Descripción de la Exposición Pintar en blanco Con la industrialización el concepto de naturaleza adquirió una significación nueva, se convirtió en el lugar primigenio que no había sido hollado por el devastador empuje de la industria, la mecanización y la ciudad. Resurge así el mito de una Edad Dorada que la imaginación europea visualiza como tranquilas praderas con vacas pastando, rebaños de ovejas y pastores. Lo agrario adquiere un nuevo valor, no ya como espacio económico de producción de alimentos, sino como mito de una pérdida irreparable, todo aquello que el humo de las fábricas ya no permite ver. El paisajismo de Constable surge precisamente en el momento de auge de la industrialización, un escenario modesto y monótono, con su canales y campos y los hombres camino de sus ocupaciones cotidianas, sus animales de granja. Algo que comienza a convertirse en un ejemplo moral de sencillez y rutina frente a la frenética actividad de la ciudad. La representación de lo natural en el paisajismo del XIX no implica tanto la representación de espacios reales como la nostalgia de una pérdida irreparable: el mundo rural y sus valores que ceden ante la invasora presencia de la industria y la mecanización. La vida en la ciudad. Las banales imágenes de documentales sobre Naturaleza vienen a cumplir en la sociedad post-industrial un papel semejante al de la pintura paisajística en los comienzos de la Revolución industrial: habitar el sentimiento de pérdida. Estas imágenes tan próximas, tan intrascendentes, tan prescindibles, adquieren un nuevo aura cuando se transforman en pintura. Sin embargo, los paisajes nevados de Santiago Ydáñez poco tienen que ver con este sentimiento de Paraíso perdido. Si los situamos en contexto -tanto desde el punto de vista de su trama pictórica como en el resto de los temas abordados en esta exposición- tienden siempre a una identificación de lo visible en clave pictórica. Cisnes, paisajes nevados... la belleza inmaculada concentrada en la blancura del ave; la imagen sublime del paisaje desaparecido bajo la capa de nieve: por un instante tenemos la sensación de encontrarnos ante un romántico centroeuropeo. Pero continuamos el recorrido por los cuadros y aparece un inmenso conejo en primerísimo plano, observándonos inquisitivamente. O un pequeño perro, también blanco. Y otras aves y mamíferos a duras penas surgidos del lienzo blanco. Ya no sólo romántico, quizás estamos ante un pintor analítico, una improbable resurrección figurativa del Malévich suprematista. Seguimos mirando y aparecen murciélagos, lagartijas, santos de mirada vidriosa y caemos en la cuenta de que todo era un espejismo: ni romanticismo del Norte ni suprematismo del Este, más bien estamos ante un artista promiscuo del Sur que, en su indiferencia programática por los modelos -cisnes, santos, paisajes ¿qué mas da?- se refugia una actitud sarcástica que descree de cualquier forma de jerarquía. Un descreído del Sur que en un inverosímil tour de force, en lugar del pozo intenso del negro, busca la expresividad refulgente del blanco. En las plumas del cisne o en el pelaje del perro, en sus dientes brillantes, en la nieve posada en las colinas descubrimos el eco de la espuma de afeitar que cubría el rostro de sus célebres autorretratos: el blanco que marca, como un grado cero de la pintura, su brillo final antes de la desaparición o quizás su futuro instantes después de su nacimiento. En todo caso una pintura que no quiere violentar el lienzo, esas telas de gran formato en las que inmensas figuras en primer plano recuerdan la pantalla de cine. Santiago Ydáñez pretende unir lo irreconciliable, la tradición realista-barroca de la escuela española por una parte, junto al paisajismo romántico de herencia norteña, quizás para demostrar en la práctica que ese pretendido carácter irreconciliable pertenece al pasado y que las referencias modernas de su pintura son capaces de aunar cualquier fuente, por muy dispersa que ésa sea, desde la tradición de la alta pintura de diferentes procedencias, hasta la fotografía documental, pasando por la publicidad o los géneros históricos del retrato y la naturaleza muerta, con el objetivo de una obtener una nueva manera de habitar en el cuadro. Mirada de estatua Hace ya bastantes años recogí en un texto titulado Perros, niños, una declaración de Santiago Ydáñez que en aquel contexto resultaba paradójica, pero que con el paso del tiempo y el desarrollo de su obra ha acabado adquiriendo un significado muy preciso. En aquella ocasión había dicho: 'Me gusta pintar niños porque su mirada es la más parecida a la de los animales'. Los cuadros a los que se refería representaban niños recién nacidos, sin experiencia, sin mirada; en su aspecto más inhumano o, para ser más exactos, aún no humano. Diez años después pinta animales y la frase es perfectamente reversible: 'Me gusta pintar animales porque su mirada es la más parecida a la de los niños'. Algunos de estos animales, lagartijas o murciélagos, aparecen en el encuadre sujetos por una mano humana, señalando una relación de tamaño y dependencia: animales de laboratorio para investigación o quizás un repertorio de mascotas hogareñas de pesadilla. En otros de mayor tamaño, osos o ciervos, se confirma la sospecha inicial sobre su inquietante aspecto: se trata de animales disecados, vueltos a la 'vida' a través de un proceso de vaciado/relleno, una tecnología de representación que los hace aparecen como ready mades patéticos que en nada se asemejan a su referente. En ambos tiempos, lo que predomina es un sentimiento de extrañeza hacia lo próximo -unheimlichkeit, según Freud- que se acomoda en relaciones delirantes, en una proximidad genética que desalienta la supremacía humana. Y la extrañeza provine precisamente por la promiscuidad entre ser humano y animal, entre naturaleza