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Taller 1997 - 2007

Exposición / Cornión / La Merced, 45 / Gijón, Asturias, España
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Cuándo:
14 mar de 2008 - 09 abr de 2008

Organizada por:
Cornión

Artistas participantes:
Pelayo Ortega
Etiquetas
Pintura  Pintura en Asturias 

       


Descripción de la Exposición

Hay lugares en los que siempre hay luz, ya estén atravesados por la noche o ataviados de invierno y niebla. Son geografías inyectadas de tan poderosa energía que no hay pulso ante el que se vean apagadas, ni decadencia que las pueda en duelo. Son mapas que se desdibujan las fronteras, que se desprenden de ligaduras, vestidos y límites, creciendo con tal imperio que la razón se rinde para someterse a su nuevo gobierno. Son playas a las que llegan la paz de otro tiempo, el sol del nuevo día, los crepúsculos pasados, los que se anuncian mañana, el sabor de muchos versos y el color de muchos sabios. Orillas infinitas en las que desemboca como espuma alborotada, ancha, muy ancha y juguetona, la virtud de la sorpresa que no cesa. Así es la pintura de Pelayo Ortega, un lugar, al fin, siempre encendido. Un lugar que ilumina las estancias. Que lo hacía ya desde sus 'encarbonadas' pinturas negras, alimentadas de una renuncia filosófica a los viajes ya transitados, de una búsqueda constante del punto cero, del espacio inmaculado de partida. Una renuncia y una búsqueda tan anheladas como imposibles, pues el pintor de Mieres que se ha dejado habitar por Gijón sabe desde el comienzo de todo que "depende de la historia".

Siempre ha habido luz en Pelayo Ortega, como siempre ha habido una necesidad de instalar sus lumbres mirando hacia delante, de marcar nuevas pautas limpiando el sendero, purificándolo de huellas superfluas, de nidos extraños. Simplificando, aunque sólo en apariencia, el trazo de sus pinceles, el esfuerzo de sus formas, volviendo a reinventarse a cada paso. Una y otra vez.

La exposición de la que estas páginas quieren dejar constancia como una nueva cita con la ciudad de sus telas, recupera una época a la que el pintor llega habiendo trazado y superado varias etapas. Etapas que no quedan atrás por estar quemadas. Muy al contrario. Cada quiebro que Pelayo Ortega ha hecho en su intensa travesía se ha producido en momentos de máximo fulgor en su conversación con el lienzo, abandonando tierras aún habitadas, aún fértiles, en un gesto de absoluta valentía, de magnífica honestidad consigo mismo, con la conciencia del indagador al que satisface el camino y no gustan las paradas. Quizá quedarse quieto, amparado en la bondad del terreno marcado en sus lindes por el triunfo, es para Pelayo como pegar los dedos a la llama haciendo desaparecer su calor, su energía y, finalmente, su luz.

Esta retrospectiva ofrece una mirada a los últimos 90 y llega hasta el presente con dos piezas, un cartón y un papel de 2007, dos interiores muy significativos porque representan el canto continuo del pintor hacia la pintura en cuya historia se mira, en cuyas entrañas observa sus propios horizontes. Un canto que en conjunto titula simbólicamente 'Taller', como varias obras de esta selección, porque es ahí donde se cierran sus círculos concéntricos, donde sus manos se vuelven pintura y donde su pintura se vuelve homenaje a la pintura y sus acentos.

Cierra con estas pequeñas obras todo un ciclo, que en sus comienzos ya ha dejado muy lejos la serie negra de la que este catálogo se hace soberano eco con un cuadro de 1984 titulado 'Anunciación', por cierto también una representación del pintor y su taller. Narra esta muestra de Cornión un periodo que se abre cuando ya son pasado (aunque un pasado que asoma su gesto regularmente) la paleta de violencia teatral y el crepúsculo como escenario y espíritu. Cuando se han quedado atrás, por tanto, la provincia enlutada y también la idealizada de azules cobalto, que fue abandonando a la vez que los ochenta dejaban la década. Se va desprendiendo Pelayo Ortega de la materia que le sobra, postulando la reducción de las formas a lo puramente elemental, al 'menos es más' de Mies van der Rohe, aun siempre con su propia filosofía mágica, que anida la sorpresa de estos años, la explosión del color y la gran entrada en escena de la escena misma. Pelayo abandona en cierto modo las calles y encierra con especial devoción su energía en interiores, en talleres metafísicos, en los que busca, probablemente, el camino a casa.

