Descripción de la Exposición FERNANDO BRIONES: RADIOGRAFÍAS DEL ALMA PREMISA PRIMERA Desde que el inquieto Aristóteles empezó a enredar con su manía de la cámara oscura (¡allá van veinticinco siglos, señora mía!), parecía que la humanidad buscaba —con tan poco entusiasmo como escasos resultados— la representación más fiel de lo que sus ojos le transmitían (a ese oscuro objeto de deseo, por cierto, dieron en llamarlo «realidad»; y por tal lo tenían y como a tal lo trataban). De un modo un tanto pueril, se identificaba a la imagen que los ojos proyectaban en el cerebro con la única interpretación posible de una realidad objetiva (y de este modo, todavía podemos encontrarnos con legiones y legiones de soldados de la ignorancia que imponen que su visión del mundo es el mundo); por fortuna para el arte, el género humano tardó mucho en dar con el quid de la cuestión: cuando la Revolución Industrial se ponía chula con respecto a la historia y la burguesía sacaba pecho, orgullosa de su incipiente —pero ya incesante— papel en el desarrollo del devenir humano, un par de franceses llegaron a uno de los inventos que más había de complacer a las humanas vanidades y de fomentar la universalización de las personales vanaglorias: la fotografía. En cuanto se desarrolló un poco la nueva técnica, cualquier arribista de medio pelo podía tener un retrato suyo, enmarcado sin recato en el ornato, que presidiera el nombrado salón de su (casi siempre, más bien modesta) mansión. La segunda década del siglo XIX se enseñoreaba por los calendarios del orbe cristiano. Los dos gabachos respondían a los sonoros nombres de Joseph Nicéphore Niépce y de Louis-Jacques-Mandé Daguerre (este último era tan mal pintor como avispado, tan rastrero como visionario). Como siempre que aparece algo nuevo, hubo quienes se rasgaron las vestiduras, quienes entonaron un canto fúnebre por la pintura y sus artistas, quienes tildaron al nuevo invento de paparruchada, a medio camino entre la cuchufleta circense y cosa del demonio. Por fortuna, aunque los idiotas llenan de infructuosas opiniones o penalidades las páginas de los periódicos y/o de los registros civiles, ni una letra han escrito en el libro del progreso humano: cuentan los cronicones que algún artista (más de uno debió de haber sido, pues conozco la anécdota con distintos supuestos protagonistas), con los acordes de un aleluya vibrando en sus meninges, exclamó: «¡Qué bien! ¡A partir de ahora, ya podemos pintar!» Pero los avances de la civilización, amén de lentos, acostumbran a transcurrir por intrincados caminos: la nueva técnica estaba cada vez más lograda y era más asequible para mayor can tidad de público (¡es que no ha parado de avanzar la cosa, oiga! Desde la primera heliografía de Niépce —así le llamó a su primer positivo, de 1818— hasta las infografías, digitalizaciones y demás avances computerizados de hoy en día, se ha recorrido un larguísimo trecho de camino en un mínimo lapso de tiempo. Aquella novedad que había alcanzado su desarrollo gracias a su capacidad para sustituir al arte, se convirtió —al menos, una parte— en un arte. [Ojo con lo de «al menos, una parte», que para mí tengo por norma aquella de «demagogias, las justicas para que no le apedreen a uno». No toda fotografía es arte —ni creo que pretenda serlo—, del mismo modo que no todo escrito es literatura ni todo brochazo, pintura. Y me refiero tan sólo al hecho de considerar a cada una de estas realizaciones como un objeto artístico, que lo de las calidades es otro cantar, y bastante desafinado, por cierto. «Si sobre gustos no hay nada escrito, ya va siendo hora de que alguien escriba algo» dicen que dijo don Julio Camba]. PREMISA SEGUNDA La historia, que es así de implacable, nos enseña a base de derrotas; la vida, no menos benévola, actúa de similar modo. En sus discursos, los modernos guardianes del Hades asustan a su grey con la mención de horrendos suplicios, apocalípticas consecuencias para los actos contrarios a la apologética (el infierno cristiano, el cambio climático o la degeneración de occidente: da igual el motivo; son similares los métodos): qué difícil parece que les resulta seducir con las bondades que acarrearía un comportamiento (de palabra, obra o pensamiento) adecuado a sus particulares dogmas. «Arderás en las calderas de Pedro Botero, con un pestilente diablo pinchándote con un tridente», «subirán las aguas, se hundirán las tierras, la atmósfera se volverá de fuego», «el solar de nuestros antepasados no estará ya sólo poblado por individuos de nuestra misma raza, credo, opinión y familia» rezan sus amenazas. Y los artistas áulicos de sus congregaciones se dedican a plasmar, con singular virulencia, la esencia de tales diatribas. Pero no es el caso de Fernando