Me gustaría pensar que nosotros, cualquiera, deberíamos poder conocer a la gente, a todas las mujeres y hombres buenos y sentirlos amigos o al menos cercanos. Aún no puede ser y tal vez no lo sea nunca; sobre todo porque algunos de ellos sienten el pudor de serlo y significarlo y esconden, en vano, su condición, que puede tardar en ser reconocida.

José o Pepe Blanco, que jamás se arrancó con una copla, ni ejercitó tarea alguna en la vida pública, es este, llamémosle Blanco, que hoy nos ofrece las miradas que vio con su forma de mirar, que captó para el después que es ahora y que nos sirve en blanco y negro.

Son estos que veis, sobre todo personas que miraban ... a la mitad del siglo, el veinte. Algunas, las más, con la vista ya cansada de esos años duros y tristes que reflejan, vedlo, es fácil, aquello que fue y que olvidado o no, vuelve ahora con estas imágenes, que son también paisaje urbano, dolido y arrestado por la impotencia de un tiempo en el que sobrevivir era lo único importante. Pero no son estas, fotografías planas. Si las miramos con atención, nos dicen muchas cosas, no todas buenas es verdad, pero sí todas ciertas.

Los ojos de Blanco y su mirada no juzgan, ni siquiera, creo, se impregnan de lo que ven. Son solo testigos. Serenos pero amorosos testigos, que ni se apropian, ni se duelen de la vida. Creo que como nosotros, cada uno, podríamos decir ahora, sus imágenes susurran o claman sobre todo: ego sum, estoy aquí. Miradme.