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TNF-VLC

Exposición / Sala La Perrera / c/ en Plom, 9 - 1º / Valencia, España
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Cuándo:
Desde 11 jun de 2010

Inauguración:
11 jun de 2010

Organizada por:
Sala La Perrera

       


Descripción de la Exposición

Artistas: Lena Peñate y Juan José Valencia, Damián Rodríguez, Noelia Villena, Claudia García, Arístides Santana, Adrián Martínez, Óscar Hernández y Beatriz Lecuona, Daniel Ferrer, David Ferrer, Davinia Jiménez, Maria Laura Benavente, Moneiba Lemes, Néstor delgado, Israel Pérez y María Requena, Raúl Artiles, Ricard Trigo, Javier Corzo y Rayco Márquez, Drago Díaz, Ramón Salas.

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Durante décadas (quizá siglos) la historia del arte se ha escrito siguiendo un ?guión espacio temporal? de carácter lineal. Las metrópolis ocupaban un lugar central que irradiaba influencia, siguiendo una (de)gradación espacial que tenía una traducción temporal: las capitales estaban en hora, las provincias estaban tanto más ?atrasadas? cuanto más se alejaban real o intelectualmente de las primeras. Podía cuantificarse perfectamente el desfase cultural de Valencia o Tenerife con sólo cotejar los ?ismos? que practicaban en un momento dado los artistas locales con el año en que estos aparecieron por primera vez en París. Podía incluso calcularse el nivel de ?degradación? de esos modelos. Por supuesto, el criterio de valoración de las producciones ?excéntricas? -obligadas a un mimetismo que, paradójicamente, en la capital se reprobaba- estaba en proporción directa con su grado de fidelidad a los modelos metropolitanos y en proporción inversa al tiempo que tardaban en asumirlos. Este criterio se apoyaba en concepciones muy arraigadas en nuestra cultura, desde geográficas (?todos los caminos llevan a -o vienen de- Roma?) a metafísicas (el alejamiento de la idea original -del origen- implicaba una progresiva pérdida de esencia). Posiblemente, la más poderosa de estas presuposiciones fuera la fe en el progreso, que dictaminaba que las formas más modernas se encontraban más cerca de un futuro cuya benignidad no se ponía en duda.

 

(Curiosamente, la metrópoli dispensaba una gran atención a la periferia, filtrada eso sí por un exotismo que la extraía de la historicidad para situarla en unos orígenes míticos que se ponían en relación con la propia autenticidad del artista por el pintoresco proceso de vincular lo más lejano en el espacio con lo más primitivo en el tiempo y esto último con lo más esencial del individuo. Este salto del centro a la periferia eclipsaba el territorio intermedio de las provincias, que no gozaban de la actualidad histórica del centro ni de la alteralidad antropológica de la periferia).

 

Ni que decir tiene que todas estas construcciones intelectuales resultan hoy insostenibles: hace tiempo que sospechamos que el progreso nos acerca más al colapso que a la plenitud. Ante la más que probable expectativa de tener que cambiar de rumbo 180º es plausible que el más atrasado se encuentre en una inusitada situación de privilegio. A mismo tiempo, la imagen de una capital distribuyendo productos a escala planetaria se parece sospechosamente al modelo de una economía insostenible que clama hoy por la relocalización. Paralelamente a todo ello, periclita la idea de la obra de arte como relicario de una verdad universal e intemporal o de una necesidad histórica, a favor de la concepción de la producción artística como un artefacto retórico vinculado a un espacio y un tiempo definidos: la obra ya no nos proporcionaría un instante de eternidad sustraído de la fugacidad del tiempo y la circunstancialidad del espacio sino un ejemplo de una manera concreta de posicionarse en un momento y en un lugar dados. Tanto este repliegue espacial como el anacronismo temporal están exentos de contenidos endogámicos o nostálgicos. La creciente preocupación por lo local no impide la apertura a otras soluciones planteadas en otros espacios y tiempos, sólo replantea el flujo de las influencias en un escenario menos jerarquizado espaciotemporalmente: ya no todos los ejemplos tienden de forma centrípeta hacia la capital y la actualidad, sino que pueden articularse mediante trayectos que circunvalen por vías secundarias unos centros cada día más colapsados y desquiciados.

 

El centro no ha perdido su prevalencia, pero sí su legitimidad: sería ingenuo suponer que no seguirá irradiando modas culturales, pero estas, lejos de suponerse más avanzadas o auténticas se presumirán, en su obsesión por marcar tendencia desarraigada, más espurias y falsarias. Presumiblemente, más o menos obligados por la crisis, los centros de arte supuestamente descentralizados dejarán de actuar como franquicias de los grandes centros de diseño cultural y comenzarán a asumir que su papel local deberá alternar la importación de las corrientes metropolitanas con la creación de vías de circunvalación periférica.

 

En su artículo ?Provincialism? (Moments of vission), Kenneth Clark localizaba la ?fortaleza del artista de provincias? en su capacidad de ?cortar con las sofisterías que protegen un arte autolegitimante. Esta repentina aplicación del sentido común a una situación que había devenido sobre-elaborada ha sido reconocida desde la antigüedad como el mayor logro provincial?. Hoy más que nunca lo que últimamente se conoce maliciosamente como la ?retórica de la resistencia? -apoyada en argumentos ?políticamente correctos? pero desplegada en eventos pasados de escala, carísimos y desubicados- clama por ejemplos de ?sentido común? capaces de vincular escenas articuladas de diálogo y elucidación cultural por mecanismos que no sólo pongan en valor la tan despreciada aquilatación de costes y beneficios sino otra concepción de las relaciones entre territorios sustraídas a la creciente competencia entre ciudades.marca que aspiran a convertir el territorio en espectáculo y a sus propios ciudadanos en turistas en su tierra.

