Descripción de la Exposición La llegada a Gijón de Eduardo Arroyo en este húmedo diciembre de 2011 es una ocasión excepcional para entender, o al menos percibir, las claves de su larga y fructífera trayectoria. Con esta mirada a su vida, a su obra, a su fe en la pintura, a su verbo inmenso, a sus muchas pasiones, resulta emocionante contemplar la breve antología realizada por la galería Cornión, en un empeño expositivo que se plantea como resumen y constatación de que lo bien hecho, bien parece. La película vital y profesional de Arroyo es tan rica en matices como imposible de plasmar en estas líneas. Lo sabe bien su amigo Alberto Anaut, que estos días trata de montar una película de 24 horas de duración sobre el artista madrileño (si, 24 horas) para su presentación en febrero de 2012, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, en otra exposición cercana. Ardua tarea la del intelectual que, a buen seguro, nos proporcionará un sinfín de experiencias de la mano de este conversador insaciable que siempre ha sido y seguirá siendo Eduardo Arroyo, original escenógrafo, escultor comprometido y comprometedor, pintor enorme, «pintor que escribe» o, quizás, escritor puro y duro que eligió la pintura para seguir hablando, incluso, en soledad. ...En estos tiempos donde las vivencias culturales se rigen por parámetros difíciles de entender y, a veces, tan absurdos como dispares, no es fácil definir al artista íntegro. El equilibrio es un lujo que muy pocos alcanzan, y mientras los exquisitos se enfrentan con los multidisciplinares y los dogmáticos pelean con los innovadores, el mundo se vuelve cada día más loco. Sin duda, uno de los valores inherentes a cualquier artista, al margen de tendencias, lugares, mercados o adjetivos, es su inteligencia. Los artistas «inteligentes» se mueven desde el trabajo sincero y cotidiano, desde la intimidad hacia la sociabilidad y no al contrario, con una particular concepción de la pureza. Levantar la copa y guardar las apariencias ya no es suficiente. Arroyo empezó a pintar a principios de los años sesenta en su autoexilio francés, entre otras cosas, porque Montparnasse era un gran taller de pintura. La escritura, su primera gran pasión, era entonces cosa de otros barrios. Azares y humores confluyen en su larga historia, narración ardiente, enérgica, que resume el propio autor en su autobiografía 'Minutas de un testamento'. Su fulgurante carrera estalló pronto, tras la primera exposición parisina, y brilló en Europa junto a otros jóvenes de la llamada Nueva Figuración (Aillaud, Recalcati, Francis Biras...) desde los rincones de un vibrante París que también le permitió conocer a Picasso, Ernst, Calder o Giacometti, entre bares y paseos nocturnos, mirando al resto del mundo con orgullo. Unos y otros, entre pinturas y esperanzas, marcaron nuevos azares que se prolongaron nada menos que 40 años. En Berlín, en 1975, mientras pintaba su versión de la 'Ronda de noche' rembrandtiana, Arroyo vio emerger el cambio definitivo del regreso definitivo a España que, no obstante, tardaría en concretarse, pese a que Franco ya estaba agonizante y el pasaporte tomaba forma, más allá de la ilusión de un lienzo. El reconocimiento en España tardó en llegar pero llegó por fin animado, una vez más, por el éxito obtenido en Francia, tras la antológica del Pompidou de 1982. Después recibió aquí el Premio Nacional de Artes Plásticas, en una época donde en Madrid coincidían el Mundial de Fútbol y la movida madrileña que él («afortunadamente», dice) no vivió en carne propia. Quizás por eso, las envidias y los ombliguismos españoles de la primera transición democrática no le daban tregua. Arroyo, arrollador e inmenso, mantuvo la visión de la lucha social para reactivar su entusiasmo y refrendar sus propios principios con renacientes logros, ya de vuelta al corazón de la villa donde nació y a su luminoso estudio de Costanilla de los Ángeles. Entre Madrid y Robles de Laciana, entre la necesidad del ser urbano y el goce de contemplar la montaña, Arroyo ha mantenido su actitud reflexiva observando y analizando una y mil veces el papel de la vanguardia en el arte contemporáneo, siempre con la política como arma arrojadiza. Han pasado treinta años desde que Arroyo regresó definitivamente y hoy, mirando atrás, advertimos que no ha habido ni una sola mentira en esas claves artísticas, que aquí confluyen. La realidad y las realidades, el mundo y sus carencias, configuran de su filosofía expresiva, como el ideario político, la ironía o la crítica. La realidad, las realidades, el mundo y sus carencias. Horizontes de la inspiración. Defensor de la neofiguración y de un pop inspirado originalmente en las corrientes francesas, Arroyo encontró su voz propia en la reinterpretación de los tópicos españoles con una mirada muy ácida sobre el sistema, de la mano de las calidades plásticas. Sus compromisos sociales le hicieron buscar siempre la catarsis colectiva, alternando cierto clasicismo formal con la experimentación, libre de cualquier prejuicio, empleando metodologías muy diversas, con el collage como una de sus técnicas favoritas. En esta exposición hay ejemplos de todas esas fases, y se recogen iconos muy característicos (gatos, personajes grotescos, sombreros, zapatos, peinetas...) tamizados con texturas de colores puros y alternancias de técnicas mixtas que, a veces, trascienden las dos dimensiones, como ocurre en las piezas inspiradas en 'Central Park' (1999) o la titulada 