez, ciertamente peculiar y complejo artista. Porque fue justo a partir de ese momento y de esa obra cuando Darío Villalba mereció ser definido por Warhol, como antes se dijo, como autor de un Pop "anímico", lo cual no es lo mismo en absoluto que "conceptual".

Pero ¿cómo un Pop del alma si, en principio, no hay nada más desalmado que el Pop, que no deja de ser sino la neutralización de cualquier rasgo existencialmente singular? "El cuerpo, detalle más, detalle menos" –escribió Michel de Montaigne–, "no tiene sino una forma. El alma puede variar de mil maneras y domina, sea cual sea su estado, las sensaciones del cuerpo y todos los demás accidentes". La cita surge aquí, no de ningún afán de introduccir ahora sesudas reflexiones sobre esta cuestión, sino como azarosamente sobrevenida para marcar la profunda contradicción entre lo homogéneo y lo singular en el ser humano, circunstancialmente planteada en la dicotomía clásica entre cuerpo y alma, pero también extrapolable a la que opone máquina y cuerpo orgánico, masa e individuo o, por qué no, imagen y pintura. En cualquier caso, nada, en principio, tan contradictorio como ese Pop anímico que, quizá irónicamente, le endilgó como definición Warhol a Villalba. La hipotética ironía del juicio no le resta, sin embargo, un ápice de verosimilitud, de certeza a esta definición, que, a mi juicio, casa a la perfección con la personalidad y la obra de Darío Villalba, un artista marcado por la contradicción: la de usar los mecanismos neutralizadores del Pop, que borran, cuerpo y alma, toda singularidad, pero, en su caso, para, paradójicamente, nunca mejor dicho, animar más la tensa expresión de lo individualizante, como lo es siempre, en grado sumo, la expresión del dolor. Ni los Accidentes, ni las Sillas eléctricas del primer Warhol expresan emoción alguna, sino que representan lo maquinal de la muerte en nuestra sociedad tecnificada.

¿De dónde procederá entonces esta curiosa desviación de Darío Villalba? Hay, desde luego, una explicación antropológica insoslayable: la que contextualiza espacio-temporalmente a Darío Villalba en la tradición cultural española, una tradición en arte muy marcada por el expresionismo, pero perfectamente además actualizable en la España de los años sesenta en la que Darío Villalba inició su senda artística más personal. Esa España estaba todavía muy lastrada por el peso del pasado, pero, sobre todo, distaba mucho de ser aún una sociedad industrializada de masas urbanas; o sea: que no era una España que, ni material, ni espiritualmente, se pudiera homologar con las sociedades occidentales más avanzadas. De todas formas, al margen de estas explicaciones sociológicas, hay un dato relevante: Darío Villalba, con sus pretensiones de animar el Pop, no era víctima de un contratiempo provinciano, sino que, por el contrario, al hacerlo, tomó una decisión ética y estéticamente definitiva, que iba a marcar para siempre con el signo de la contradicción toda su trayectoria.

