Descripción de la Exposición
Pintura y escultura: linderos
(notas para una exposición)
Hace años que la pintura de Jacinto Lara dejó de ser la ventana desde la que parapetarse a contemplar lo que acontece fuera de sí, de la pintura y de quien la hace. Esa ventana se cegó y terminó convirtiéndose en un espejo de bruno azogue, un umbral, una puerta de las que se abren hacia dentro. La pintura comenzó a tratarse a sí misma y de paso permeó las inquietudes, anhelos y frustraciones de su autor, no sabemos aún si a su pesar (de la pintura) pero en cualquier caso a nuestro favor. Digamos que desde entonces la suya se nos antoja una obra confesional, no un simple ejercicio de estilo y eso siempre es de agradecer.
Convenimos en que se trata de una pintura ensimismada, aunque no lo es tanto como parece pues su razón de ser, que se funda en una cierta fenomenología del espíritu -para nada hegeliana, en todo caso lacaniana- trasciende el ámbito privado y se inscribe en una práctica antropológica que otorga sentido a la experiencia de la vida. Pintura significativa, labor necesaria y cotidiana: la pintura como aprendizaje, mecanismo hermenéutico que se retroalimenta: se pinta como se respira.
También hace años que la geometría comenzó a emerger en su pintura, primero esponjada en campos de color que hacían vibrar la composición por su temperatura y profundidad. Después morosamente surgieron formas puras, figuras espaciales imposibles o complejas y finalmente se diluyó dibujando el contorno de los planos. En esta tesitura nos hallamos. Hallamos planos monocromáticos pero no homogéneos, espacios superpuestos o aledaños, linderos en los que bajo la dominante cromática bullen numerosos matices que dilatan la percepción de la obra. Un confín tras otro, una sucesión de contigüidad, como los mantras que se repiten para favorecer la ascesis, para posibilitar la trama de la oración, el ejercicio ritual de los cuidados, el progreso de la ecuación de la vida.
Por ello la pintura y sobre todo la escultura de Jacinto Lara, dada su competencia para rebosar los límites físicos de la obra, consuman una operación de señalamiento, de acotación del espacio. El artista opera como agrimensor, distribuyendo cotas y calas, plomadas y masas y líneas de fuga sobre la piel de la representación, quizás con la intención de destacar el capricho riguroso de la naturaleza, que construye mundos posibles en la lengua franca de lo fractal. Se percibe cierta fijación por este adiestramiento espacial en el que fermenta la mirada, preámbulo de la visión que emerge entre planos, moradas compartidas, pasos en la rutina del laberinto, fases del pensamiento: se pinta sin manos, como se sueña.
Pinturas que necesitan de la luz precisa para desplegarse ante nosotros y pasar de la mera imagen en dos dimensiones a la experiencia del umbral. El cuadro franquea el acceso al jardín interior donde florecen la emoción y los pesares, los deseos y las frustraciones, los gozos y el duelo. Destellos de ese fuego interno que se deja ver a través de las texturas cuando la oscuridad permite que florezca la penumbra. La escultura repta con su sombra y se deja seducir por la ligereza de lo primordial dibujando al natural los pliegues del tiempo. Aquí se nos requiere cierto compromiso en el aprendizaje del manejo si no de la lucidez, al menos de las hipótesis. Así que préstate a pensar con determinación qué camino tomar.
Angel L. Pérez Villén