Descripción de la Exposición
Colorismo o dibujismo a ultranza, otra ociosa y sempiterna cuestión en la histo¬ria de la pintura. Como si dibujo y color, estructura y valores tonales, acade¬micismos e impresionismos, rigor y teclado cromático, normas y temperamento, fuesen términos recíprocamente hostiles e irreductibles. Como si constructivis¬mos y solideces de cualquier género (aquel «peso» de que Cézanne hablaba a Emilio Zola) estuvieran reñidos con destellos y apoyaturas que traducen estados del alma, inagotables y cambiantes vivencias del mundo mágico de las formas. Personalmente, no creo en la existencia de ningún «colorismo» de buena ley sin previos dominios plásticos y formales de base estructural, de toda esa normativa técnica y precentiva, indispen¬sable para que el color cante, domado y dominado, en libertad pero sin caprichosas anarquías, su justa y exacta canción.
Antonio de la Peña evidencia un ejemplo prototípico de ese justo fiel de balanza cu¬yos platillos complementarios de forma y color, en modo alguno antagónicos, se funden en superior unidad. Trátese de atardeceres o amaneceres castellanos, de barcazas o gánguiles, de grúas y malecones de nuestra Ría, de rincones típicos o ambientes fabri¬les, de puertos y paisajes vascos o de recoletas y silentes evocaciones de su estudio deustoarra, nuestro pintor sabe conjugar, equilibradamente y a maravilla, esqueletos compositivos y esenciales con cristalinos alardes de unas gamas que recogen los más sutiles pálpitos lumínicos y cromáticos. Luz y color no van en la paleta de Antonio sim¬plemente asociados o yuxtapuestos con facilones recursos escolares, sino en poética y virtuosa simbiosis e indivisible fusión. De tal manera, que sus luces brotan del color y a la inversa, sin mezclarse a secas ni meramente sobreponerse. Tanto da hablar en su pintura de luz coloreada como de color luminoso, lo que trae al recuerdo (en muy dispar sentido) aquel «color-materia» de los cubistas o la famosa «luz-color» del im¬presionismo.
En esa filiación de colorismo riguroso y, a la par, de rigores atemperados por mórbidos y musicales pigmentos, de registros tonales ilimitados, hay que inscribir esta pintura sólida, espontánea, viva y técnicamente depurada, susceptible además de fértiles caminos futuros cuya exploración aguarda a un artista ya positivamente valorado en exigentes medios artísticos internacionales.
Ante cualquier motivo, Antonio de la Peña capta la esencia con retina infalible. En torno a su vivencia inicial, toques rítmicos y airosos de su pincel plasman un lengua¬je plásticamente elemental, sin reticencias ni desmayos. Ya desde la «primera mano», el pintor nos brinda el secreto formal del tema y su clave recóndita, bastándole muy pocas manchas para restituírnos, en sabias decantaciones de su alambique interior, la jugosa frescura de un mundo transfigurado y como bañado en atmósferas incontami¬nadas. Pinceles y espátulas que «construyen» con el color, ateniéndose a los acordes necesarios e imprescindibles, con intuitiva seguridad que cercena todo lo accesorio y denota sello de auténtica creación.
Vigoroso estructuralismo de color, dibujando y componiendo con él y mediante él, en esta modélica pintura de Antonio de la Peña, sin desfasados magisterios impresionistas a la manera consabida de tanto epígono de pega. Un mensaje pictórico acreedor, por su calidad y sinceridad, a más que merecida atención.
Luis Lázaro Uriarte
Catedrático de la Universidad de Deusto-Bilbao
Exposición. 12 nov de 2024 - 09 feb de 2025 / Museo Nacional Thyssen-Bornemisza / Madrid, España