Decía Guy Debord que la historia, que hasta hace poco se presentaba como movimiento de unos protagonistas bien definidos que escenificaban los grandes acontecimientos, al haber descubierto que su base es la economía política, pasó a comprenderse como movimiento general, un movimiento a cuya importancia se sacrifican incluso los individuos, dando lugar así a una 'prehistoria ciega', una fatalidad que nadie domina y que vendría a ser el paradójico mayor logro democrático de la modernidad.

El comercio ha conquistado todos los aspectos de la vida otorgando de hecho al conjunto de individuos una herramienta participativa de un inmenso poder (el del consumo, diversificado ahora hasta el infinito) pero que, en un mundo sin modelos trascendentes, deviene en la más sofisticada forma de dominación de las masas. El individuo es parte de ese movimiento general ... infinitamente mayor que él, que no puede abarcar (ni, por lo tanto, representarse), espectador impotente de una realidad que se expresa en forma de la concatenación de grandes catástrofes 'naturales' y que en última instancia, él contribuye continuamente a crear.

En esta ciega fatalidad el mito del progreso se ha desenmascarado como eterna repetición de lo nuevo, imagen que W. Benjamin asimiló a la de la modernidad como temporalidad infernal. La ficción parlamentaria, los ciclos económicos y los acontecimientos sociales se presentan globalmente en los medios como narrativas fragmentadas incapaces de crear sentido, síntomas de una estetización generalizada de la existencia.

Del difícil reto de escribir la propia narración de su vida (sorteando las tentaciones equidistantes de la trascendentalidad y del narcisismo) dependen para el individuo sus oportunidades de perderle el paso a este movimiento continuo y ganar para sí el dominio de la acción.