Descripción de la Exposición ------------------------------------------------------- ------------------------------------------------------- En sus ensayos acerca de lo que él llamaba la forma germinal (la inspiración) el filósofo francés Étienne Gilson decía que sólo hay un modo de aproximación justificable a la pintura. Y éste no es ni la arqueología, ni la historia, ni la ciencia, ni la filosofía, ni la crítica de arte. Es la propia pintura. Para que la pintura posea existencia propia debe generar una suerte de fenómeno personalizado, un proceso emotivo que capture el instante. El buen pintor posee una tendencia innata para generar imágenes emocionales, expresando la primacía relacional de la vida humana y desvinculándola del universo exterior, o del mero azar. Así, partiendo de una verdadera necesidad, esa atmósfera se mantendrá libre de las convenciones banales del entendimiento Y si existe ese espíritu hay una auténtica transacción emocional, y el desarrollo de las obras se convierte en un desafío contemplativo, tanto para el artista como para el público. Pero si no existe esa necesidad, ni tampoco ese espíritu, ni nada que se asemeje a ese algo más impredecible, el misterio sucumbe, sin haber llegado a nacer. Y la pintura es imposible. Por fortuna, con algunos pintores, la pintura es posible. La pintura ha sido el principal leitmotiv de la galería Cornión en sus treinta años de historia, y ese entusiasmo es ahora la mecha del proyecto que nos ocupa, donde Amador Fernández ha querido que convivan dos artistas de generaciones y trayectorias distantes que, sin embargo, están muy cerca. Santiago Serrano (Toledo, 1942) y Javier Victorero (Oviedo, 1967) se conocieron hace apenas ocho años (yo estaba allí, disculpen la boutade) y no han dejado de compartir sus vivencias, complicidades, cotidianeidades y nuevas semblanzas. Por eso (y porque la pintura, en ambos, es posible) esta exposición supone un reto lleno de matices, un desafío poco apto para miradas superficiales que debemos asumir, básicamente, como una lección de buen hacer, patentando las afinidades y divergencias de estos autores que hoy se dan la mano en esta admirable exposición. Unas manos donde geometría, luz, silencio, poesía y música simbolizan los cinco dedos de cada artista. Porque ambos beben de esas pautas, y de la tradición y de la experimentación constante, como hizo también Palazuelo («Después de la noche / al alba, se modificaron / los ángulos. / Entonces, avancé por la / penumbra», escribió el maestro madrileño). Y porque ambos emplean la línea como guía de sus pinceles, esa línea que fue recinto poético en Paul Klee, como imagen y palabra de un sinfín de matices e historias sobre el mundo; sublime temblor en las manos de Rohtko, entre cosmos contemplativos donde una leve vibración se traduce en absoluto énfasis; reducida acotación en Reinhardt; negro resplandor en Bridget Riley; orden y dislocación para Scully; hard edge en Stella; ínfimo fulgor en Ryman; tensión trepidante en Delaunay, Noland, Sol Lewitt o Dan Flavin. La línea, más o menos diluida entre acotaciones y colores vibrantes, sirve de preámbulo para estos dos amigos que han decidido compartir sus trabajos, sin ánimo comparativo, con el fin primordial de brindar, en esta única cita, su doble ración doble de energía pictórica. Hay aquí un alto grado de energía pictórica, de pasión sin remilgos, que se nutre de conjugaciones de planos que habitan veladuras, transparencias y estructuras. Capas, capas y capas de materia y pigmentos muy bien compenetrados que, en cada caso, destilan su propia poesía. Rimas templadas, que se evaporan tras destilar nuestra mirada, con la tela como diario vivencial, lírica abnegación de experiencias múltiples, mimadas y filtradas por estos excelentes autores. El ascetismo de Serrano Hace más de cuarenta años que Santiago Serrano presentó su primera exposición individual y siempre ha mantenido sólidos principios éticos y estéticos. Los enigmas intrínsecos a sus sugerentes obras nunca se adscribieron a manifiestos teóricos ni griterios colectivos, manteniendo la autonomía. El concienzudo estudio del fenómeno pictórico, desde todas sus perspectivas posibles, le ha servido para profundizar en sí mismo en cada etapa. Así, a Serrano le encanta violentar a las miradas a forzar la vista lejos de cualquier efectismo. Juega con el espectador y le marca retos, para que no se duerma. Huye de la anécdota y aliña sus composiciones con palpitaciones modulares, apostando a menudo por la ortogonalidad, asumiendo el problema de la pintura como un dilema de espacios y composiciones. Partiendo de colores quebrados o gamas poco estridentes, esas relaciones extreman su delicadeza hasta límites imperceptibles, dotando de movimiento visual a huecos, vacíos, silencios, memorias, olvidos y otros argumentos. En esa encrucijada, Serrano investiga sombras de humo, huecos umbríos, símbolos casi sagrados, buscando la elegancia de sus compases constructivos. En cada pieza, la mesura de Serrano resulta casi filosófica, huyendo del aburrimiento. Y se desencadena en incontables combinaciones, que alteran los volúmenes de manera magistral, con la conjugación de formas y soportes muy diversos, bajo una innata pasión por el paisaje de motivos elementales. Las leyes serranianas se superponen a cualquier referencia explícita, como ecos de un febril ascetismo que respira de la tradición barroca y el amor por la luz, relatando conocimientos y tensiones extraídas del corazón de ese espacio habitado. Las melodías de Victorero Hace una década que Javier Victorero vive enamorado de esa tradición iluminista que citó nuestro común amigo Dámaso Santos Amestoy, recientemente fallecido. En ese tiempo ha incrementado cada día su calidades plásticas para componer hermosas melodías de azules, verdes, amarillos, rojos y negros que cimbrean, entre compases armónicos, dudas, satisfacciones, miedos, sentimientos y vacíos, pinceladas, signos abiertos a otras realidades. En las últimas hornadas de su pintura, poco a poco, Victorero nos ha sabido acercar a una obra tremendamente sólida, desde la síntesis formal y la fuerza emotiva, mirando al mar, al horizonte, a su añorado Nano o a la pureza arcillosa del caolín que siempre, día y noche, no son sino metáforas de ese increible instante del amanecer, como los maitines, rezando al alba, o los floreceres nocturnos y crepusculares, que fluyen como un juego vital. Luces blancas y negras, como esa que desvela su interés cíclico hacia el bodegón español, que ha derivado en varias Vanitas y en otras inquietudes. Son crónicas de otro silencio bien entendido, tan intensas como singulares, que huyen de las modas persiguiendo nuevas vibraciones. Para Victorero, la pintura es también un ritual, un renacer constante, su nutriente básico, capaz de revitalizar cualquier altibajo personal. La esencialidad es la meta soñada, donde aquella vieja fórmula del ut pictura poiesis vira a piel de algodón. Percibimos cada fragmento de estos lienzos como un cúmulo de guiños intelectuales, líricos y épicos, alternancias de la nebulosidad y la luminiscencia, evitando la ortogonalidad pero manteniendo el rigor estructural y las tensiones. Un equilibrio tan sensato como difícil de traducir con palabras.
La muestra se plantea como un diálogo de silencios elocuentes y poética pintura, entrelazando afinidades y patentando el singular universo de cada uno de los artistas.
Exposición. 26 nov de 2024 - 16 mar de 2025 / Museo Nacional del Prado / Madrid, España
Formación. 23 nov de 2024 - 29 nov de 2024 / Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS) / Madrid, España