Briones. Seducir, convencer con la sublime belleza parecen ser las herramientas de las que se vale para exponer su mensaje. Extasiados ante lo hermoso, parece que podemos leer entre líneas una advertencia: «¿te gusta? ¿no es acaso sublime? ¡Pues no dejes que se pierda!» En esta exposición, Briones no utiliza las garras de la amenaza sino el tacto tibio y suave de la caricia. Paisajes del país de su infancia; paisajes que, desde la memoria, se proyectan al futuro. [Un inciso: curioso lo de paisaje y curioso también lo de infancia. Paisaje viene del francés paysage; este término, a su vez, es un derivado de pays [país]. En español, mientras que la palabra país aparece ya en el tomo quinto del Diccionario de Autoridades [1737], la voz paisaje habrá de esperar casi un siglo para su inclusión en el diccionario de la Docta Casa (edición de 1832): ¿es que acaso se necesitaba tal concepto («Pedazo del país en la pintura», aparece textualmente en la definición)? Con respecto a la infancia, sólo recordar que, para Baudelaire, Rilke, Saint-Exupery y Miguel Delibes, entre otros, la infancia es la patria más reconocible. Con estos dos apuntes, que cada quien extraiga sus particulares conclusiones.] SILOGISMO Después de distintos avatares y de diferentes ciudades, Fernando Briones viaja hasta los paisajes de su infancia. Entiéndaseme bien: no vuelve hasta el estado actual de los paisajes [geográficos] de un tiempo forzosamente pasado, sino que, mediante una habilísima utilización de la técnica, retrata en su obra un entorno utópico [«del gr. ou, no, y tópos, lugar», nos enseña doña María Moliner]. Y no será porque no aparezcan referencias objetivas que nos impidan localizar los distintos lugares (ría de Vigo, isla de Cortegada, puente de Rande…), sino que ese carácter de «impaís» (¡salud, bienquerido maestro Alcalá!) viene dado por la serena armonía, por la morosa luz, por la hermosa languidez que impregna estas obras. Para la interpretación subjetiva de una realidad atemporal, Briones, utiliza, con particular pericia, una técnica nacida y desarrollada para la representación «objetiva». Transforma y crea: hace arte. Y del bueno: Azules plomizos sobre un mar en calma, bateas paciendo en su césped marítimo, la presencia —amical y salobre— de los difuntos. Y la luz: entre la niebla, desde los faros, a través de las nubes. No son fotografías ni cuadros: son radiografías del alma. MORQUECHO: LA TUERCA DEL PAISAJE Una tarde, lenta y lánguida, de otoño. Mientras el páter, adoctrinador y farragoso, hace fluir su incesante verborrea por los intrincados meandros de su oratoria, un adolescente aburrido mira por la ventana: más allá de las primeras luces eléctricas del atardecer, los blandos rayos ocres del sol crepuscular lamen la piel verdosa de unas montañas que, en lontananza, diluyen la línea del horizonte. La cháchara achacosa del dicharachero mosén va formando un mullido colchón sobre el que empieza a descansar la conciencia de los sentidos reales del absorto muchacho: mientras los párpados empiezan a pesar sobre los ojos, los oídos parecen cerrarse a cualquier influencia externa que mitigue las notas de un larghetto que comienza a manar desde el fondo plácido de la memoria. El quevedesco dómine de misa y olla atiborra su prolija —aunque estéril— oratoria de ejemplos de santificados gracias a la palma del martirio, merced adquirida (cuando no descaradamente buscada) con obscena chulería o descerebrada osadía: la voz clueca del sacerdote relator no arranca al despistado joven de sus ensoñaciones; todo lo contrario: parece sumergirlo en el plácido arrullo de las confortables aguas uterinas donde sólo se ve con los ojos del alma. Ausente ya de su cárcel corpórea, el espíritu del distraído mancebo se vuelve uno con el entorno: es ya árbol arraigado en la tierra, nube que adorna el cielo, arroyo que acaricia y nutre las venas de la campiña. El paisaje ya no es un telón que orna otra obra mayor; es, en cambio, la esencia misma de la vida, la sopa primigenia, la savia elemental. Un papirotazo, certero y traicionero, devuelve a la absurda, cruel, tediosa realidad cotidiana al abstraído pospubescente: colegio religioso, finales del franquismo, clases de religión. Lo sé porque aquel pollo soñador podía haber sido yo; pero tampoco ignoro que mi nombre podía haber sido Xosé Ramón Morquecho. Los años, severos y justicieros, a algunos les llena el odre de la madurez de sabiduría; a otros, les colma la talega de la edad de paciencia; a los más, nos llena de canas la cada vez más rala cabellera; a los menos, les enseña a mirar con los ojos de la quintaesencia. Y esto que nos pasa a las personas, de igual manera parece sucederle a la humanidad, tal si fuera un solo individuo: Poco sabemos de la