'Masculin-féminin' (1990). Hay también papeles, sobrios y sugerentes, como esos que nos hablan del viaje de ida y vuelta constante, entre Madrid y París, a mediados de los años ochenta, o las obras más recientes, de factura más suelta, menos rigor geométrico y el mismo énfasis compositivo. Decía Visconti que los dogmáticos del arte no son otra cosa que deformadores de la realidad. El cineasta se jactaba de no prestarles atención porque sus empeños derivan hacia un laberinto sin salida. Quizás por eso, sus películas son optimistas en apariencias pero reaccionarias en contenidos. El optimismo, o mejor dicho la mirada optimista de las cosas, es otra constante en ese debate eterno que supone la pintura de Arroyo, asumiendo el arte como una forma de conocimiento a disposición del ser humano que debe nutrirse, básicamente, de calidades críticas. Ese arte (con todos sus matices) es un reflejo de la realidad, y no debe aislarse nunca bajo esquemas inmóviles. La obra gráfica de Arroyo también resulta exquisita, tanto en el tratamiento de las texturas como en los juegos compositivos, siempre arriesgados, rompiendo escalas y marcando acotaciones en diversas zonas. Lo narrativo emerge una y otra vez, en escenas que actúan, a veces, a modo de capítulos de una historia, entre lo ajeno y lo íntimo. Porque no todo arte es transgresión, ni toda transgresión es arte. Porque la transgresión no es la guerra del artista contra sus agresores, sino algo mucho más serio. Arroyo lo sabe, por eso domina ese sentido de la transgresión para alternar el mestizaje de sus numerosas series temáticas. El retrato siempre está presente, de alguna u otra manera, muy lejos del mero virtuosismo. Y lo cotidiano, las calles, los pesonajes, explicándonos la realidad, su realidad, la nuestra, con la anécdota como pretexto para mantener intacta esa tensión crítica. En los cuadros de Arroyo, en cualquiera de esas fases, prima la idea de la forma germinal que Étienne Gilson entiende como la inspiración posible del artista contemporáneo. «Sólo hay un modo de aproximación justificable a la pintura, y no es ni la arqueología, ni la historia, ni la ciencia, ni la crítica del arte, ni la filosofía; es la pintura», señalaba el historiador francés. Quizás por eso, la pintura de Arroyo conecta bien con otros medios de expresión, como la literatura, de manera tan directa, asumiendo el hecho de ser y nacer como existencia estética. Esa fenomenología, tan excepcional en el caso de Arroyo, viene marcada siempre porque el ser es anterior al conocimiento, y porque la pintura permanece al lado del ser. Siempre resulta un poco osado hacer afirmaciones sobre la singularidad de los artistas. Ninguna expresión merece ese adjetivo de manera absoluta. En esa encrucijada, Arroyo elige siempre la figuración, al margen de aspavientos ajenos al trabajo diario. Esa idea absurda de que la obra figurativa puede llegar a ser mimética o suicida es una errónea idea procedente del doble mercado, un lastre de ese sistema «sovietizado» del arte donde el encargo público y la subvención se entienden como único modo de vida recortando, en el fondo, la libertad de cada artista. Yo creo que Arroyo es consciente de que, dentro de las limitaciones que acechan al arte actual, hay ciertas ventajas. Por ejemplo, que tenemos nuevas herramientas para aglutinar historia, teoría, técnica y experiencia práctica. Su obra nos obliga a exigir una reformulación del papel del artista en la sociedad. Y no hay nada malo en aplicarse a ello, como decía Barthes, con un poco de saber y una pizca de sabor. Porque los humores, como los colores, siempre son variables. Si el arte de la vida es el arte de evitar las penas, tampoco deberían definirse como artistas de la experiencia aquellos que nos abrasan cada mañana con sus perennes llantos. Porque, más allá de esos mercenarios, existen autores íntegros como Arroyo, en contacto permanente con el pueblo, la calle o el mundo, para quienes el arte no es nada más (ni nada menos) que una manera de acercarse a su propio yo. Estos son los auténticos artistas de la experiencia, ajenos a desgracias ficticias, que saben habitar un universo volcado en la eterna tarea de crear. Artistas de a pie, conscientes de que su obra transita caminos, interpreta miradas y arquetipos, plantea debates o proyecta mensajes. Que se nutren del calor, y del color, procurando conocer su entorno para profundizar en nuevos misterios. Que si pintan fiestas no deben ser meros observadores, sino uno más dentro del baile. Y si pintan borrachos es porque han experimentado la sensación de emborracharse. Y si pintan paisajes es porque son o han sido montañeros o, cuando menos, amantes de la naturaleza. Y si no pintan boxeadores y tauromaquias con mayor frecuencia es, quizás, porque respetan tanto la actividad, y a quienes les han precedido en la tarea, que no quieren perturbar su memoria. Si, a veces, estos artistas se elevan en pos de metas más espirituales, entre matices o levedades, no están pintando algo que les han contado. En absoluto. Se están pintando a sí mismos. Son los auténticos creadores de la experiencia, del autorretrato continuo, de la verdad y la esencialidad invisible a los ojos, ajenos a la fama fácil, las palmaditas en la espalda o la contemporaneidad mal entendida. Pintan lo que viven, porque están vivos.
Mercado, 22 dic de 2011
Badiola y Azcárate se unen a Carreras Múgica y Distrito 4, respectivamente
Por ARTEINFORMADO
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