Descripción de la Exposición En 1961 L´Architecture d'aujourdhui era -todavía- una de las más prestigiosas revistas de arquitectura del mundo. El número de mayo de ese año dedicaba la portada a una estructura tridimensional creada por la adición de módulos tetraédricos. Su autor: Miguel de Oriol, un joven arquitecto español recién regresado de Yale University. Aunque por esa época ya había construído algunas obras verdaderamente notables, la publicación francesa no se hacía eco de ninguna de ellas, sino de una investigación totalmente extradisciplinar, puramente plástica. Esa estructura era, en efecto, una escultura. Desde entonces, Miguel de Oriol ha dedicado su vida profesional a la arquitectura y al urbanismo y por ellos es conocido. Sin embargo, fuera de escena, ha seguido cultivando aquella pasión por la escultura con una constante dedicación secreta, cuyos resultados hoy nos presenta. Disfrutémoslos. Para ello han sido pensados. Y luego realizados. Porque estas esculturas son claramente fruto de una mente arquitectónica, que proyecta primero para después construir. Ruber de Ventós ha formulado una de las más bellas descripciones del continuo entrelazarse de actitudes contrastantes en la historia de la cultura: 'El arte,-dirá- como el hombre, se debate entre dos polos opuestos: la belleza de la serenidad absoluta y la fascinación del abismo'. Hermosa redefinición de los d´orsianos espíritus apolíneo o dionisíaco, fascinados por la razón o entregados al sentimiento. En realidad, las diversas clasificaciones por adscripción en términos de opuestos han hecho fortuna en todos los ámbitos del quehacer humano: idealistas frente a realistas, clásicos o barrocos, racionales y patéticos, apocalípticos e integrados, belcantistas contra wagnerianos... No existe fenómeno o actividad humana que no haya sido, o pueda ser, encuadrada en un catálogo de dualidades. Algo, sin duda, extraordinariamente didáctico. Pero el precio que se paga es el de un posible reduccionismo simplista, que olvida los matices a favor de un encaje sin detalles en un grupo determinado. Los arquitectos sabemos bien cuan inseparablemente deben ir de la mano poiesis y techné, ideación y ejecución. El artista puede permitirse el lujo de arrojarse en brazos del pathos. El arquitecto que renuncia al logos deja de serlo. Razón y sentimiento son igualmente convocados por la arquitectura para evitar la ocurrencia banal o la función muda. En arquitectura, emoción sin estructura lógica es puro capricho. Miguel de Oriol nos propone disfrutar con construcciones lógicas realizadas con sentimiento. Estamos frente a un proyecto racional y una construcción voluptuosa. O, si se quiere, un intento de aunar lo mejor de los dos mundos: la razón de la pasión. El cuadrado -o su derivado, el cubo- es, posiblemente, la forma geométrica primaria favorita de los arquitectos. Muchas de las obras que hoy contemplamos parten de un cuadrado que se manipula mediante cortes y dobleces, en operaciones racionales de extraordinaria eficacia emotiva. La rotunda, elemental y plana geometría del cuadrado deviene barroca curvatura, superficie compleja e inabarcable, que ofrece perspectivas insospechadas. Estas obras, resultado de forzados equilibrios entre tensiones internas, deberían contemplarse en movimiento. Parecen haber sido ideadas para exigir del espectador visiones dinámicas. O, por el contrario, para que se muevan ellas mismas, lentamente, alrededor de sus sutilísimos elementos de suspensión, que las mantienen colgadas en desafío a la gravedad. He aquí otro factor que nos remite a la filiación arquitectónica de estas obras. Condición de la materia es el peso. La investigación sobre la levedad, sobre las diversas posibilidades de vencer la gravedad, es un método adecuado para afrontar la historia de la arquitectura. Ya sea mediante los estructurados y complejos andamiajes góticos ya sea con las imponentes, aplomadas fábricas iluministas, el trabajo del arquitecto es perfecta imagen de la icárica contienda humana por la liberación del peso. Nosotros, que hemos de transformar materia pesante en belleza usable, sabemos bien cuánto hablar de gravedad es enfocar otro aspecto medular del proyecto arquitectónico. Muro, pilar, columna, dintel, arco, bóveda, cúpula, estérea, mallas tridimensionales... una continua lucha por elevar el peso, por hacer leve la materia, por desmaterializar lo construído. En estas esculturas la ingravidez es protagonista. Tanto las suspendidas como las realizadas mediante mallas tridimensionales exploran el vértigo del equilibrio insospechado con admirable eficacia. Pero su belleza se basa en una ecuación. Hay un cálculo previo que racionaliza el asombro. Por ello su fascinación se inserta en la disciplina. Como la arquitectura. La tentación de buscar correspondencias entre su actividad profesional y su pasión secreta es irresistible. Hagamos caso a Wilde: venzámosla cayendo en ella. Si tuviera que elegir una obra, sólo una, entre la proteica oferta de Miguel de Oriol, no lo dudaría: los edificios de los Estudios Guipuzcoanos. Durante muchos años, el icono de la nueva arquitectura en San Sebastián ha sido el campus universitario de la Compañía de Jesús. Ni siquiera la bárbara mutilación que recientemente le ha privado de una de sus emblemáticas torres consigue reducir el impacto, la fuerza del complejo edilicio. Visto desde el aire, el