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Origen del paisaje

Exposición / Galeria Edurne / Av. Constitución, 52 / El Escorial, Madrid, España
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Cuándo:
13 feb de 2007 - 23 mar de 2007

Organizada por:
Galeria Edurne

Artistas participantes:
Kiyoshi Yamaoka
Etiquetas
Instalacion  Instalacion en Madrid 

       


Descripción de la Exposición

Yo nací en 1941. Aquel mismo año comenzó la famosa Guerra el Pacífico. Durante los primeros cuatro años de mi vida, hasta el final de la II Guerra Mundial en 1945, asistí personalmente a un sinfín de situaciones, experiencias…, paisajes. Paisajes que no recuerdo, pero que adivino en lo más profundo de mi memoria. Son los recuerdos de mi subconsciente. Y viven allí. Quizá es mi origen del paisaje . Yamaoka, diciembre de 2006

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El espacio que media entre el nacimiento y los tres o cuatro años de edad, con la llegada de cierto grado de consciencia, no parece más que un territorio nebuloso del que la mayoría apenas recordamos nada. Como si fuéramos una página en blanco ávida de aprenderlo todo, de captar con la piel la sombra de los objetos y el rumor de los seres brillantes que pueblan este mundo, hay quien dice que construimos más de nuestro carácter en ese período indefinido de la vida, que en ninguna otra de las etapas de nuestra existencia. El cansancio aún no ha tomado posesión de nuestras ganas de aceptar lo nuevo y las impresiones, en cascada, se arremolinan a la puerta de cada nuevo día, esperando que un niño que no sabe nombrar siquiera las cosas las bautice a su manera con la precisión de un mago.
Es un territorio nebuloso, una franja indecisa, un paisaje aún de nadie y, sin embargo, un rastro de huellas para siempre. A veces he pensado que Yamaoka había extraído, precisamente de allí, toda su obra.
Lo primero que vi, entre las tablas que hoy contemplas, fue una noche hermosa, la geometría de una ciudad en pie y un fogonazo que debió de ser amable antes de borrarlo todo.
Así es la belleza, seguramente: un filo doble, diestramente enemistado, que casi nadie sabe manejar. Nuestros ojos de hoy necesitan componer la escena, aplicar la razón como es nuestra costumbre para que todo esté en su sitio con la correspondiente explicación. Pero, por fuerza, no fue así para un niño nacido en el 1941 que, como sus coetáneos, estaba aprendiendo el mundo, en esa franja inestable y feliz de la que nadie sabe nada.
Los adultos escribieron libros de historia recordando la guerra. Yamaoka y los de su edad no la recuerdan, pero la vivieron. Y hay una memoria previa a la consciencia. No es la que arma como un linotipista de los de antes cada línea rigiéndose por la razón. Es una memoria más carnal y anterior. Y cuando su cosecha aflora tampoco lo hace –ni puede- por los cauces habituales.
Por eso, cuando Yamaoka construye, por ejemplo, aquella “Herida en el cielo de Tokyo”, situándonos en la víspera del drama que aletea sobre la ciudad y sobre el país entero iluminado, el artista enladrilla el firmamento de plomo y aísla la luz. Actúa como su primera memoria lo entiende: desnudando la escena, reduciéndola a la tensión triste y oscura de los metales. ¿Qué otra cosa importa? Son los prolegómenos de una tragedia. Tragedia desprovista de todo, esquelética y pesada, porque es el único modo en que puede conservarse en los cimientos más hundidos de la persona.
Creo que si preguntáramos a Yamaoka por qué pinta, corta, clavetea, grapa, fotografía, difumina o blanquea estas obras y todas las suyas, diría que su cuerpo lo sabe, que las manos dirigen hacia fuera las sombras que se grabaron en su estómago cuando el mundo resplandecía de noche bajo el rumor de los aviones americanos o cuando su madre lloraba discretamente o cuando los hermanos mayores tuvieron que levantar otra vez los edificios para que la ciudad tuviera esquinas y árboles donde poder esconderse con los amigos.
Yamaoka nunca ha sido benévolo en su trabajo: su estética incomoda. Porque clava en el aire los triángulos que no queremos, porque rasga la seda en medio de la perfección redonda de nuestras expectativas. Como si le hubiera gustado tomar parte en la contienda, haber tenido dispuesto el pensamiento o, de otro modo, no haber nacido todavía para llegar así a un mundo completamente nuevo.
Si lo piensas, su posición no es nada fácil. Por eso, y porque sabe que todos somos llamados a ser héroes, empuña de este modo las herramientas. Da cuenta así de lo que no puede, aún habiendo estado allí, y se convierte entonces en un testigo más veraz, por su silencio primigenio, sin intermediario alguno, como esos veteranos que alojan junto a un hueso una pieza minúscula de metralla cuyo sabor a metal creen que les viene a veces a la boca.
La premonición es tan importante aquí como el acto en sí y sus consecuencias. El sol naciente sobre un palacio de la capital el 15 de agosto de 1941, un general despide al último kamikaze desde la cubierta de un portaaviones, el hongo de la bomba atómica, los niños haciendo gimnasia rodeados por las ruinas. Todas ellas son parte de una escena en tres tiempos y unas más que otras abren a su modo o niegan un hueco de luz, un espacio para el alma interrogante.
He pensado que las paredes de plomo eran un freno para el hombre pero también que podían ser todos los hombres, que la multitud estaba así expresada. He pensado que cada trozo informe de plomo podía ser sólo un cuerpo y que el aliento de todos acababa de huir hacia la geometría perfilada en blanco. He pensado que el cielo era lo único gris y que, realmente, el piloto japonés, dentro de su cabina, marcado por un destino heroico y fatal, sólo podía ver así el mundo: una ranura alargada y estrecha por donde entraba la luz.
Técnicamente, estas obras defienden la misma concepción del tiempo recuperado a través de un pacto con el espectador. Cuando propuse a Yamaoka que hiciera ver el reverso de cada una mediante un espejo, se negó rotundamente. Entiendo que hizo bien, porque la carga de la metáfora reside ahí, en lo que sabemos que hay y no vemos. Y es más, cada cuadro se cumple, tiene sentido si somos valientes hasta el punto de hacer desaparecer en una segunda visita la fotografía que reproduce su otro lado. El trabajo consiste en asumir lo que por fuerza está y no nos es dado. Porque esa es la historia de este pintor, la narración de aquel millar largo de días de olvido que antecede a la vida consciente de cada uno. Y eso no nos lo habrían enseñado cuadros simplemente reversibles.
Los que tienes delante tratan un asunto doloroso, aquí no hay nada intercambiable ni por días, ni por gusto, ni por moda. Acaso posean una cualidad casi vegetal, no lo niego. Y una de sus caras reciba la luz del sol y nuestras miradas, mientras la otra duerme oculta, como el envés difícil de las hojas bajas.
O acaso hayamos recibido una lección, como las que impartían los maestros de la piedra en los claustros medievales, y Yamaoka, acostumbrado incluso por sus grafías a representar el mundo, se haya atrevido a juntar significado y arte, a recortar libros de historia y a ponerlos en paralelo con la que guarda, casi sin saberlo, en una zona muy secreta de su propia vida.


Imágenes de la Exposición
Niños arriba abajo arriba abajo

Entrada actualizada el el 26 may de 2016

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