La obra de Irene Burgos nace de una abstracción de signo intimista que transmite subjetividades y paisajes interiores. Masas, superficies, trazos, líneas que iluminan sentimientos, sensaciones, emociones. Poesía al fin y al cabo. Puertas y ventanas, casas y territorios que parecen estructurados por el recuerdo. Paisajes pretendidamente ingenuos porque parecen observados desde la perspectiva de la infancia. Tarea ardua y difícil, pretender mirar con los ojos de los niños no es labor fácil; captar la poesía de sus dibujos es aun más loable. La pintura de Irene Burgos bucea en los instantes poéticos y desde aquí susurra algo indefinible al oído del espectador. No define, no resuelve, no delimita; sólo insinúa, a modo de contraseña, balbucea. Crea atmósferas, estados de ánimo a base de guiños y cuchicheos. Esta pintura casi exenta de signos nos ofrece experiencias y sentidos cargados de ensoñación, de misterio, de silencio. Pintura que surge en
... el límite más lejano, profundo, de intimidad; de aquella zona que no se puede mostrar porque es inaccesible a la representación, al lenguaje. Se trata de emociones que fluyen de modo incontenible y que escapan a los diques de los trazos que dibujan, que no se pueden expresar mediante la textura de las palabras que delimitan. Emociones sin control que juegan entre sí y que no forman figuras definidas porque nadie las puede representar.
Entrada actualizada el el 26 may de 2016
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