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Perder el mapa

Exposición / We Collect Madrid / Conde de Aranda, 20 / Madrid, España
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Cuándo:
Desde 24 oct de 2020

Inauguración:
24 oct de 2020 / 10 - 20 h.

Precio:
Entrada gratuita

Organizada por:
Río & Meñaka

Artistas participantes:
Alan Sastre

ENLACES OFICIALES
Web 

       


Descripción de la Exposición

La primera vez que escuché hablar sobre el púrpura de Tiro, o púrpura real, fue en la voz de Alan Sastre. También, en aquella misma velada, comentó algo sobre un verde cuya toxicidad se extendió por los salones de la burguesía europea de principios del siglo XIX. Se trataba de un verde vibrante, el verde Scheele, cuya composición a base de arsenito de cobre hacía que los habitantes de dichos hogares cayeran misteriosamente enfermos. Por su parte, el púrpura de Tiro, se obtiene del molusco Murex Brandaris y se necesitan 10.000 ejemplares de este caracol para obtener 1g de tinte. Su precio es una fiesta. Así es la pintura: un misterio, un veneno, una fiesta. La obra de Alan Sastre participa del sector más peligroso de la pintura, el de la pintura abstracta. El mayor coladero de morralla plástica, ese lugar en el que cualquier pipiolo de escasa base y menor interés es capaz de colársela doblada tanto al galerista como al coleccionista si la pieza en cuestión es susceptible de conjuntar de manera agradable con el tono del sofá y de los estores. Y está bien que así sea, que las obras encuentren su hueco de convivencia con lo cotidiano, con el hogar y con la vida. Pero hay que tener en cuenta antes un hecho importante. Y ese hecho es el alma de la pieza. Su espíritu. Su razón o sinrazón de ser. Aquello que la convierte en algo más que un mero objeto decorativo, aquello que la dota de una presencia propia pudiendo así sorprendernos de la misma manera en cualquier espacio que la acoja. Y bien pudiera ser este espacio una galería, un museo, un bosque, un salón o un vertedero. Cuando una obra adquiere espíritu su presencia es cierta y viva. Independiente. Verdadera. Existe algo en la obra de Alan Sastre que obnubila. Y ese algo es el enlace perfecto entre la química y el alma, entre el pigmento y la emoción. Porque hay química cuando alguien se desenvuelve con soltura —como una alondra en los versos de Shelley o un puñal en la voz del Torta— en el curioso campo semántico que contiene las dispersiones acrílicas, los acetatos de polivinilo, las resinas alquídicas, el agente humectante o el púrpura de Tiro. Y hay alma cuando existe un gesto. En el caso de su obra, ese gesto es una mancha que cruza las telas haciéndose materia más allá del aire, testigo omnipresente de la presencia de un cuerpo. Es el cuerpo del propio artista, un trazo de cuyo movimiento se intuye una fuerza viva. Es la voz del gesto, una voz que nos nombra, pues es bien sabido que cambia, que el gesto es distinto con las diferentes circunstancias de la vida, que uno no coge la taza de café de la misma manera si un amor lo toca o si una pena lo envuelve, que uno no camina por las calles de la misma manera cuando existe una emoción que lo alcanza con su magia o si la monotonía constriñe nuestro espíritu. En el caso de Alan Satre esa voz proviene del conocimiento y de la intuición, de la búsqueda y del extravío. En definitiva de todo aquello que nos lleva y participa del sentimiento de aventura. Un periplo en el que se ha perdido el mapa y cuyo motor de movimiento se alimenta de la maravilla del hallazgo. Así lo supe hace un par de meses, durante su visita a Madrid a principios de septiembre. Cruzábamos la Plaza Mayor cuando hizo referencia a un lienzo que había comenzado unos días antes de su viaje. Allí estaba aquel trazo, en Londres, a más de 1200 km de distancia, reposando en la soledad del estudio mientras su creador me mostraba una fotografía en su móvil. Comentaba que no sabía hacia dónde le llevaría aquello, que quizás a ningún lado, que podría tratarse de una obra de las que se quedan sin terminar. Que uno empieza con una intención y la propia pintura luego lo lleva por otro camino muy distinto. En eso pensaba Alan Sastre en mitad de aquel basto plano cuadrangular cargado de historia. Y ese era el camino, el que salta el espacio porticado de la Plaza Mayor, el que genera alma y aventura, el que dota de un espíritu al objeto. El camino de la creación. El de la pintura. Una fuerza viva. Un veneno. Veneno bueno. Dame veneno que quiero morir. Por Constantino Molina


Entrada actualizada el el 20 oct de 2020

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