Descripción de la Exposición
No creo tener recuerdos concretos de cuándo fue la última vez que fui a un Parque de Diversiones. Ha pasado tanto tiempo que ahora tengo arrugas en las manos, la piel ajada del trajinar diario y el pelo que se me cae de a montones culpa de la ansiedad citadina y de la verborragia exacerbada de las bocinas de los autos.
Hoy me levanté angustiado y necesito recordar. Quiero volver a la cueva, ser una oruga que abre sus alas y se transforma en un alguien nuevo. Propongo un acto de fe hacia mi memoria y me sumerjo en este viaje.
Unos zapatos largos, kilométricos, con puntas redondas y anchas, así como de payaso. El ruido de una canción pegajosa y repetitiva que se te cuela por el oído y te lleva de un tirón a añorar el baúl de los juguetes de tu infancia. El olor a caramelo, a chicle masticado hasta el hartazgo, a golosinas de colores flúor profundos y made in Taiwán; a chupetines reventados contra el piso y a un algodón de azúcar gigante, más grande que tu cabeza, que ocupa y entretiene tu boca y ensucia tus manos y te cala los dientes hasta hacerlos rechinar.
Cruzar el umbral de esta exhibición es adentrarse en el mundo nuevo que Andrés Matías Pinilla creó para nosotres. Un portal mágico que está armoniosa pero cuidadamente desordenado para que todas las piezas de esta alterada función teatral se acomoden intuitivamente y construyan juntas un espacio donde habitar, un refugio contra el viento, un lugar mejor donde jugar. Es que las imágenes que el artista propone en sala no son obras cerradas ni terminadas. Son regurgitaciones necesarias de un mundo que ya no existe y de un tiempo que transiciona y se vuelve gusano que roe la tierra. Son imágenes mezcladas y unidas por lo aleatorio, así como el Mago Merlín componía sus fórmulas o como los inventores de inventos de la Edad Media creaban sus ready-made. Es que, al fin y al cabo, en un mundo que vomita imágenes, estas obras proponen una ecología de la mirada: son restos, desechos, fotos, dibujos, telas y esculturas que se resignifican y se travisten, que danzan un baile marica, carnavalero y festivo y que —atravesadas por la bella sensación de libertad— nos permiten volver a jugar sin miedo a equivocarnos.
Flota en el aire la sensación de estar en un lugar que conocemos y que admiramos con una familiaridad expulsiva. Un espacio en donde ya alguna vez estuvimos o en el que soñamos estar. Quizás sea lo que quedó de un parque acuático abandonado que cerró a fin de milenio. O un local de comida rápida que aún regala juguetes en cajitas y que aún dicen contener la fórmula perfecta de la felicidad. O quizás solo sea un viaje relámpago a una peatonal superpoblada en Hong Kong.
O al final capaz solo son las ruinas de ese estudio de televisión donde alguna vez fantaseamos con ser un cantante de pop latino y tener un club de fans con chicas que mueran de amor por nosotres, y viajes en jet privados, y ropa cara de Moschino importada del país de Mónica Lewinsky, y toda esa porquería encorsetada y ostentosa que nos prometió alguna vez la infame década de los 90’s.
Es que esa época, la de la promesa de la felicidad eterna consumible en el envase de la belleza hegemónica de los cuerpos, aún no termina de irse y está marcada a fuego para quienes crecimos bajo ese paradigma dislocado y totalizante. El éxito de la operación que Pinilla desnuda en esta muestra es haber podido desarmar en pedacitos la construcción de un imaginario de esa época (y de lo que aún subsiste en el mundo que conocimos hasta el año pasado) para proponernos una mirada crítica y absolutamente personal y emocional sobre el impacto en los mandatos constituidos, sobre la voracidad del mercado productivo y sobre el proceso de occidentalización de las imágenes. Y ahí sí —luego de la deconstrucción de lo fungible— renacer como mariposas, quitarnos el pesado traje de la disciplina de los cuerpos normados y desaprender el camino de todo lo andado.
Volver a ser huevo, vitamina que nutre la carne, sangre que rejuvenece y muta, placenta que alimenta nuevos mundos, caldo de cultivo de otros sentires, alegría que desborda y rebalsa la tierra.
Ayer ya es tarde. Pero hoy es un nuevo día. Y es que el tiempo apremia, porque nadie escucha cantar a los huesos.
Al final del recorrido, lo sensible es solo una gota de azúcar en el desierto.
JOAQUÍN BARRERA
Buenos Aíres, 03 de marzo de 2021
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