Descripción de la Exposición
«Las reglas del juego» presenta la nueva producción audiovisual de María Ruido, que consiste en una conversación entre ella y la escritora y activista Brigitte Vasallo. En esta entrevista, filmada en Can Marquès (Palma), se profundiza en las dificultades, conflictos y contradicciones de clase y de género que se producen en el mundo laboral del ámbito artístico y cultural y cómo, desde una perspectiva personal e íntima, se intenta darles respuesta.
En la sala también se muestran otras obras de la artista en las que, a través de la investigación de archivos visuales y memorias, tanto personales como colectivas, explora las nociones de trabajo y clase social. Entre otras, encontramos ElectroClass (2011), Ficciones anfibias (2005) y La memoria interior (2002).
Sus obras apuntan a la necesidad de articular nuevos imaginarios a través de la experiencia de los cambios sociales y económicos que afectan al espacio productivo y a nuestros cuerpos para crear una memoria más diversa, que dé cuenta de la performatividad del sujeto en relación con estas nociones tan significativas.
María Ruido (Orense, 1967) es artista visual, investigadora y productora cultural. Desde 1998 desarrolla proyectos interdisciplinarios sobre los imaginarios del trabajo en el capitalismo posfordista y sobre la construcción de la memoria y sus relaciones con las formas narrativas de la historia.
La creadora vive en Madrid y Barcelona, donde es profesora del Departamento de Diseño e Imagen de la Facultad de Bellas Artes de la Universitat de Barcelona y está implicada en diversos estudios sobre las políticas de la representación y sus relaciones contextuales.
Desposesiones silenciadas
Imma Prieto
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Desconozco si el recuerdo puede conformarse a partir de una presencia expectante, de una mirada infantil que desafía al silencio sin saberlo. Quizá se pueda imaginar a una niña sentada en una mesa de un comedor pequeño y humilde. Una niña que merienda, tras regresar del colegio, antes de hacer las tareas. Una niña que observa callada, que no habla mucho para no molestar demasiado. A su alrededor transcurre la rutina diaria: una mujer le da de comer, ajetreada con las cenas, las comidas, la colada. La mujer puede ser su madre, u otra madre, sobre todo si la suya trabaja en alguna de las fábricas que circundan el perímetro industrial. Esa niña ha crecido entre conversaciones ajenas, sabiendo del coste de la vida y de la dureza de las condiciones laborales. Con el paso de los años, aquella niña pudo educarse en otros lugares y espacios en los que el hogar quedó en entredicho. Su mirada pudo aterrizar en otros cuerpos y lenguajes. Su certeza era la de estar habitando otras vidas distintas a las que la vieron crecer en espacios cotidianos y domésticos.
«Las reglas del juego» da nombre al nuevo trabajo que la artista María Ruido presenta en diálogo con la escritora Brigitte Vasallo, una instalación audiovisual que invita al espectador a ocupar o habitar ‒dependerá de la experiencia previa de cada uno o una‒ un espacio en el que se asiste a un intercambio de memorias que apuntan, sin complejos, al concepto de clase social. Así mismo, la exposición recoge algunos de los trabajos que María Ruido ha desarrollado a lo largo de su trayectoria: La memoria interior (2002), Tiempo real (2003), Ficciones anfibias (2005) y ElectroClass (2011). La exposición se complementa con algunos de los guiones que forman parte de sus películas, con un diagrama realizado ex profeso y con la intervención en el espacio público de algunos de sus collages. El conjunto permite que nos adentremos en una reflexión que pone de manifiesto la necesidad y la vigencia de seguir hablando de clases sociales, de lo que supone moverse dentro de un espacio perverso que obliga a la desposesión.
