Descripción de la Exposición
“Un cuadro es un fruto cuyo árbol es la vida del autor.” [1]
“Sé bien que las estrellas
con mi sangre alimento.” [2]
No sería aventurado afirmar que la pintura de Ramón David Morales posee un vector autobiográfico que se evidencia en la temática y en los procesos que la materializan. Las referencias al mundo rural, a la cultura agrícola y a los ciclos de la naturaleza se colmatan con las querencias y enseres que son habituales en su entorno. Se pinta como se respira, esponjando y contrayendo la línea hasta devenir en figura y así surgen de la rutina de la geometría las formas elementales y carentes de detalles que confieren vida al tractor, a la luna y el sol, a los libros y las gafas, las mesas y sillas, las ventanas. Una iconografía que confirma su vinculación con las labores del campo y el arraigo que le fija al estudio, determinando de esta suerte la orientación argumental de su pintura en la actualidad.
Un vector que años atrás escrutaba otros intereses significativamente asociados al ancestro cultural e histórico de lo andaluz, a la celebración del rito primordial engarzado en lo vernáculo. Y uno de los señuelos de esta tradición, la arquitectura -ya sea islámica o cristiana- suscitó la presencia de hornacinas y dinteles, ventanas, puertas y pozos, vidrieras, mihrabs o basílicas. Motivos que emergen a la superficie de la pintura por un procedimiento que configura la imagen por síntesis, despojando la representación de la figura de todo lo accesorio, esencializando las formas en su registro mínimo para obtener credibilidad. Y en este proceso la perspectiva cobra un protagonismo crucial así como la simetría y las figuras básicas: rectángulos, triángulos, círculos. Y el cromatismo que termina por implementar en la obra ese acento simbólico que la hace tan peculiar.
La geometría se hace fuerte en la distribución angular de las formas y en la mediación de las diagonales para aligerar el peso de lo figurado y así fomentar el deleite de la contemplación. Aunque lo que otorga credibilidad es el oficio de una furtiva perspectiva que construye de manera musical –la persistencia de un movimiento- líneas de fuga y fruncidos, ondulaciones y danzas. También es muy especial el tratamiento de la luz, que no es otra cuestión que la modulación del cromatismo, la intensidad del timbre, la latencia y la vibración del color. Y es en los extremos donde se desentraña lo que nos cautiva de su obra, allí donde la luz es tan obstinada que las formas se aplanan y filtran la acuosidad que emerge y se adhiere a la superficie, desplegándose en leves tonalidades de un mismo registro. O cuando el rescoldo se va al fondo y desde allí refulge impenitente haciéndose sólido como una roca, con un acendrado temblor interno, posiblemente motivado por esa pincelada morosa, rítmica -de nuevo el eco de un lento movimiento- casi musical. Una pincelada que en principio pasa desapercibida pero que en las distancias cortas adquiere una presencia que condiciona la lectura de la obra.
Esta cuestión no es baladí porque adhiere a su pintura una plusvalía de la que no se puede ni debe prescindir, un añadido que acrecienta y retarda su recepción. A simple vista la suya es una obra que goza de una reputación esencialista, adquirida a golpe de renuncias, ya sean pormenores formales o florituras sintácticas. Tanto es así que la primera referencia que su propuesta me infundió fue la del norteamericano Richard Artschwager, que cultivó una obra sugestiva y seductora –a mitad de camino entre la escultura y la pintura pero en ninguna de sendas disciplinas- leída como pop, conceptual y minimalista. Quizá la razón de dicha filiación –Morales/Artschwager- me llegase más por la valencia simbólica de sus obras que por la reducción sintética de lo representado, que también, pero no hay más analogías posibles. No las hay porque en la pintura de Morales la pauta emblemática trasciende su condición meramente semántica y perfila una ruta que se adentra en la vivencia íntima de la tradición.
A ella acude al abordar ese espacio interior donde se manifiesta la pintura: el estudio. Una esfera privada, hortus conclusus, donde brotan las pasiones y florece el estilo, un ámbito que se reviste de la luminosa presteza de una epifanía. El artista se recluye en ese mundo grácil para vivir los momentos del tiempo, para urdir la trama de la vida como lo hicieron otros muchos artistas antes que él. Y así surge la escena, que evoca el estudio de San Jerónimo -también recluido entre los pliegues de la reflexión- tratado a lo largo de la historia por innumerables autores, tantos que aquí no vamos a dar cuenta de ninguno de ellos, aunque sí se hace necesario precisar lo que hilvana algunas propuestas. Morales se decanta por una serie de invariantes que son propias de los maestros de transición del gótico tardío y la pintura flamenca al espíritu humanista italiano del Quattrocento: el uso de la perspectiva como vector esencial de la representación, diáfana claridad compositiva y simetría en la organización del espacio. Y la luz opalina que adensa el aire hasta convertirlo en materia, compitiendo con formas que dan cuerpo al mobiliario –silla y mesas- y los libros.
Una luz que se hace fuerte en el interior pero que penetra desde una elevada ventana por donde también se filtra una resonancia que me conduce hasta Catherine´s room (2001) de Bill Viola [3]. Este señala como decisiva la impronta de obras antiguas [4] para configurar el trasunto que se desarrolla en la pieza: el paso del tiempo y el curso de la existencia. La obra tiene el aroma de los maestros renacentistas y resulta significativo que lo que en ella acontece discurra en el interior de la escena, es lógico que así sea, pero también en lo que se observa a través de una pequeña ventana elevada: la rama de un árbol. La luz de la mañana, el declinar de la tarde y la penumbra, el fulgor argento de la luna que se tamiza en la obra del norteamericano también son familiares en la pintura de Morales. Están presentes en las escenas al aire libre -de nuevo el tesón de un movimiento ofreciendo sostén a una estrella- y también en los libros, en la curva tensada de sus páginas que pasan como pasan los días, entre el cénit y el nadir, entre el alumbramiento y la oclusión, la vida y la muerte.
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[1] Salvo: De la pintura. Temple-Pretextos, Valencia, 1989. Pág. 76.
[2] Juan Ramón Jiménez: Eternidades. 1916.
[3] La obra se compone de cinco pequeñas pantallas planas que muestran el interior de una habitación durante distintos momentos del día y de la vida de Catherine.
[4] Hablamos de una predela de un retablo de Andrea di Bartolo (XIV) y de la luz de Johannes Vermeer (XVII) entre otras referencias.
Ángel L. Pérez Villén
Exposición. Desde 18 nov de 2023 / JMgalería (Javier Marín) / Málaga, España
Exposición. 17 dic de 2024 - 16 mar de 2025 / Museo Picasso Málaga / Málaga, España
Formación. 01 oct de 2024 - 04 abr de 2025 / PHotoEspaña / Madrid, España