¿Todo lo que manifiesta entonces esta contradicción de Villalba es un caso más de la singular intempestividad de muchos de los creadores españoles, atrapados entre tradición y modernidad? Sin desmentirlo en lo mucho que históricamente corresponde, yo no creo, sin embargo, que esta contradición sea sólo reducible a un problema antropológico local, ni tampoco, por supuesto, sólo a una peculiaridad psicológica del artista, ni a la suma de los dos, sino que habita además en el corazón del arte contemporáneo, atrapado entre los antitéticos ejes polares de la expresión y de la comunicación, de lo subjetivo y lo objetivo. En 1915, fecha trágica donde las haya, el todavía joven Paul Klee anotó en su Diario lo siguiente: "El corazón que latía para este mundo ha sido herido de muerte dentro de mí (...) ¿Me convertiré ahora en el tipo cristalino? Mozart (sin desdeñar su infierno) se refugia, a grandes rasgos, pasando al lado alegre. Quien no lo comprenda totalmente podría confundirlo con el tipo cristalino. Se abandona la región de este lado y se deifica a cambio un paso hacia la otra, que puede ser una total afirmación. Abstracción. El frío romanticismo de este pathos es inaudito. Cuando más terrible este mundo (como por ejemplo hoy), tanto más abstracto el arte, mientras que en un mundo feliz se produce un arte inmamente. Hoy es la transición del ayer al hoy. En el gran foso de las formas yacen despojos a los que se siente uno a veces todavía apegado. Ofrecen la materia para la abstracción. Despojos de elementos inauténticos, destinados a formar cristales impuros. Así es el día de hoy. Pero luego: Cierta vez sangró la incrustación. Creí morir, guerra y muerte. ¿Acaso puedo morir, yo, cristal? Yo, el cristal. Esta guerra la tenía yo desde hace mucho tiempo dentro de mí. Por eso no me importa nada en cuanto mi fuero interno. Para sacarme a mi mismo de entre las ruinas, tendría que volar. Y volé. En ese mundo destrozado ya sólo vivo en el recuerdo, así como a veces se piensa en algo pasado. Por lo tanto, soy abstracto con recuerdos. Ciertas estructuras cristalinas contra las que a fin de cuentas nada puede una lava patética".

Al margen de las interesantes apelaciones a lo cristalino y lo patético, a lo abstracto y lo orgánico o inmanente, perfectamente contextualizables en relación con el pensamiento de Wilhem Worringer entonces muy en boga, la pugna en sí y, por supuesto, su formulación como antítesis entre una actitud artística fría y otra, cálida, trasunto de la oposición entre lo objetivo y lo subjetivo, entre lo maquinal y orgánico, o, en definitiva, entre lo analítico y lo expresivo, son, según creo, perfectamente actualizables para explicar la tensión interna que habita, mutatis mutandis, en la trayectoria de Darío Villalba, que de esta manera no sólo sería el heraldo de una contradicción local o castiza, sino de la que habita en el corazón mismo del arte moderno. De forma que ambas perspectivas, con sus correspondientes tensiones, son necesarias, en principio, para dar cuenta totalmente de lo que significan esas crisálidas cristalinas que envuelven el testimonio del particularísimo dolor con las que Darío Villalba produjo esa esencial obra de comienzos de los años setenta, fundamento de lo que habría de ser su poética madura. He aquí, así, pues, expuesta la peculiar dialéctica que configura su obra, formada por la expresión, esa "lava patética", y su congelación cristalina, de cuya mutua confrontación surge esa nueva realidad de "Yo, el cristal"; o sea: una lágrima, una crisálida, o, según se mire, por qué no, una vitrificación del dolor, un cristal sangrante, una lupa para apreciar con mayor determinación y claridad el sufrimiento del alma.

