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Aparece el mar en la obra de Carmen Díez, como si culminara una larga travesía por su alucinante selva floral, y al salir de ella nos encontráramos con una playa desierta que ya habíamos vislumbrado entre los juncos. Y en el vértice final del horizonte, nubes y oleajes se nos aparecen como un nuevo escenario, ahora exento, pero que pronto será invadido "no sé de qué manera" por ese mundo barroco tan del gusto de la pintora asturiana.

La exposición parece así tratar de un mismo itinerario por el paisaje, pero en dos vertientes bien diferenciadas: la de su ya conocida y ... característica geometría floral, esquemática en su planteamiento y barroca de contenido, y esta irrupción de ahora en el paisaje abierto tan alejado del mundo de filigrana y encaje vegetal distintivo de esta pintora.

Cada serie, digámoslo así, parece descansar en la otra, en pura consecuencia de una incursión por el paisaje en que lo próximo y lo lejano aparecen como hitos de atención en la simple contemplación de la Naturaleza.

En los primeros cuadros florales de Carmen Díez, la pintora parecía abrir una ventana, y una selva inmediata de exuberante vegetación invadía la escena y el espectador quedaba cautivado por una sinfonía de color tan atractiva como impenetrable. Ahora se sale de una orgía de pétalos y parece esperarnos sobre la arena una espuma evanescente que quisiera morir a nuestros pies en esa ruta hacia un horizonte insospechado que sólo mediante la magia de los pinceles se puede recorrer.

De momento conviven los dos conceptos, o, mejor dicho, las dos temáticas, dentro de una evidencia naturalista donde lo estrictamente referencial parece marginar lo que, pictóricamente, es un nuevo planteamiento del espacio. Ese espacio que en la obra anterior de Carmen Díez se manifestaba de manera sutil a veces, y muy rotunda en otras, mediante graduaciones de color o enmarcamientos geométricos de indudable significación en el contexto del cuadro.

Carmen Díez parece querer romper con todo artificio y enfrentarse al paisaje de manera esencial. Lo hace con cautela. No abandona la flor pero el mar le tienta como devastación, como "hierro incesante" que la rosa ansía, o como playa final, esa frontera donde empezar de nuevo según la ruta marcada por las estrellas.