Manuel Beltrán pertenece a una importante generación de pintores asturianos, nacidos a lo largo de la década de 1940, a quienes correspondió la misión de conducir, de manera definitiva, el arte realizado en nuestra región por el camino de la vanguardia. Durante su juventud, unos y otros se unieron con el propósito de realizar exposiciones conjuntas, intercambiar opiniones y evidenciar su participación en un proyecto favorable al arte moderno, en el que se sentían implicados colectivamente.

Dentro de ese grupo de creadores, entre los que cabe citar nombres como los de Bernardo Sanjurjo, Ramón Rodríguez, Carlos Sierra o Miguel Angel Lombardía, el caso de Manuel Beltrán resulta bastante singular ya que, aunque no realizó su primera muestra individual hasta 1979, cuando contaba treinta y cuatro años (en este sentido, a edad más avanzada que el resto de sus compañeros de generación), pronto su trayectoria alcanzó una dimensión internacional ... que le llevó, ya instalado en Madrid, a exponer a lo largo de la siguiente década, y con importante éxito de crítica, en distintas ciudades de Italia y Suiza. A ello habría que añadir la concesión por aquella misma época de una serie de premios que, junto con su periplo expositivo, venían a reconocer una pintura de corte fuertemente expresivo, caracterizada, en un primer momento, por su adscripción a una especie de paisajismo abstracto de poderoso despliegue matérico y, ya a finales de la década de 1 980, por la austeridad de una paleta, a base sobre todo de marrones, en donde lo que más destacaba era la tensión que el pintor establecía entre la aparente libertad con que estaban aplicados color y trazo, y la búsqueda de una subyacente estructura que articulara toda la obra.

Fueron éstos, en definitiva, años muy prometedores y de una febril actividad. Ahora bien, por una serie de avatares personales, lo que recalca esa singularidad antes mencionada para el caso de este artista, a este periodo le siguió otro de casi dos décadas en el que, si bien Manuel Beltrán siguió pintando, desapareció de la escena pública. A lo largo de ellos, el artista asturiano alternó esa actividad con su trabajo en una empresa dedicada al diseño gráfico. En este sentido, una exposición en la Casa de Cultura de Colunga en agosto de 2006, otra en la Galería Dasto de Oviedo entre mayo y junio de 2007, y la que ahora inaugura en esta misma sala, marcan el reencuentro de este pintor con el mundo del arte.

Para esta ocasión, Manuel Beltrán ha elegido una serie de acrílicos sobre cartón realizados en los últimos

meses, y en los que, más allá de los motivos de partida que puedan inspirar su realización, el artista se interesa sobre todo por la captación de atmósferas y texturas. En algunos de ellos vuelve a encontrarse esa inclinación ya señalada por establecer un juego entre la fijación de una estructura, que en la mayor parte de los casos viene marcada por la concatenación de una serie de finos e incisivos trazos, y la libre disposición, tanto por delante como por detrás de la misma, de un conjunto de manchas de color hábilmente texturadas. El pintor articula de este modo su trabajo en una tensión entre regla y emoción que resulta muy acertada. Por otro lado, una banda de color azul en la parte superior de algunos de estos cuadros, una mancha amarilla que se despliega justamente por encima o por debajo, o la presencia de una línea que separa esos dos ámbitos, cifrarían la alusión, en clave abstracta, a elementos como son el mar, el cielo, la arena y el horizonte, los cuales Manuel Beltrán suele llevar casi inconscientemente y de manera continua a todos sus trabajos. De este modo, sigue habiendo por parte de este pintor una inclinación hacia, no tanto el descubrimiento, como sí la incorporación, de ese medio paisajístico a su creación, sin abandonar en ningún momento esa orientación no figurativa. Ahora bien, lo que a finales de la década de 1980 podía interpretarse como una reflexión sobre el mundo de la ruina industrial, paisaje al fin y al cabo que alimentó sus primeros años tanto personales como artísticos, en este momento ha de explicarse en clave de honda meditación sobre el medio natural y la posibilidad que tiene éste de resonar y ser evocado por la mirada del pintor.

Muy significativa resulta, en este sentido, su serie de cuadros dedicados a plasmar unos troncos de árboles caídos que pudieran dar la sensación de estar varados en el arenal de una playa, o su díptico de 100 x 140 cm. en el que, más allá de gestos, signos, caligrafías y manchas, destaca la perfecta distribución de volúmenes, pesos, llenos y vacíos y masas que se da en la composición. Todo vestigio de realidad aparece en esas creaciones fuertemente metamorfoseado, interesándole al pintor, por encima de todo, el tratamiento de los medios plásticos.

Igualmente, mención especial merece el retrato femenino que el artista incorpora en la presente exposición. En el mismo ya no queda nada de la posible retórica o del carácter literario que alimentaban anteriores trabajos suyos en esta misma línea, sino que todo en él alcanza una dimensión mucho más pictórica. Así, la figura se recorta con fuerza, apoyada en una sólida estructura cromática que recuerda ciertos planteamientos de la primera vanguardia expresionista.

Estas son, en definitiva, las líneas maestras por las que avanza la reciente obra de Manuel Beltrán, creador que, liberado ya de otros compromisos, parece dispuesto a recobrar la hondura y el pulso artístico que tan buenas sensaciones dejó allá por la década de 1980.