La combinación de elementos maquinales e industriales –la fotografía y el metacrilato– con el patetismo de las imágenes que aprisionan, en la realización de estas crisálidas de Darío Villalba, no sólo manifiestan toda la complejidad técnico-formal del lenguaje artístico de la vanguardia internacional entre 1950 y 1970, sino la propia agónica intrahistoria del arte moderno y, por supuesto, la del artista, como hemos intentado sugerir. Hay, no obstante, un nivel crucial que hasta el momento apenas si ha sido abordado: el del significado de esta obras; su nivel, si se quiere, semántico o simbólico. Las fotografías que encapsula Villalba son todas de seres dolientes, enfermos, alienados, marginados, proscritos... No aportan, por consiguiente, sólo el testimonio directo de un fragmento de la realidad cotidiana, sino el de las humanas llagas, que lo son porque no hay forma de encuadrarlas ideológicamente; esto es: no son testimonio de una injusticia social, ni la descripción o ilustración de nada típicamente ejemplar, sino de lo irreductible del dolor humano, de su absurdo sufrimiento, de su radical soledad. Se sea o no creyente, hay un concepto cristiano que aborda esta cuestión: el de redención. El término "redimir" etimológicamente deriva del latino redimere, que significa "volver a comprar", "rescatar", y es un compuesto derivado del también verbo latino emere, que significa, por su parte, "comprar" o "coger". La acción consuetidinaria del redimere en la Roma clásica era la de liberar a un esclavo pagando el precio correspondiente. Luego, por extensión, no sólo se redimían esclavos, sino, en general, cautivos o penados, pero también cualquier liberación de una carga, fuera de la naturaleza que fuera. La redención cristiana alude, en todo caso, al cambio de destino de la humanidad tras el sacrificio de Cristo, que abre una nueva esperanza de salvación para el hombre. Lo fundamental de la redención cristiana no es el perdón de los pecados, sino el dar sentido al sinsentido de una existencia como radical sufrimiento. Desde el punto de vista cristiano, ningún ser humano, pecador o justo, feliz o desdichado, sea cual sea su suerte o condición, puede ser olvidado, porque no puede ser olvidado ni la más mínuscula particularidad de la existencia. En la moderna sociedad secularizada, esta voluntad redentora sobrevivió a través del arte en la medida en que éste, ayer y hoy, da también testimonio ejemplar de lo particular. De esta manera, al encapsular estas fotografías de los seres dolientes, Darío Villalba retorna y redime la historia, advirtiéndonos que, sin ellos, no hay esperanza, porque no hay sentido, ni dignidad. Al exponer ante nuestra mirada el testimonio gráfico de todos estos sufrimientos particulares, Villalba nos trae lo que no queremos ver o lo socialmente invisible, obligándonos a reescribir la historia sin que nada se pierda entre sus márgenes. Estas cápsulas no son sino el embalsamamiento del dolor ignorado, las lágrimas que arrastra el tiempo, las lágrimas de Cronos.

3.- Expulsión.

En 1996, Darío Villalba realiza un políptico con el título de Expulsión del Paraíso, formado por cuatro elementos con óleo, barniz y lápiz sobre emulsión fotográfica. El único elemento figurativo discernible es la imagen de un adolescente desnudo con los brazos en jarras, de piel blanca muy pálida y un abundante pelo desgreñado. Lo más conmovedor en él no es lo que he apuntado sobre su aspecto, ni la naturalidad con que porta su sexo colgante, ni tampoco como calza al desgaire una chancleta, mientras su otro pie está descalzo. Lo conmovedoramente perturbador es, sin embargo, su inocencia por todas partes asediada, quizá porque vive sus últimos momentos antes de precipitarse en el abismo donde sabemos que está a punto de ser tragado. El poso sin fondo de sí mismo. La culpa. La pena negra que súbitamente le expulsa de su inocente jardín. Su vulnerable y vulnerada desnudez tiene un aire como el del acongojado Adán expulsado del Paraíso, tal y como lo pintó Masaccio en la Capilla Brancacci, quizá porque éste tiene también el sexo colgante, que deja bien al descubierto porque sus manos le cubren el rostro, a difrencia de Eva, que le precede, de rostro acongojado, pero que cubre pudorosamente los senos y el sexo con sus brazos. Pero el adolescente de Darío Villalba está solo, flanqueado por la noche o por las noches, pues son tres inquietantes calles negras las que atrapan en medio la escena central.

