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Las experiencias ínter lingüísticas en las artes plásticas y visuales no son, hoy en día, ninguna novedad, porque ya desde los lejanos tiempos de las vanguardias históricas, futuristas, cubistas, constructivitas, y tantos otros dignos representantes de otros muchos movimientos aparecidos en las primeras décadas del siglo XX, utilizaron la palabra escrita, y en algunos casos su fonema verbal, como una imagen o un sonido a los que desproveyeron de sus significados tradicionales dotándolos de una nueva identidad y con ello de una nueva vida. En los “collages” de Braque y Picasso, y en las experiencias sonoras de Marinetti, podremos encontrar numerosos ejemplos de esta nueva deconstrucción-reconstrucción-recodificación a la que me refiero.

También, a partir de los años 60, y especialmente ... en la década de los ochenta, la palabra ha trascendido su función tradicional para ganarse un puesto en las artes plásticas y visuales como una entidad propia de naturaleza iconográfica, de grafismo simbólico que goza de plena autonomía, de signo que ha sido liberado de las reglas que subyacen en la estructura del lenguaje escrito y que se trasforma en formas escultóricas y espaciales de neón u otros materiales, con claras referencias hacia la publicidad, la crítica social o la denuncia política, o simplemente, en una reflexión visual y minimalista acerca del propio ser de “lo lingüístico“, analizando y cuestionando su propia condición como sistema de transmisión de arquitecturas culturales de las más variadas naturalezas.

Asimismo hemos asistido, especialmente en los últimos años, a una nueva forma de relación entre lenguajes, con la interacción, no ya de palabras o frases sueltas e inconexas, sino de verdaderos discursos poéticos y literarios que subrayan el discurso narrativo de las obras plásticas (en la última exposición de Anselm Kiefer, en el museo Gugenheim, hemos tenido ocasión de admirar nuevamente este solapamiento lingüístico en algunos de sus cuadros), por no citar los abundantes ejemplos en los que un poeta y un artista plástico se apoyan mutuamente, uniendo sus creatividades en una propuesta expositiva común, o en un ejercicio de interdisciplinariedad, originando un “toma y daca” creativo.

Con todo ello, es difícil encontrar en el campo de las artes plásticas una propuesta tan singular como la que presentan Cécile Brillet y Juan Luis Fernández, porque, a mi modo de ver, ésta sobrepasa ese tradicional solapamiento de lenguajes que he expuesto con anterioridad. No es que Cécile, a través de un comedido acercamiento hacia las formas de la arquitectura y de la geometría, realice sus piezas en cerámica para que sirvan como simples soportes o contenedores de los poemas de Juan Luis. No es tan simple la cuestión. Creo que sus piezas van mucho más allá. Son un (¿o tendría que decir el?) verdadero “Lugar para las Palabras”, entendido éste en el sentido de habitáculo, de concreción de espacio-tiempo-materia en el que es posible la sublimación del sentimiento poético.

Arquitecturas y poemas –contenedor y contenido- comparten, como diría Benito Oliva, una misma “ideología del habitar”, se funden en una misma identidad existencial. Las piezas de Cécile son un “lugar creador”, colorista y luminoso, y es en él, y es por él, que los grafismos de Juan Luis se transforman en verdaderas palabras, adquiriendo así su natural condición, su función comunicativa, y su arquitectura sensorial. Es allí, en ese lugar, construido con tierras y con fuegos por las expertas manos de Cécile, donde el discurso poético de Juan Luis alcanza su justa altura; es allí y no en otro lugar, donde alcanza su propia madurez, y cristaliza en una personalidad poética forjada de pasiones, reflexiones, y sentimientos, que nos hablan de la vida misma como condición de lo humano, y como expectativa de un mundo que se sueña ciertamente mejor.

Cécile-Juan Luis. Juan Luis-Cécile. Una verdadera sonata visual a cuatro manos.