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Exposición / Llamazares Galería / Instituto, 23 / Gijón, Asturias, España
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Cuándo:
06 nov de 2008 - 13 dic de 2008

Organizada por:
Llamazares Galería

Artistas participantes:
Elías García Benavides - elías

       


Descripción de la Exposición

Cuanto más la observo, más me persuado de que la enorme capacidad de seducción de la pintura de Elías García Benavides reside en la gracia envolvente con la que escenifica y resuelve el drama de la pintura moderna; ese enredo que -desde siempre, pero muy en particular desde el romanticismo-, ha embarullado las relaciones entre el objeto y el sujeto, la realidad y la mente o, más específicamente para el caso, entre la naturaleza y arte. Asumo que quien haya leído esta afirmación no podrá menos que pensar que en ella se trasluce algún tipo de tara de su autor: como mínimo, una seria atrofia de lo que se suele elogiar como "sensibilidad artística" compensada -quién sabe si arteramente-, por una hipertrofia de lo que se suele censurar como "pedantería de reseñista". Un reproche que, no por frecuente, deja de ser razonable. Y aún más ante esta obra, que parece, en primera instancia, fiarse por completo a una sabia economía de la materia para plasmar, desde su propia inmanencia, un cierto tipo de belleza. ¿De verdad se ve eso en un cuadro de Elías? ¿Por qué motivo tendría nadie que valorar desde criterios tan aparentemente externos a ella misma y a la manera en que impacta en el espectador una pintura que interpela de modo tan directo al sentimiento -si se prefiere: a las descargas emocionales de lo fisiológico, a las respuestas más nobles del cuerpo- y que, además, lo consigue en virtud de su propia inmediatez, al margen de toda prótesis teórica o conceptual?

 

Sin asomo de cinismo, la respuesta podría ser "precisamente por eso": por lo que consigue. Porque la consecución de lo que se propone equivale al hallazgo de una feliz solución, en el estricto espacio de un cuadro, al gran drama del espíritu occidental: el conflicto entre el sujeto y el objeto. Por arriesgar un resumen ridículamente simplificado del argumento: en cierto sentido, toda la modernidad -que no en vano cuaja en el Barroco y, sospecho, no ha dejado nunca de ser Barroco- puede ponerse en escena como un monumental juego de confusión de identidades en el que el sujeto se traviste en objeto, el objeto se revela como sujeto, uno de ellos devora o elimina o suplanta al otro, o lo desea, o lo posee por la fuerza, o da a luz, legítima o ilegítimamente al otro... y así hasta agotar toda la equivocidad de roles concebible. En pintura, las consecuencias de ese conflicto podrían sintetizarse en el derrumbe de la representación clásica y de su nítido reparto de papeles. Con la naturalización del ser humano y la consideración de la naturaleza como un sujeto creativo, se abre un juego de mise en abîme en el que ya nunca se sabrá muy bien dónde el autor es simplemente sujeto, la naturaleza simplemente objeto y la pintura simplemente un medio. Y, cuando la pintura ya no se limita a su condición de instrumento neutro, de mediador entre un mundo exterior y el artífice que lo reproduce, se desata el conflicto: la obra que aspira a la imposible suplantación de la naturaleza en sus cualidades más sublimes y absolutas; la consiguiente huida o desaparición de la naturaleza como referente de la representación; su reaparición, reducida a sus cualidades puramente formales, en el interior del cuadro. Por lo que respecta al pintor, al tiempo que descubre su impotencia y el desmoronamiento de sus referentes tradicionales, se revela a sí mismo como naturaleza activa y creadora -una especie de natura naturans a escala humanay como exiliado de la naturaleza; y a la vez toma conciencia creciente de su identidad natural con el receptor, asumiendo la plena hermandad de las estructuras materiales comunes que sustentan la creación y la fruición artísticas.

 

Con este complejo material dramático puede hacerse de todo, desde vodevil a tragedia. De hecho, el arte moderno, sobre todo el que ha asumido el aliento del romanticismo, ha tendido a esto último: bordear, a veces morbosa, patológicamente, el vértigo de las imposibilidades. No es el caso en Elías. Dicho sea sin ánimo de banalizar su trabajo en absoluto, la gracia a la que se aludía más arriba en su forma de resolverlo (y aquí "gracia" es tanto encanto, seducción, como don que se otorga con total desprendimiento) estaría mucho más cercana a la desenvuelta gratuidad de la alta comedia que a los abismos trágicos; no por el tema, que en esta pintura sigue siendo profundo, sino por la ligereza, la fluidez y la transparencia con que se lo trae a escena. Aun inserta como lo está, y sin remedio, en este tumultuoso nudo de conflictos, esta obra consigue hacer superfluo -hasta irritante- cualquier cuestionamiento al respecto desde la envolvente prevalencia de su presencia física y de las emociones que activa. Y ese es posiblemente su gran mérito.