Aunque no es posible desentenderse de la dialéctica mortal de pecadoculpa-redención en el Pop anímico de Darío Villalba, ni tampoco de la parábola evangélica para él central del Hijo Pródigo, que es de suyo una parábola interminable, creo que merece la pena hacer un inciso para afrontar el asunto de los polípticos, término que, en primera instancia, significa un organismo compuesto por varias hojas o planchas, que, a veces, pueden plegarse sobre sí mismas, pero, también, en general, se refiere a una pintura o bajorrelieve compuesto por varios cuadros. En cualquier caso, se trata de una estructura y una forma de narración plástica asociada con la piedad religiosa y, como tal, su emplazamiento más habitual es un altar eclesiástico. Según sean dos, tres o más unidades las que formen el conjunto, recibirán el nombre de díptico, tríptico o políptico, pero, sobre todo, cuando está formado por más de dos, suele haber uno central, sobre cuyo tema giran todos los demás, bien desarrollando los antecedentes y los consecuentes de la acción principal, bien siendo sus complementos o sus contrastes. Así lo ha utilizado Darío Villalba, aunque en el políptico al que estamos haciendo referencia la, por así decirlo, descentrada figura central está por todas partes rodeada de oscuridad. Su descentramiento, por otra parte, cobra mayor patetismo porque la secuencia del conjunto es rigurosamente simétrica. Parece como si se tratase de "la noche oscura del cuerpo", el parpadeante cuerpo blanco entre tinieblas. Ahora bien, sea en este caso o en otros, donde el contraste se establece de una manera más explícitamente figurativa, hay siempre un mismo ritmo trágico y una cadencia patética. Los documentos gráficos que Villalba emplea giran la mayor parte de las veces sobre personajes, que, más que estar estigmatizados por la simple expulsión de la miseria física, lo están por la miseria existencial; son, en definitiva, marginados, réprobos, seres expulsados del hogar.

En cierta manera, dentro del elenco de situaciones patéticas que circulan por la mente y el alma de Darío Villalba, se acaba comprendiendo que la que mejor las encuadra es, como antes se apuntó, la parábola del hijo pródigo, no sólo porque éste abandona voluntariamente el hogar, lo que le convierte en un homeless, sino por la compleja red que se trama a partir de este acto de rebeldía: la de alguien, precisamente un joven, que no se conforma con lo que hay, con lo que tiene y, sobre todo, con lo que es; que, en suma, se busca a sí mismo más allá de sí mismo, la única forma existente, por lo demás, para perderse, y, por tanto, para, quizá, encontrarse. Alguien que postula su propia identidad al margen de lo establecido y no teme pagar por ello el alto precio de su fortuna y el de su ser. Alguien que se automargina, pero que, sin embargo, rizando el rizo, no pierde la esperanza de retornar al hogar, siendo esta esperanza no una demanda de perdón simple, porque no es una rendición, sino una redención: la demanda de ser perdonado en tanto que ser desviado, un nuevo desafío, el desafío que un hombre sólo puede lanzar a un dios, un desafío divino. Un porfiado escándalo sin solución o sin más solución que el escandaloso porfiar. Esta dialéctica insólita mantenida entre el Hijo y el Padre no cobra sentido más que con un abrazo entre ambos, como comprendió de manera escalofriante Rembrandt en ese cuadro, donde ambas figuras parecen estar hechas de la misma pasta y así pueden, real y pictóricamente, confundirse. ¿Podría acaso Dios ser tal sin asumir –abrazar– todas las desviaciones de sus criaturas? Esta es la pregunta que literalmente abrasa todas las imágenes que han surgido como fuego del alma de Darío Villalba, que lleva la llama hasta el corazón mismo del Pop.

La deambulación artística de Darío Villalba como este paradigma existencial de Hijo Pródigo va desde la captación de los documentos gráficos de la miseria moral urbana, hasta la extracción de todo su trasfondo, lo que implica remontarse a la historia como la narración del extravío humano, un constante caer y un constante levantarse.

4.- De profundis.