infancia del género humano; sin embargo, de aquella edad tan lejana en el tiempo y en nuestro conocimiento, creemos estar al tanto de que nuestra manera de enfrentarnos a la fenomenología de la naturaleza era mágica: las respuestas míticas estaban a la orden del día hasta que llegaron los griegos y mandaron apagar. La bacanal concupiscente de crueles, lúbricos y/o magnánimos dioses y adláteres dio paso a una cegadora razón cuyo fulgor de crítica y lógica fue apagándose hasta convertirse en un nuevo rayo, pero de ciega religión en este caso. Cuando al relámpago teológico le amainó el pío resplandor, y la humanidad volvió al ovillo de la razón y la belleza que ya habían anunciado los griegos, los ojos de los hombres descubrieron el paisaje. Que siempre había estado allí, aunque su presencia hubiese pasado desapercibida para filósofos y artistas; para los creadores, poco más era que un decorado, que un telón de fondo, que un marco, referencial o físico. Al menos, en occidente. Porque en el oriente, siempre tan distinto, había ya paisajistas en torno al siglo VI (especial renombre alcanzó Zhan Ziqian, en los años de la dinastía Sui [581-618 d. C.] de quien se conserva un no datado «Paseando en primavera»). Si nuestra civilización vive el período de la senectud (¿por qué, cuando hablamos de nuestro propio tiempo, los contemporáneos solemos juzgarlo como el del fin de una etapa en el devenir de la humanidad?), y los pasados balbuceos de nuestra infancia tuvieron lugar durante los inicios de la civilización, en la antigua Mesopotamia, entre las remotas planicies aluviales de los ríos Tigris y Éufrates, a la época del renacimiento le correspondería —año arriba, año abajo— la edad de la primera madurez. Es entonces, sobre los inicios del siglo XV, cuando el paisaje se convierte no sólo en materia pictórica, sino también en materia de reflexión (y aún, por desgracia, tardaríamos varios siglos más en comprender que no podemos destruir el medio a nuestro caprichoso albur —aunque, en puridad, hay quien todavía no se entera, y así nos va). El adolescente cuya imaginación huía de la tediosa perorata del plúmbeo mosén, se ha vuelto un joven vivaracho, creativo y curioso: dibuja con precisión, elegancia y pasión; pinta con criterio, garbo y entusiasmo. El ser humano que sopor ta al artista, roba horas al sueño para poder edificar su obra. No son fáciles los comienzos, y una jornada laboral al servicio de ajenos intereses lo obliga al sacrificio de la dualidad bancario/artista. Pero el artista va ya varios pasos por delante: el paisaje es, en su obra, la principal materia pictórica; todavía no la única, pero sí la más importante: se adelanta al tiempo de su edad cronológica. El largo, caudaloso río de las insomnes noches de vino y jazz ya no desemboca en funcionariales mañanas de contabilidades, porcentajes y huchas de ahorro —con insoportables manguitos en los brazos de la conciencia: ahora los ríos de la noche van a dar a la mar de intensos amaneceres campestres, donde la luz seduce a los árboles, fecunda a la tierra, hace el amor con los arroyos y los mares. Los pinceles de Morquecho albergan en sus entrañas kilómetros de bosques, lagos, cañadas, montañas, ríos: una naturaleza, andariega y vívida, se asoma entre los marcos de sus pinturas. Pero Morquecho es un viajero sabio, un contemplador experimentado que ya tiene las retinas repletas de paisajes y las neuronas atiborradas de las sensaciones — no sólo visuales / no sólo sensoriales— producidas por los diferentes entornos. Entonces, gracias al dominio de la técnica —apoyada en sus innatas cualidades tanto para el dibujo como para la pincelada— llega a la pura esencia de esos paisajes que tanto y tanto ha amado (y sigue amando). Y nos sorprende/conmueve; ante su más reciente obra nos admira cómo una sola luz puede definir (¿evocar? ¿sugerir? ¿re/crecer?) un paisaje, cómo llena el lienzo una sola pincelada que engendra al mismo tiempo luces, sombras y volúmenes; cómo apenas unos brochazos pueden re-pintar en nuestra memoria paisajes más vivos que los plasmados mediante «técnicas objetivas». Con esta exposición, Morquecho nos demuestra que anda ya muy avanzado por el camino de la madurez (¿no son, acaso, esos andurriales los que nos habrán de conducir a la sabiduría?): ha sabido penetrar hasta la quintaesencia del medio, hasta la condición primigenia del ambiente, hasta la raíz misma de la naturaleza. Y nos lo comunica con tal sobriedad de elementos, con tan bella maestría en las formas que nos deja los sentidos conmovidos y el alma exultante. Hasta la próxima vuelta de tuerca.
Exposición. 17 dic de 2024 - 16 mar de 2025 / Museo Picasso Málaga / Málaga, España
Formación. 01 oct de 2024 - 04 abr de 2025 / PHotoEspaña / Madrid, España