Bajo esta sutileza se constituyen múltiples modificaciones que apuntan a un desclasamiento para poder sobrevivir en un mundo que te obliga a censurar a otros cuerpos que te han acompañado. La desposesión de algo que nutre tus orígenes es obligada si, para devolver lo que otros no tuvieron, tienes que mantener esa ganancia ‒y aquí se esconde una primera contradicción‒ entendida como promesa o amenaza: «Has de vivir la vida que yo no tuve». El desclasamiento no es solo disfrutar de otras condiciones económicas y sociales, el desclasamiento es asumir cierta normatividad que amputa la posibilidad de movimiento interno, que ciega y cancela algo que te pertenece. El gesto y el lenguaje han de corresponderse con esa nueva performatividad, plenamente política, que habla del lugar que debes ocupar.
A lo largo de la historia las normativas que han cosificado nuestros cuerpos han ido transformándose, a pesar de ser el cuerpo de la mujer el que en mayor grado sigue estando sujeto a todo tipo de disquisiciones, juicios y prejuicios. Cabe apuntar que estos códigos no siempre han sido los mismos, pero no sucede así con el criterio que los ha configurado, pues no siempre el juicio, consciente o inconsciente, ha sido igual. Lo que no ha variado es que esas ontologías normativas adjudiquen, de forma automática, qué cuerpos importan. Y lo han hecho, a pesar de las variables, como si cada vez se estuviese disponiendo de una especie de verdad absoluta, de un mandato incuestionable. Es esta decisión la que sigue recalando en la decisión de unos pocos. Aquellos que tienen el poder de decidir quién y qué importa, cómo es el canon que ha de regir a ciertos grupos o comunidades.
La relación del cuerpo con el entorno, con el propio cuerpo o con otros, esta gestión relacional implica y se constituye a partir de ciertas normas sociales. Asumir las diferencias entre unos y otros puede llegar a ser, incluso, evidente. Pero ¿qué sucede cuando dejas de pertenecer a algo y nunca llegarás a pertenecer a lo otro? ¿Qué lugar ocupan esos cuerpos? ¿Desde dónde reivindicar la pérdida o bien el nuevo no-lugar?
Ruido y Vasallo nos introducen en un diálogo punzante e íntimo en el que la falta de un territorio reconocido y propio, es decir, no dado, puede llegar a provocar pérdida y dolor. Sus gestos y palabras se funden y encuentran, sabiendo encarnar una nueva entidad capaz de dar lugar. Un espacio que asume ese desplazamiento performático en torno a la identidad y que, por tanto, es también terriblemente vulnerable, frágil. Son, pues, presencias encontradas y enfrentadas; así constituyen un nuevo lugar desde el que mostrar es estar, casi, sin condiciones.
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Bibliografía:
Butler, Judith; Athanasiou, Athena. Desposesión: lo performático en lo político. Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2017.
Haraway, Donna. Manifiesto para cyborgs. Mar del Plata: Letra Sudaca Ediciones, 2018.
Vasallo, Brigitte. Lenguaje inclusivo y exclusión de clase. Barcelona: Larousse, 2021.
Zafra, Remedios. Ojos y capital. Bilbao: Consonni, 2018.
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Apuntes para la ciénaga
Apuntes para la ciénaga [Cartografías a partir de María Ruido][Cartografías a partir de María Ruido]
Brigitte Vasallo
Dice Avtar Brah
La palabra diáspora refiere a una «dispersión desde» y expresa, así, una noción de centro, de locus, un «hogar» desde el cual se da la dispersión. Aquello que diferencia una diáspora de un viaje son las circunstancias de la salida. No solo el quién, sino el cuándo, el cómo y el porqué. Una diáspora es un proceso de la Historia.
Entre 1950 y 1975, seis millones de personas en el Estado español abandonan la vida campesina para desplazarse a la modernidad urbana y capitalista, convertidas en mano de obra no cualificada, en extranjeras, en analfabetas, en paletos. Su locus, su hogar, carece de continuidad geográfica, de gentilicio: no vienen de un espacio, sino de un concepto, de una forma de vida y de un sistema de creencias que desaparece con su éxodo, con su migración.