Lo negro, tan esencial en la trayectoria de Darío Villalba, cobra un especial brío en la década de 1990. En cierta manera, podemos decir que se adueña de la escena. Esta invasión negra como tal cortina tupida que produce el gran apagón figurativo, como un dramático fundido, ha hecho su aparición en determinados momentos críticos de Villalba. Recuerdo en este sentido, sin rememorar con precisión la fecha, aunque quizá fuera hacia fines de la década de 1980, una severa exposición de cuadros negros que se celebró en la Galería Juana Mordó. Pero lo único que se pudiera parecer, en fechas más recientes, a esta nigredo pictórica alternativamente acechante es la serie de Pintura bituminosa antisonora, del 2001. En la década anterior, con obras como las tituladas Espuma negra (1991), Ecce Homo (1991), Mayúscula (1991), Gran caída (d’aprés Peter Paul Rubens) (1992) o Resplandor seco (1995), el ennegrecimiento actúa, sin embargo, cual encubrimiento que trasluce algún parpadeo figurativo de fondo, convirtiéndose así en una capa o costra plástica de irregular factura, con ciertos visos de transparencia y de relieve. Este negro, al no ser uniforme y compacto como un muro, posee algo de fantasmagoría barroca, de materia fluida y cambiante. Es, en definitiva, un negro más pictórico que espacial, más existencial que metafísico: más dramático. A mi modo de ver, revela, por otra parte, y de manera muy viva, la tensa contradicción que habita en la obra de Villalba entre pintura e imagen, entre el cuerpo y el alma, entre expresividad y distanciamiento, o, en fin, si se quiere, entre fondo y figura, entre profundidad y superficie. Una tensión que asimismo se traslada a los vectores de energía que despliega, que pueden tomar una dirección vertical y horizontal, bien si se dirigen como caída en las profundidades, bajada al pozo sin fondo, bien si se ordenan narrativamente en un sentido cinemático como una secuencia alternante de luz y oscuridad.

5.- Aterrizaje.

Enhebrando el hilo de la trayectoria artística de Darío Villalba, nos hemos topado con algunos ejes de gravitación significativa, como, sucesivamente, "culpa", "redención", "expulsión" o "caída", los cuales, en principio, podemos asociar con la existencia como conflicto, que, a su vez, es el caladero donde rebulle el arte. En cualquier caso, estos ejes revelan una personalidad y una obra muy dramáticos, como corresponde a Darío Villalba. El drama y lo dramático no hay que identificarlos, sin embargo, con lo triste, lo deprimente o lo truculento, sino con una acción vivida intensamente, con la pasión. La pasión es inconformista y retuerce las cosas, las exprime, las expresa. En este sentido, Darío Villalba puede ser calificado como un ser y un artista retorcido, porque cuestiona su identidad hasta el límite de exprimirse y expresarse, lo que, por su parte, carga de tensión su obra, una obra dinamizada por una contradicción, que eficazmente supo definir Warhol como "Pop del alma". El humor dramático de Villalba es, por lo demás, muy español, de contrastes y transiciones violentos, como supo muy bien percibirlo Baudelaire. En la presente exposición, que ya hemos descrito como un autorretrato, hay ejes gravitaorios entremezclados que se contradicen y tensan, abarcando cada vez un mayor y más profundo horizonte existencial. A los citados, aún añadiría yo otro, el de "regresión", cuando pienso en todas esas imágenes acuáticas y acuosas, entre las que incluiría Zambullida (1996), Baño-Niña-Agua (1996), Agua Recuperación (1996), Chica nadando (1998), Agua Cabeza Chica emergiendo (1998), Salpicado (1996), Niño Cubo de Agua (1996) y los tres besos: Radiografía de un beso (1996) –que, por cierto, parece un Brancusi–, Beso d’après Doisneau (1995) y Beso Pajizo (1996). Son regresiones seminales, muy líricas, muy nostálgicas, muy refinadas.

Pero ni éstas, ni las que les siguen y forman parte del último trabajo exhibido de Darío Villalba, las que arrastran nuestra mirada a ras de suelo, que están fechadas ya a partir del 2001, siguen una trayectoria de sucesión lineal, sino que se intercalan entre sí, proyectándose dialécticamente hasta el infinito. Esta es la historia, maravillosamente contada, que subyace y organiza esta exposición-autorretrato. Es el autorretrato de Darío Villalba y del arte: una historia sin final, aunque circunstancialmente haya que ponerle un punto final.

FIN


Imágenes de la Exposición
La oración (imagen básica de 1975), 1993

Entrada actualizada el el 26 may de 2016

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