 

No otra cosa representa esta exposición. El encuentro de dos colectivos de creadores que gestionan un local vinculado a una localidad con la intención de establecer entre ellos una red capaz de sortear una situación ?sobre-elaborada? en la que el ruido invita a olvidarse de las nueces. Este encuentro está marcado por una carencia de medios que nos avoca, gozosamente, a hacer de la necesidad virtud. Vivimos un complejo escenario de crisis -financiera, sistémica, moral e incluso civilizatoria- que, no obstante, puede diseccionarse con preguntas simples y directas. Una de ellas bien podría ser: ¿se puede hacer arte sin un duro?

 

Esta es la pregunta que articula esta la exposición. Su mera inauguración certificaría, por lo tanto, que es posible. Pero la cuestión, siendo retórica, no deja de tener cierta miga si nos preguntamos no sólo si podemos hacer esta exposición concreta en La Perrera -con piezas enviadas por correo postal o electrónico, con buena voluntad, alto nivel metafórico y bajo coste de producción- sino si podemos ?hacer arte? sin un duro en el entorno altamente competitivo y profesionalizado en el que se desarrolla en la actualidad esta actividad. No ya sólo producir piezas o exposiciones que compitan con el nivel de espectacularidad al uso, sino mantener el ritmo de gastos que exige una actividad cada día más basada en contactos globalizados que exigen la dedicación exclusiva al ?self-branding?.

 

Si estamos más o menos de acuerdo con el sombrío diagnóstico de que no es probable seguir creyendo en esa justicia histórica capaz de convertir en el mejor artista del siglo a un individuo retirado (por otra parte entre París y Nueva York) y consagrado a jugar al ajedrez, hacer esta exposición sólo podría significar que, en el fondo, confiamos en su funcionamiento como una inversión estratégica en futura visibilidad en virtud del creciente interés institucional por los grupos que actúan relativamente al margen de las grandes vías de promoción. O quizá, sin tanta ansiedad estratégica, realmente pensemos que una actividad ?low cost, low tech, low skill? puede servir para desencadenar un espacio intersubjetivo de elucidación crítica de los paradigmas que sustentan las prácticas institucionales, no con el ingenuo fin (no exento de cinismo) de derrocarlos sino con el objetivo, igual de ingenuo (pero más candoroso), de relacionarnos con una realidad intrascendente (por superficial pero también porque no hay otra hacia la que trascender) de una forma algo menos condescendiente y, quizá, algo más responsable.

 

Quizá podamos pensar que esa forma de gestionar ?el romanticismo que aún nos queda? (como reza el título de una exposición que están montando alguno de los participantes en esta) en un formato alternativo al binomio ?artista demiurgo / obra aurática? (también en su vertiente cínica: ?artista estrella / obra espectacular?), pueda hacer coexistir la más que justificada preocupación por la coyuntura de nuestro modelo económico y de vida con una práctica simbólica desprestigiada que cada día le exige más descaradamente al artista que cruce la difusa línea entre el arte y la vida -y se convierta en un activista- o se consagre al debate analítico y conceptual -y se convierta en un crítico o un comisario-. En este peñasco en mitad del Atlántico un grupo de personas lleva años realizando de manera natural y poco estratégica ?practicas relacionales? en un entorno donde coexiste el aprendizaje y el juego, el esfuerzo y la gratificación, la concentración y la relación. Han realizado decenas de actividades intersubjetivas en entornos colaborativos, movidos por una mezcla de afición, afecto personal y respeto profesional, sin necesidad de ponerse un mono azul o un número a la espalda para ilustrar ?el concepto? de algún comisario gurú de la crítica institucional(izada). Han creado un ecosistema más afecto a la biodiversidad que al pensamiento único en el que, sin embargo, sería realmente difícil reclamar legítimamente cualquier tipo de copyright. Presumo que ese grupo de gente entiende que es compatible superar el modelo narcisista del arte sin dejar de hacer una obra propia, y supongo que lo hace desde el convencimiento de que esa obra no es tan propia, sino el resultado de una interlocución con muchas otras que cataliza, sin embargo, en un ejemplo honesto, ?una manera de hacer, que se presenta a su vez a un interlocutor no para que este busque el significado de la pieza sino para que encuentre argumentos sobre cómo enfocar su propio trabajo, para alterar este enfoque o para afirmarse en él. Un trabajo que no es otro que el de delimitar un estilo de vida y pensamiento (no a partir de la superación de las barreras sino mediante la definición de los límites).

 

Hoy el fondo sobre el que se recorta la figura no es un paisaje natural (identitario) sino social. Nos reconocemos y nos hacemos reconocer por relación a un paisanaje de hombres-anuncio que irradian modos de socialización basados en una imagen que hace tiempo anida en los cuerpos y sus hábitos. Como el fin del mundo (capitalista) está próximo, conviene imaginar formas alternativas de vida que, si no queremos que vengan impuestas, deberán fundarse en la capacidad de seducción de modos de actuar más austeros. Si este diagnóstico tuviera algo de cierto a lo mejor merecería la pena hacer arte sin un duro aunque sólo fuera por ver si esta forma austera, localizada, descomercializada, instructiva, lúdica, creativa y ?relacional? de reconocernos puede tener alguna dimensión proactiva al menos en nuestro pequeño ámbito de influencia

 

 


Entrada actualizada el el 26 may de 2016

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