y cultura, una forma desquiciada de fábula en la que los animales han dejado ya de encarnar un contenido moral y simplemente se aproximan a lo humano en forma de trofeos. Esta promiscuidad se muestra no tanto en la indiferencia distanciada con la que el artista aborda uno y otro motivo, o en la aparición simultánea en la misma exposición, sino más bien en la identificación del tejido pictórico, una forma de representación tan similar, tan identificable, que nos recuerda fatalmente nuestra inconfesable fraternidad, la práctica identidad del mapa genético. En cualquier caso, se trata de observar miradas en el límite de lo inteligible: miradas de bebés, miradas de animales, miradas apagadas de estatuas, es decir, miradas de aquello que aún no ha sido cargado por el peso de la cultura, de aquello regulado por un instinto imperativo, de aquello, en la mirada de las estatuas, que no es más que una interpretación -una visión- de una mirada humana construida en madera. Uno de los problemas con los que se enfrentaron los escultores clásicos era la representación de la mirada en sus impecables estatuas de mármol blanco. Sin embargo, la presunta 'ceguera' de aquellos atletas y dioses quedaba en un segundo plano ante el esplendor físico del cuerpo. Por eso los imagineros españoles del siglo XVII, quizás la escuela de escultura más anticlásica de la tradición occidental, tenían especial interés en perfilar la mirada con la mayor intensidad: el odio y la brutalidad del soldado que golpea a Cristo con un látigo, los ojos vidriosos de la Madre, la compasión de los discípulos... Los escultores conseguían esta profundidad dramática fundamentalmente a través de la policromía, es decir, de la pintura. Pero cuando estas estatuas son a su vez pintadas por Santiago Ydáñez, con su distanciado sarcasmo, vuelven a mostrar miradas ciegas, vacías, animadas en todo caso por el pálido reflejo de una esfera de cristal: estatuas clásicas vaciadas y vueltas a rellenar. La mirada mística, la intensidad absoluta de la imaginería barroca se identifica en inexpresividad con ese conjunto de agujeros negros -ya que resulta difícil hablar de mirada- de su gran bodegón de sardinas que pintó hace un par de años: presencia ciega del ojo, grado cero de la mirada. En definitiva, poca vida hay en estas figuras, más bien rastros, indicios de que algo palpitaba tiempo atrás en lo que ahora se muestra. Pues estas imágenes, a pesar de ser pinturas, tienen, en el sentido que les dio Barthes, una doble condición fotográfica: no sólo muestran aquello que ha muerto, sino que parecen centrarse precisamente en este aspecto mortuorio, centrar su visión en la condición perecedera del organismo, en una biología convertida en ensoñación de muerte. En este sentido, es muy significativo que Santiago Ydáñez comenzara en 2006 una serie de piezas con figuras cubiertas con harapos, mostrando una calavera descarnada, y la abandonara inmediatamente, quizás porque descubrió mientras pintaba esos lienzos que más que el tema, era la propia trama de su pintura, la gama de color, el encuadre, la proximidad forense al motivo, la que verdaderamente mostraba el aliento frío de la desaparición, y que hacer comparecer calaveras y ropas raídas, cadáveres en descomposición, no era más que una forma de redundancia. Epílogo En su célebre relato Au bonheur des ogres, Daniel Pennac narra una escena de rostros y muerte que bien puede servir de colofón a estos comentarios sobre las figuras de Santiago Ydáñez. Uno de los personajes de la novela, el profesor Leonard, se encuentra en una cabina de fotomatón de unos grandes almacenes de París cuando explota una bomba que le arranca la vida. La secuencia de cuatro imágenes muestra la biografía acelerada de su rostro en este estado de umbral: 'La portada del periódico destaca a la mañana siguiente ¡vió su propia muerte cara a cara!. Siguen cuatro ampliaciones de fotomatón que se comen la página entera (¡Joder, la verdad es sí funcionaba bien el aparatito!) Los cuatro últimos primeros planos del profesor Leonard. El hombre es muy calvo, cabello afeitado y cejas depiladas. Tiene la frente alta, lisa, las sobrecejas marcadas, la mandíbula fuerte bajo unas mejillas hinchadas, la tez pálida, pero seguramente se debe a la iluminación. (De nuevo, la impresión de haber visto este rostro en alguna parte). En la primera foto, su rostro está ligeramente retrasado, la boca recta y sin labios parece una cicatriz en la parte inferior de la cara. Bajo unos párpados pesados, su mirada es oscura, fría, totalmente inexpresiva, de una inquietante profundidad. El conjunto parece inmovilizado, no por falta de expresión natural, sino por la voluntad deliberada de no expresar nada. En la segunda foto, todo este poderosos edificio de grasa y músculos parece a punto de sufrir un terremoto, los párpados levantados, muestran todo el iris, atravesado por una pupila absolutamente negra que atrae irresistiblemente la mirada. Los labios esbozan un rictus, el rictus forma dos hoyuelos en los que se hunde la masa de las mejillas. En la tercera foto el rostro estalla. Los acentos circunflejos de las cejas se han roto, la frente y el cráneo están recorridos de ondulaciones, las pupilas han devorado el iris, la boca ha partido el rostro con una grieta diagonal, las mejillas parecen como aspiradas, algo que se asemeja a una dentadura postiza se proyecta hacia delante, todo está borroso. La última fotografía es la de un muerto. Al menos en su parte visible. Ha debido derrumbarse sobre el taburete ajustable después de la explosión. No se ve más que la órbita del ojo derecho, vacía y sangrienta. Parte de la piel del cráneo ha sido arrancada'.
Exposición. 17 dic de 2024 - 16 mar de 2025 / Museo Picasso Málaga / Málaga, España
Formación. 01 oct de 2024 - 04 abr de 2025 / PHotoEspaña / Madrid, España