 

Pero eso no significa que en el proceso se hayan ignorado las tensiones y las trabajosas mediaciones que se exigen para pintar en la estela romántica; hay gracia, pero no se ha conquistado por la gracia. Hace falta mucho trabajo, mucho oficio, probablemente mucha zozobra personal, para aprender a hacerlas elípticas, a subsumirlas en esta poderosa inmediatez que no debe enmascarar el hecho de que esta pintura sigue inmersa de lleno, con total deliberación, en el ojo de la borrasca entre naturaleza y arte. Resulta ser así en la medida en que la de Elías es, hasta donde pueda serlo en alguien que sigue pintando con conocimiento de causa después del siglo XX, una poética asumidamente post-romántica: una poética de la co-vibración con la naturaleza que utiliza como medio de propagación el sentimiento y que se traduce después en forma de materia plástica; fundamentalmente, mancha y color. A ello se añade que, siendo formalmente autocéntrica (y esto es sólo una condición necesaria de legitimidad ante sí misma), no es en absoluto una pintura autista; que su idioma plástico se halla al servicio de la re-producción de esa misma vibración sincronizada en el receptor, prolongando el proceso un tramo más allá del acto mismo de sentir y pintar. De nuevo la gracia: un acto de generosidad, un desprendimiento que no sólo reside en la propia consideración, al menos ex hypothesi, de un destinatario para su pintura, sino sobre todo en la eficacia de su sistema de transmisión. No es sólo cuestión de técnica, sino de disposición. La misma receptividad que, antes de pintar, se ha dirigido hacia la captación y codificación de los valores físicos de la naturaleza como valores pictóricos -es decir: transformables a través de la pintura y en pintura-, se convierte mientras se pinta y después de haber pintado, en una exhibición de empatía hacia quien ha de contemplar la obra: un conocimiento inmediato y profundo de los meca nismos que permitirán al espectador decodificar la experiencia de la belleza en el extremo final de la transmisión: el espectador. Puesto que el proceso funciona, puesto que asistimos sólo al último acto, al momento de la resolución del drama, éste queda oculto o se olvida. Pero, implícitamente, sigue estando ante los ojos.

 

La clave de todo esto se halla en el significado de "naturaleza" en este contexto. Ya no se trata, a la manera clásica, de un mundo de objetos subsistentes más allá de su aprehensión por el sujeto que uno se exige reproducir; sino de lo que esa captación -lo que vagamente podría describirse como "sentimiento de la naturaleza", tiene a su vez de naturaleza compartida por todos los agonistas de este proceso: el mundo exterior y sus estímulos; la materia que los vehicula y los reconfigura estéticamente; los mecanismos neurofisiológicos del pintor y el espectador... En resumen: ya no se busca representar, al modo romántico, aquello que de sublime posee la naturaleza, exponiéndose automáticamente a un trágico fracaso, sino lo que tiene de específicamente humano, de compartible -en este sentido se habla de "naturaleza humana"-, la experiencia subjetiva de la naturaleza y de su conversión en una especie de segunda naturaleza: en pintura. Elías no busca ni pone en escena los elementos en conflicto, sino -y esto es esencial en su pintura en cualquier sentido- los elementos de concordancia, de armonía. El perfecto conocimiento de ese "factor común" es la base para construír configuraciones materiales análogas a paisajes que suscitan, con los mismos medios que emplea la otra naturaleza, determinadas reacciones en el autor y del espectador. No es, pues, una mimesis de la naturaleza, sino de sus procedimientos. Ni es mera espontaneidad por ninguna de las partes.

 

La razón de que el romanticismo de Elías no sea trágico está aquí: en el hecho de que no persigue un absoluto inaccesible desde los limitados medios del arte, sino algo más modesto, aprendido sabiamente a través de la observación de la naturaleza y de la experimentación con la materia pictórica. La maestría se calibra en este caso en la abundancia y la fidelidad de los acontecimientos naturales que acaecen en la contemplación o han acaecido, durante su creación, dejando sus rastros en el interior del cuadro: vibraciones e irradiaciones; fulguraciones y destellos; quebraduras y anfractuosidades; sedimentaciones y estratificaciones; calados y goteos; veladuras y transparencias; coagulaciones y manchas; erosiones y lavados; posos y superposiciones... La naturaleza es aquí, a la vez, el texto, el idioma compartido por quien pinta y quien contempla, y sobre todo el garante de que el sentimiento de aquél llegará a reproducirse en éste. Un ámbito compartido en el que todo esto acontece, está aconteciendo, y en el que han acontecido además, previamente, procesos más conflictivos directamente relacionado s con todo lo que se ha descrito.

 

El contemplador subyugado ante la obra de Elías, si es que ha llegado hasta aquí, insistirá en preguntar -una pregunta más bien retórica, y seguramente cargada de escéptica ironía- si es realmente imprescindible hacerse cargo de todo esto para disfrutar su obra. Por supuesto que no, del mismo modo que el observador de un paisaje que asombra por su belleza y su armonía no tiene que hacerse cargo adel convulso proceso a través del cual ha llegado a configurarse como tal, por mucho que el paisaje mismo las evidencie tanto como las oculta. Basta con sumergirse en los climas y las aguas de esas asombrosas concordancias de la materia sutil, la mancha y el color, con la sensación incoercible de que, lejos de una brecha entre el sujeto y el objeto, se concierta en ellos una comunidad esencial; la sensación de que, lejos de una pérdida de realidad o un exilio de la realidad, hay en esta obra una ganancia de realidad, una forma gozosa y suplementaria de pertenencia a la realidad. No otro es el cometido del arte.

 


Imágenes de la Exposición
Elías García Benavides, Ampiezza notturna, 2008

Entrada actualizada el el 26 may de 2016

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