aleteo de sus quebradas cubiertas inclinadas remite inexorablemente a las experiencias plásticas. Las maclas de sus plantas, los pliegues de sus torres, las complejas tramas que subyacen al conjunto se entienden mejor hoy, cuando ya nos ha desvelado su secreta investigación. He paseado emocionado sus espacios disfrutando de la experiencia pura de la arquitectura. He comprendido la plasticidad extrema de la torre de la iglesia ascendiendo la escalera enroscada en los muros que se disuelven en el cielo: nada más lógico ni más expresivo. He sospechado el guiño cómplice, la alusión teológica del triángulo en planta de la iglesia. He intuido la lógica de que el módulo triangular se desborde en el conjunto, informando todo, pero solo hasta donde no se haga insoportable. Oriol sabe perfectamente que transgredir el orden y las mallas cuando atentan contra la libertad o la lógica es condición de sensatez. Las casas Wakonigg y Paternina y las capillas de Torrejón o Alcántara hablan el mismo lenguaje. En un registro diferente, las residencias Hachuel o Santos y la exquisita restauración del Monasterio de Alcántara -que durante muchos años ha sido el más admirable ejemplo de intervención en un conjunto histórico con criterios contemporáneos- son todas obras excepcionales. Con frecuencia sus propuestas han sido polémicas. Como toda persona inteligente, Miguel de Oriol ama el debate. Pero además disfruta con la provocación. Soy testigo privilegiado de ello. No pocas veces nos hemos enzarzado en discusiones realizadas por el puro placer de discutir. Polemista pero civilizado, culto y cultivado, definidamente antidogmático pero radicalmente displicente ante lo 'estúpidamente correcto', siempre es un placer ejercitar con él asaltos dialécticos, con la ironía como arma principal. Nuestro principal punto de desencuentro es la diferente concepción del ámbito académico --y su función-, que a su juicio ha sido secuestrado por los gurús de la intelligentsia, desvinculándolo de una realidad que desconocen. Su desprecio ante los 'guardianes de la ortodoxia', público y publicado, se corresponde con el simétrico ninguneo con que le obsequian los archimandritas de la esencias puras. Lejos de preocuparle, ese maltrato le divierte y estimula. Acentúa las distancias con una actitud de displicente gentleman, ligeramente cínico y un punto incordiante, que contrapone al -según él- cerril dogmatismo de los profesionales del dogma. Un detalle que, a mi juicio, explica bien su carácter: no suele hablar de belleza refiriéndose a sus obras. Gusta de calificarlas, como mucho, de 'guapas', La opción por el adjetivo castizo no revela -estoy convencido- una actitud de indiferente distancia frente a ella. (Toda su vida, en lo personal y en lo profesional, ha sido un elegante cortejo a la venustas) Por el contrario, habla del pudor de quien ama tanto algo que lo reserva para definir solo lo sublime; no osa ni pronunciar su nombre para describir realidades menores. Temo que lo use para distanciarse más de 'los de la Escuela', o al menos de aquellos 'de la Escuela' que aún utilizamos categorías fuertes como Verdad, Bondad o Belleza. Bien. Entre mis fracasos cuento no el de no haberle convencido (todavía, espero) de lo infundado de sus temores y lo inexacto de sus recelos. Curiosamente, quienes en el ámbito académico defendemos la necesidad de puntos de apoyo disciplinares -nada que ver con dogmas, por favor- sabemos que esta postura es perfectamente compatible con una actitud respetuosa ante lo diferente. Que lejos de estar desconectados de la realidad, la reconocemos poliédrica y ambigua. Que somos especialmente sensibles al disfrute de esas actitudes 'intermedias', de esos ámbitos mestizos difícilmente definibles en términos taxonómicos. Que nos interesan las poéticas que buscan la sugerencia antes que lo incontrovertible. Que respetamos -aunque no las compartamos- las que defienden la mezcla sobre el purismo; los que se lanzan a explorar la geografía de la transgresión; los que exploran movimientos efímeros y ambiguos, contradictorios y complejos, experimentales e inseguros, pero ciertamente enriquecedores e intelectualmente fascinantes. Hay una norma de retórica (y de educación básica) que exige a todo aquél que ose tomar la palabra o la pluma tres condiciones: tener algo que decir, hacerlo rápidamente y largarse cuanto antes. Espero no haber transgredido la primera si bien temo haber conculcado la segunda. Cumplamos la tercera sin dilación. Aunque no sin esbozar un último apunte. Entre las muchas cosas que destacan en la rica vida profesional y humana de Miguel de Oriol hoy subrayo una: nunca nada le parece bastante. Siguiendo el terenciano 'nada de lo humano me es ajeno', combina una profesión exigente con una vida social agotadora; caza y juega al golf; escribe y habla sin parar; conoce a fondo España y ha recorrido el mundo; sabe de vinos y da cenas inolvidables; es capaz de fascinar a los políticos y embaucar a los amigos; disfruta igualmente la tensión creativa de la ciudad o el reposo contemplativo de la naturaleza... Y ahora, encima, nos descubre otra cara de su poliédrica personalidad: hace arte. Esto empieza ser, querido Miguel, lo más parecido a competencia desleal... Ignacio Vicens y Hualde Dr. Arquitecto Catedrático de Proyectos de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura Universidad Politécnica de Madrid