Descripción de la Exposición La convención asocia madurez a sosiego, ponderación, aceptación serena de los propios límites. Pero entre la madurez y la podredumbre hay apenas unas horas, en las que los frutos de la experiencia se pueden corromper en el inmovilismo, la autoindulgencia, la pereza que se justifica como resignación o una especie de paternalismo retrospectivo que conmina a sofocar ambiciones aún prendidas. Todo a cambio de un poco de paz de espíritu; ésa que suele necesitarse ante ciertas conclusiones que se empiezan a dar por definitivas precisamente en la edad madura. Para esas mismas convenciones biográficas, Pelayo Ortega -que ya ha rebasado esa segunda línea de sombra: el meridiano de la cincuentena- es un hombre en sazón. Y lo mismo debería predicarse, pues, de su pintura, tan proverbialmente soldada a su vida. Pero sucede que en su obra, hoy por hoy, no se vislumbra ni asomo de lo dicho: ni de los vicios de madurez, ni tampoco, a pesar de la apariencia serenísima de una parte de su trabajo, de sus doradas virtudes. Al contrario. No hay más que recorrer las piezas con las que regresa a Cornión para comprobar que la suya es una pintura desasosegada, pugnaz y tentativa, libérrima y abierta aún a muchas audacias. Y que lo es incluso más que nunca. ¿Significa eso que no estamos ante una obra madura? Pelayo Ortega se aproximó al fin de siglo con una pintura que se dejaba interpretar por sí sola como un presagio de madurez, en sus connotaciones más usuales. En esos años, destiló una síntesis clara y limpia, radiante de ligereza y poesía, a la vez suavemente hímnica y decorosamente elegíaca, que permitió convivir quintaesenciados y en armónico coloquio los pelayos que hasta el momento habíamos conocido con todo su rico bagaje a cuestas. A muchos les hubiera bastado para dejarse tentar por un repliegue ordenado y a medio plazo, un legítimo acantonamiento en el territorio conquistado. Y a partir de ahí, vie de château administrando el arte de la combinatoria y del autoeclecticismo: variaciones, combinaciones y permutaciones sobre la propia biografía pictórica. Lejos de eso, el cambio de milenio roturó -literalmente- nuevos campos en y para la pintura de Pelayo, quien no sólo se negó cualquier refugio en su sonriente síntesis de los noventa, sino que, en los últimos diez años, se ha dedicado a poner a prueba su pintura con una intensidad y una osadía inauditas. En ese tiempo -el verbo hay que tomárselo en serio- su pintura ha sufrido cambios, profundas reformulaciones, convulsiones; de lugar de encuentro casi idílico al servicio de una celebración elegíaca de la vida, pura fuga armónica pintada con luminosa sencillez, y sin renunciar a nada de lo aprendido y de lo hecho, su territorio plástico se ha fracturado de nuevo y se ha abierto a la exploración simultánea de caminos intercomunicados, pero muy distintos entre sí. De una parte, como proclamaba una emblemática tabla de 2004, se ha transformado en un paisaje de la batalla para una pintura excitada y carnal, turbia y turbulenta, de una densidad y una audacia cromática que han inundado con su ebriedad de pintar los espacios limpios, construidos y bien compartimentados de la obra anterior, aún visibles bajo el alud de pasta y color. Es una pintura extremada, magmática, que no se arredra a la hora de atormentar la paleta y vejar la pureza con la misma entrega con que el amor atormenta y veja la carne. De otra, en el extremo opuesto, el cuadro se ha ido despojando más allá de la desnudez, hasta la casi absoluta descarnadura, en una auténtica vía de ascesis plástica en la que la línea y el color -o su ausencia- anhelan ingravidez, una alada disponibilidad para el ascenso, como escalas para una búsqueda declaradamente religiosa. Y, en fin, una tercera ruta, ha extremado también el sentimiento de lo elegíaco que, en definitiva, aspira a salvar del naufragio del olvido lo que se pueda de entre todo lo vivido; pero Pelayo Ortega ya no se conforma con hacer que el lienzo absorba experiencias, recuerdos, epifanías y emociones, sino que fragmenta las dos dimensiones del