Descripción de la Exposición
Mirar el tiempo
Mirar el tiempo como Narciso se mira, abismado, en su reflejo. Domarlo, aunque imposible, porque ten- emos a la muerte -vigilante, acechante y compañera- detrás, soplándonos la nuca, susurrándonos al oído, esperándonos unos pasos atrás, pero preferimos no verla, no escucharla: ignorarla.
La muerte, como principio de realidad y puntual recordatorio.
Los rumbos paralelos. Vida y muerte. Alerta y olvido. Dualidad viva mientras respiramos.
¿Es ensoñación o destino? ¿Disolución o quietud? ¿Ilusión de independencia?
¿Quién mueve los hilos? ¿Quién, el titiritero detrás? ¿Es el pintor? ¿Quién acomoda y define las emo- ciones del que mira una obra?
Estas son las preguntas que laten incisivas en Mirar el tiempo. Es un espejo fragmentado en mil pedazos, en el que mirarnos y sabernos solos.
Somos el San Sebastián castigándose a sí mismo por el propio placer.
¿Somos dos, dicotomía, o somos el que creemos ser? ¿El que asoma en el reflejo, del agua o del espejo, y del que nos enamoramos? ¿O la ceguera elegida a conveniencia, el personaje que nos inventamos ser y llevamos a cabalidad?
Las serpientes en la cabeza, de varias cabezas, como las contradicciones. El siempre estar solos, la irreali- dad que nos inventamos, el dejar de preguntarnos. La angustia de la existencia.
Literal y metafóricamente, como Medusa, ese serpenteo entre ideas y emociones.
La jaula de la desolación, la del virus o la pandemia; la jaula de la existencia y sus cuitas.
El miedo al vacío.
Y la otra jaula: la de la nostalgia, más antigua que la primera pandemia que el ser humano haya conocido. ¿Quién cierra el candado? ¿Somos nosotros mismos con la llave en la mano?
El olvido y la memoria asoman, también, entre estos personajes. ¿Somos lo que recordamos o nos define lo que olvidamos?
Estos personajes con los que nos confronta Alberto Penagos están solos, son desierto.
Habitan su mundo de jaula o de exterior, la mirada lejana y lo que parecen mirar es la soledad. Ya sea una hambrienta de deseo y ganas; una ávida de excesos y placer.
Están aislados.Viven un encierro voluntario o involuntario. Parecen padecer la vida, huir de ella, en algu- nas piezas.
Son miradas que florecen en soledad. ¿Florecen?
Miradas marchitas, también, a la par de las flores que miran.
El deterioro de las pieles, en algunas piezas; el paso del tiempo, la masacre del trayecto, la muerte cada vez más cerca; el tic tac del reloj que nos acompaña, los últimos granos del reloj de arena.
Esta serie Mirar el tiempo se antoja como una oda al aislamiento, un rezo a la virgen de la soledad; el ritual del ensimismamiento. Es un paisaje de ventanas interiores.
Levita el alma, crujen los huesos, una llama enrojece, una mirada ruega, unas manos urgidas, un vacío creciente, un abismo.
Un crear luz a partir de la oscuridad.
Levita el alma, crujen los huesos, una llama enrojece, una mirada ruega, unas manos urgidas, un vacío creciente, un abismo.
Pieles rebosantes de belleza y juventud, también, anhelantes de deseo. Y a solas se complacen.
Una marea de soledades y lejanías, oleaje de miradas perdidas que parecen esperar algo o a alguien.Una Penélope conjugando la espera que no termina.
El difícil acceso a El triángulo dorado que levita, carne vasta y joven, de mirada angelical.
Identidades fracturadas y dolidas, quizá, en su centro y, a la vez, fuera del todo. En el centro de la nada. Como quien olvida el hilo invisible que va de uno a otro, que en otra de las piezas es rojo:hilo de fuego.Conectar con la otredad deviene fuego en algunas de estas piezas. Anhelar el fuego, perseguirlo.
Seis manos regodeándose en un cuerpo hermoso. Lujuria y excesos del placer. Otra forma de Baco, la gula.
La hidra de Lerna, a la que le cortan la cabeza y las multiplica nuevamente.
Y Anfisbena, serpiente de dos cabezas, que nació de la sangre que goteó de la cabeza de Medusa mientras volaba Perseo, sobre el desierto, con su cabeza en la mano.
Así asoma una y otra vez la multiplicidad de la lejanía, ya en las miradas, ya en lo que parecen mirar y nosotros, espectadores, no alcanzamos a ver. Sí, a imaginar. Se abre el abanico de posibilidades.Y ahí está la magia de la pintura de Penagos, aunada a la virtud de su triángulo dorado: mente, mano y mirada. Y así podemos levitar entre las imágenes que nos ofrece y continuar el relato del mito.
El poder del mito y un pincel entre las manos del dibujante virtuoso.
El éxtasis de Godiva; el vacío presente y en primer plano, el encabalgamiento de imágenes, la cadencia del recorrido de nuestra mirada entre su paleta y sus humanos desolados, entre los que asoman animales, novedad en su pintura.
Lilith como mujer fatal o como demonio, la semejante al hombre y la temida por él.
La Lolita y sus historias en papel: caricias deshojadas y sobrepuestas, más que historias.
Los siameses, cráneos paralelos, el acecho.
Leda, hambrienta de deseo y sus ganas emplumadas. Ella, que da vuelo a los sentidos.
El banquete de la langosta, interminable deseo de mujer que se ofrece.
Tiresias, el célebre adivino ciego. El ser humano y las cegueras que elige a placer, y lo que escoge adivinar y creer. ¿Creación o creencia?
Mirar, también, el tiempo transcurrido en la pintura de Alberto Penagos. La cronografía, cómo han ido cambiando sus códigos, su mirada mientras pinta y su intención.
Del grafiti al realismo y óleo, a la tersura de la piel, a los símbolos del mito. Su obra nos lleva de la mano por ese laberinto de lo humano, nos toma de la mano y nos recrea, nos pregunta, nos invita a la reflexión.
Es innegable la influencia de Rafael Cauduro en la obra de Penagos.No en vano -afortunadamente- trabajó a su lado durante 4 años. Sin embargo, los cómos son distintos. El mensaje en la botella -co lienzo- nos cuenta otra historia. Nos invita a beber de ella desde otro lugar emotivo.
La línea de vida en su pintura late distinto.
Penagos nos muestra los laberintos humanos, la violencia, la piel ajada, la belleza, la herida, la muerte como recordatorio, las huellas del tiempo, la nostalgia que respira en cada pieza, nos insinúa algún paisaje que no alcanzamos, y por lo mismo, es el espectador quien define.
Se dice que la mirada del espectador es la que termina el cuadro. Lo suscribo. Y Penagos lo logra cada vez que nos detenemos frente a una de sus obras.
Mirar el tiempo y en ese mirarlo, mirarnos detenidamente, con lupa, si nos atrevemos.
Irma Zermeño
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