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Miguel Macaya Ortiz

Exposición / Jorge Alcolea / Claudio Coello, 28 / Madrid, España
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Cuándo:
18 ene de 2007 - 07 feb de 2007

Organizada por:
Jorge Alcolea

Artistas participantes:
Miguel Macaya Ortiz
Etiquetas
Pintura  Pintura en Madrid 

       


Descripción de la Exposición

Hay un lugar desde donde sucede todo, en la pintura de Miguel Macaya. Un lugar hacia donde miramos todos y desde el que somos mirados. Un lugar donde los hombres posan, donde los perros posan, donde los hombres y los perros se entregan al hecho inmóvil de ser representados por esa escenificación de la memoria súbita que llamamos cuadro. Y eso es posar. Someterse al instante en que son atrapados. Un lugar extraordinariamente quieto que a su vez produce quietud, exactitud. Allí se encuentran la mirada del personaje con la mirada del pintor. Un tiempo y un lugar -ese instante súbito, ese lugar exacto- que poseen algo muy elemental y muy complejo a la vez; algo que se oculta y se nos oculta: el espíritu de lo invisible. Ese es el verdadero lugar donde sucede la mínima acción captada por Macaya. Arte invisible y aéreo el suyo, hasta parecer sólo una suma de manchas, como sucede con los toreros de sus cuadros: parecen guerreros, parecen seres esbozados en su artificio, parecen otra cosa que insinúan, que no muestran.

Detrás de todo cuadro hay, en cierto modo, un recuerdo oculto, propio del pintor, que se metaforiza en lo pintado. Es un recuerdo que sólo él conoce, o ni siquiera lo conoce, porque tal vez sea una reminiscencia, un sabor pasado, una vivencia inesperadamente olvidada que acaece. Es un recuerdo invisible, como el espíritu que lo trae al presente, a los ojos del espectador materializado en esa otra cosa que se ve. De ahí la fuerza simbólica de la pintura, de toda pintura. No olvidemos esta fuerza, que es la que llega directa, única e inequívocamente a quien contempla el cuadro, porque en esa carga simbólica se manifiesta en visible lo invisible. En ese momento lo que pertenecía a Macaya, lo que subyacía en su intención, pasa a ser pertenencia del observador. El sentimiento privado del pintor, su obsesión, pasa a ser patrimonio de todos, nuestra claridad.

De algún lugar privado de Macaya, muy hondo, procede esta inocencia que hay en su pintura. Llega como un rayo a la pupila de quien mira su obra. Una inocencia que habla la lengua de la inmediatez entre la mirada, el perro, el bodegón de ajos, el torero (la esencia del torero) y el espectador. Una inocencia que no sabemos cómo descifrar, al mirar estos cuadros, pero que sólo podemos comprender mediante la aceptación de la ingenuidad como premisa, como comprendemos la enorme, brutal, poderosa belleza inocente de un cuadro como ése del joven que está acurrucado o saltando sobre las olas.

Y también desde esa inocencia, desde ese invisible espíritu que lo vela todo, alcanzamos a entender los fondos sobre los que posan los hombres y los perros y las cosas. Como en el gran maestro Caravaggio, el genio pictórico que crece inagotablemente -pienso en su extraordinario bodegón Cesta de frutas, por ejemplo, bodegón muy distinto de los de Macaya y sin embargo familiares, pintura pura porque carece de luz concreta y no está en ningún lugar, y aún así la entendemos-, los fondos de Macaya, aparentemente hechos para no-ser-mirados, son fondos que contribuyen a la quietud que atraviesa su pintura; son fondos planos muy elaborados, contextos inexistentes, ubicados en la nada. Pero son fondos para comprender, para situar ese salto hacia lo visible. Como en Morandi, cuya paleta tanto recuerda a la de Macaya: lo pobre, lo carente, lo frágil cobran un peso trascendente, a pesar de no ser nada de eso en absoluto, ni pobre, ni carente ni frágil, pues hay riqueza, riqueza de la materia, de los matices mezclados, de los colores nuevos, del gesto, del hechizo del retratado. Por eso Macaya es también un Ramón Gaya misterioso, más rotundo, más laberíntico. Por eso es un Velázquez estático, quieto, inexpresivo. Por eso es un Bacon sin odio ni tormento. Por eso es un Goya sin hastío ni fantasmas.

En Macaya lo pintado, el objeto de la pintura, posee, atesora, presume de lo anónimo, de aquello que deliberadamente es elegido por no tener importancia, por exhibir esa ausencia de importancia como el soporte de la inmanencia de su expresión. De golpe las identidades carecen de solidez: quién es quién en esos hombres, en los perros, en las frutas, todo ello hecho y unificado en un mismo retrato ficticio, presencia ajena pero conocida por ser, finalmente, el retrato ficticio de un mismo hombre, o perro, o cosa sin nombre, común y extraordinario a la vez.

A estos logros y homenajes descubiertos contribuye la escasa narratividad, por no decir la nula narratividad, que Macaya pone en sus cuadros; su estatismo intenso, que transmite quietud incluso en las pocas acciones, movimientos, de sus personajes.

He aquí un modo de ver la vida que tal vez, en ocasiones, algunos artistas alcanzan a entender. Y ese modo de ver el invisible pasar del aire por el tiempo conlleva una extraña alegría -pues hay alegría en Macaya, la alegría de esa inocencia ingenua-. Hay una alegría de la pintura, en estos cuadros. Una alegría que rebosa en el rastro del pincel, de la pintura sobre el lienzo o el soporte que sea. Y es una alegría que se hace enseguida cómplice del espectador pese al aparente resultado, a veces, de algo umbroso, sombrío, en algunos de sus cuadros. Otros, por el contrario, son rastros de una alegría natural, vital, que reconforta a quien decide entrar en ellos. Quizá por este manifiesto ir y venir de lo sencillo a lo complejo, en toda su pintura, creamos que hay muchas apariencias en Macaya, pintor envuelto en una distancia infranqueable, pero son apariencias de nuevo caravaggescas: la epifanía de lo invisible, que está ahí y se abre paso.


Imágenes de la Exposición

Entrada actualizada el el 26 may de 2016

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