cuadro y las reconstruye en tres, como trayendo la pintura hacia la vida y, en dirección contraria, incrusta en el organismo plástico objetos reales, pecios, fetiches. Un intento, en ambos casos, de romper el velo, de vulnerar el imposible metafísico de unificar esta parte y la otra, arrastrando hacia una literalidad emocionante la homologación entre vida y obra. Por debajo de esa diversidad de opciones, las dos palabras que, en mi opinión, compendian todo lo que Pelayo ha hecho durante la última época son conflicto y complejidad. Nada más lejos de un idilio crepuscular que esta pintura urgente y apasionada, encrespada de preguntas, de ambiciones, incluso tormentosa y atormentada. Más que en lo ya alcanzado, su plenitud está en la conciencia de que se han templado la herramienta y la mano para encararse con ciertas garantías a los conflictos y complejidades de la vida, agudizados por la lucidez de la edad madura. El privilegio de Pelayo Ortega radica en la convicción con que mantiene, a partir de esa templanza, una profunda profesión una fe en la idoneidad de la pintura; si no para colmar en sí misma el objeto de sus zozobras vitales, sí para perseverar en ellas y dar, a su vez, fe de que no se apartaron de un plumazo. Aquí reside, pues, la paradójica madurez de esta pintura: en su capacidad para seguir manteniendo abiertos de par en par los cauces entre vida y obra con una confianza perfectamente juvenil en la potencia de lo pictórico, pero exponiendo la pintura a vivencias abisales, a temas recios; ésos que han ido trayendo los años y que van mucho más allá del canto de los días en fuga. Al tiempo, hay madurez en la autoridad y la franqueza con que se transmiten a la pintura esas pasiones vitales, en el sentido habitual, pero más aún en el religioso. La pintura es hoy por hoy para Pelayo Ortega, como siempre lo fue, crisol de experiencias, método de introspección y conocimiento, instrumento vivo para registrar la vida e intentar construir con ella algo que perdure más allá de su caducidad, como una segunda carne; pero también un medio lustral, un camino de purificación y seguramente incluso de mortificación y oración. Quizá en el Agujero blanco que brilla en una de las piezas recientes más hermosas de Pelayo esté el punto focal, el límite que explica todo esto y donde todo esto converge. Pero para llegar a él queda por delante mucha agonía, en su sentido original de pugna encarnizada y también en su sentido pasional cristiano: la Pasión por antonomasia. Es una batalla de la que somos testigos y que nos emociona hasta el sobrecogimiento porque encierra mucho del abismal y quizá irresoluble conflicto entre cuerpo y alma, carne y espíritu, sensibilidad mundana y trascendencia, enredadas aquí en un complejo nudo de mutuas tensiones y requerimientos que enraízan la pintura de Pelayo Ortega en una estela que rebasa de lejos su siglo y bebe de la gran tradición occidental, trenzada de platonismo y cristianismo. Escribe María Zambrano en Filosofía y poesía que es precisamente Platón quien intenta poner paz en esa batalla entre la carne y el espíritu; quien hace posible partir 'desde la belleza visible' -la 'única apariencia verdadera'- hacia el conocimiento de la unidad del ser, lo único capaz de salvar verdaderamente las cosas del mundo, más allá del lamento poético por su pérdida. Y concluye: 'El amor nacido en la dispersión de la carne, encuentra su salvación porque sigue el camino del conocimiento. Es lo que más se parece a la filosofía. Como ella, es pobre y menesteroso y persigue a la riqueza; como ella, nace de la obscuridad y acaba en la luz; nace del deseo y termina en la contemplación. Como ella, es mediador'. En algún otro punto de ese ascenso de la oscuridad a la luz, entre el deseo menesteroso y lo trascendente que salva, se acomoda también la amorosa mediación de una pintura como la que hoy practica Pelayo Ortega.
Exposición. 19 nov de 2024 - 02 mar de 2025 / Museo Nacional del Prado / Madrid, España
Formación. 23 nov de 2024 - 29 nov de 2024 / Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS) / Madrid, España