Fueron muchos los renaceres de los noventa, como lo fueron las depuraciones, pero también los símbolos mantenidos. Se quedan en el cuadro su cartografía, plagada ya para entonces de inocencia y sabiduría a partes iguales, y el paseante que cruza sus calles haciendo estrofa con su propia pipa y dibujando, a veces, un heterónimo de Pessoa, a veces, un recuerdo al Piñole que pintaba la revolución del 34 (Pelayo ha reconocido que hay más homenaje a su padre pictórico gijonés y a su querido poeta de Lisboa, que autorretrato en el 'peatón fugitivo' de sus pinturas).

Sobreviven también al maremagno que fue la última década del siglo XX el tiempo en los relojes -arquitectura interior y también escenario y apoyo epidérmico y reflexión ética- y la lluvia, tan presente en su paleta que ha llegado a ser motivo único. Una magnífica obra blanca sobre blanco, en la que llueve con agua de primavera, de gota enorme y deseada, pintada en los primeros noventa ejerce ejemplar evidencia de esa querencia infinita.

Hombre y lluvia, tiempo, casa y tierra son marcas, en éste y en todos sus ciclos anteriores, de una poética que lleva moldeándose en sus manos más de tres décadas. Síntomas de una comprensión metafísica del arte, que busca hallar la cuestión esencial, que se comporta como espejo de la vida pensada, vivida, saboreada y dolida. Signos a los que se adhieren nuevos elementos, que son ya señas de identidad, iconografía básica de su diálogo con la pintura.

Una silla casi siempre desocupada, pero nunca vacía, en la que descansa un sólido discurso de ausencias, presencias y equilibrio pictórico. Una silla que puede ser la única huella figurativa de un taller orientado al mediodía de la abstracción, que tiene, además, algo de asiento del que mira la propia pintura desde dentro del cuadro, y que es, a la vez, una sutil invitación a participar de sus luces. Una escalera que marca el rigor del ascenso, que secciona los puntos cardinales del lienzo, que impide, en algunos casos sin peldaños, pensar al que observa siquiera en aproximarse a la meta más alta, que vuelve, en todo caso, a implicar al espectador en sus entretelas. Y en medio de esos signos, guiños y pensamiento ilustrado, flotando como una nube impenitente, dibujada con humo de pipa (otro de sus iconos) o de chimenea, solidificada en un mapa de estrellas, atrapada entre los rayos de una rueda de bicicleta, en una tarde de verano o de infierno, en un horizonte que quiere incendiar de luz el cielo del cuadro o en un coche que ronronea blues, en medio de todo eso, la música. Una música como metáfora de continentes elevados. Una música naranja, azul y negra, amarilla, desenredada, rotunda y deliciosa, que, además, deja oír el mar, porque suena en esta ciudad marítima y "laberíntica", como dice el mismo pintor.

Es su música, como son sus convulsas emociones las que respiran bajo campos de pintura y enigmas, entre éxtasis, geometrías, orquestas invisibles, tiempo, espacio y un piano de cola casi inadvertido. Es la música de Pelayo, el creador de finisterres, en cuyas orillas vuelve a renacer el mundo al óleo. El pintor que versifica la vida propia y traslada la emoción de un viejo bardo al recuerdo de un amigo o el poema de la historia a sus colores más sinceros. El que puede sintetizar el universo en trazos mínimos y someterlo, luego, con el tiempo, con el siglo, a varios soles intrincados de pintura, bajo los que siembre, siempre, hay luz.


Imágenes de la Exposición
La cobra se retuerce

Entrada actualizada el el 26 may de 2016

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