Descripción de la Exposición
La geometría de las canciones
«Las formas de la naturaleza», escribe Djerzinski, «son formas humanas. Es en nuestro cerebro donde aparecen los triángulos, los entrelazamientos y los ramajes. Los reconocemos, los apreciamos; vivimos en medio de ellos. En medio de nuestras creaciones, creaciones humanas, comunicables a los hombres, nos perfeccionamos y morimos. En medio del espacio, el espacio humano, tomamos medidas; con estas medidas creamos el espacio, el espacio entre nuestros instrumentos.»
Michel Houellebecq, Las partículas elementales
La ciencia ha quedado fuera de nuestro alcance. Quizás nunca lo estuvo. Pero, quiero decir, fuera del alcance de la gente común, la gente “de civil”. Sus palabras muestran una tendencia a la especialización infinita, a la, ya que estamos entrando en clima, atomización. A cada parcela del conocimiento se le piden sucesivos compartimentos y para cada uno, hay nuevas áreas que nombrar.
Antes de esto la ciencia y el arte fueron, alguna vez, hermanos. No, qué digo, fueron gemelos monocigóticos: comparten el mismo origen, el ADN. Después de unos días, o unos siglos, se dividieron en dos células que, para ser distinguidas, recibieron nombres diferentes. Desde entonces Arte y Ciencia han hecho caminos separados, pero cada tanto se miran o se guiñan. A veces se entienden; a veces, simplemente, se imitan. Imitar a la ciencia empieza como un juego de niños: jugar al laboratorio, jugar a la farmacia, al doctor, ¿quién no lo ha hecho? Es en ese momento cuando se practica una forma de la mímesis que quizás, si se la pudiera conservar hasta la adultez, nos convertiría en sujetos revolucionarios, como pensaba Walter Benjamin. La posibilidad de unir percepción con acción en un solo gesto, de creer en lo que imaginamos, es un impulso cuya primera chispa ocurre en el juego. Probablemente el único reservorio de esos impulsos siga siendo el arte y no es casual, entonces, que allí se guarden esas formas de encantamiento que la ciencia nos produce.
La obra de Julián Terán está hecha de esos deseos. Basta ver nomás cómo se embelesa con las formas de un paisaje galáctico, las líneas entre las estrellas, las rayas que forman un volumen, el suelo vuelto manto. ¿Existen esas cosas? No sabemos. ¿Importa? Tampoco. El artista no es gente que respete exageradamente los protocolos de una disciplina; para eso está la ciencia, que duda poco. De la matemática, lo que más parece importarle es la música, esa forma de partir el tiempo en un dibujo. Terán mide el largo de las canciones amadas al reescribirlas, y las dispone en formas geométricas, quizás para compararlas con el universo. Una estrofa de Zitarrosa es como el mapamundi, parece decirnos. En ese sentido las imágenes de la ciencia, en la obra de Julián, no conforman un discurso monolítico que todo lo sabe, sino el lugar donde reposa ese prodigio humano que son las canciones. El parece tener a la vez, como los artistas románticos del siglo XIX, un amor por los rasgos particulares, expresados en el folclore, y una fascinación por el infinito. Es ahí donde las canciones funcionan como mapa, ruta y hogar; frente al silencio eterno de los espacios abismales, un puñado de giros, expresiones, astillas de la música, nos ofrece refugio y consuelo. Meridiana sea quizás una forma de hacer conversar esas dos escalas de la imaginación.
Leticia Obeid. Buenos Aires, septiembre 2015
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