Las circunstancias históricas de este proceso se inscriben en el marco de una guerra contra el campesinado por parte de las oligarquías y de los grandes terratenientes articulados bajo el régimen militar franquista. Tras la caída del proyecto fascista europeo para Europa al final de la Segunda Guerra Mundial, el régimen queda aislado por la comunidad internacional; pero un giro de su política económica es causa y consecuencia de nuevas alianzas que propician su pervivencia inusitada e inesperada. La consecuencia es la entrada desbordada del capitalismo liberal y la extinción de formas de organización social comunitarias que no logran adaptarse o que son incompatibles con el nuevo sistema impuesto.
Corrección: las circunstancias históricas de este proceso se inscriben, por lo tanto, en el marco de una guerra contra el campesinado por parte de las oligarquías y de los grandes terratenientes articulados bajo el régimen militar franquista con el apoyo y el beneplácito de la comunidad internacional.
Nota al pie
Aún no ha sido estudiada la relación entre las formas de violencia intergeneracional vividas en las familias mutantes y la violencia de la expulsión, de la transformación de los cuerpos en cuerpos proletarios y de la imposición del sistema sexo-género nacionalcatólico sobre las formas de género campesinas.
Interludio
[ElectroClass] Los trabajadores son cooptados. Se ha proyectado su declive como clase: consumidores de productos, propietarios de viviendas. Por primera vez, sus hijos e hijas quizá no tengan que enfrentarse a los mismos trabajos agotadores y destructivos que ellos. La clase se convierte en un lugar que se quiere abandonar. ¿Y por qué razón no van a querer abandonarla? ¿Por qué han de volver a intentarlo, tras tragarse tantas derrotas?
Si yo fuese libre, escribiría
Siendo casi menor de edad y en la década más dura del franquismo, Delfina Vasallo salió de Chandrexa de Queixa, a 72 km de Xinzo de Limia para ir a servir a París; a un idioma, una frontera y 1.410 km de distancia de su aldea. No creo que supiera leer ni escribir, habilidades que mostraba años después de manera dubitativa, temblorosa, y que tal vez adquiriera en París.
La que sería mi madre decía: la Madame Charmat me enseñó a cocinar y a usar los cubiertos. Frédéric Charmat, el niño que creció a su cuidado, fue artista. Tengo un cuadro suyo en mi casa y es lo único material que conservo de mi madre, aparte de las facciones de mi rostro que es (dicen) el suyo. Yo nací cuando mi madre creía estar volviendo a España, pero escogió, por falta de información, instalarse en Cataluña. A un idioma, una frontera nacional no administrativa y 984 km de Chandrexa de Queixa. Este error de cálculo, esta ignorancia, la condenó a seguir siendo emigrante después de su regreso. A ser extranjera cuando había tomado la decisión de dejar de serlo.
Todo este destierro que acarreamos es poco más que eso: un error, un malentendido de apenas unos cientos de kilómetros.
En 1963, Dolores Ruido salió de Xinzo de Limia, a 72 km de Chandrexa de Queixa, para ir a envolver chocolates a una fábrica cercana a Hamburgo; a un idioma, una frontera y a 913 km de París. Su historia está recogida en el film La memoria interior. María Ruido, su hija pequeña y directora de esa película, creció en Xinzo a cargo de sus hermanas y hermanos.
Cuando nos conocimos, María me dijo: nós as duas somos o mesmo: ti creciches con nai mais sin terra, eu crecín con terra mais sin nai.
Esa identificación desde la carencia es una forma de hogar.
Lo que no somos, dice Marlene Wayar, nos define tanto como lo que somos.
Y canta Mayte Martin: se le ha borrado a la arena la huella del pie descalzo, pero le queda la pena, y eso no puede borrarlo.
La vida campesina es la alteridad fantasmagórica de la modernidad urbana, la otredad cosificada y deshumanizada, el constructo creado para afirmar un contrario, sin entidad más allá de su uso como antítesis. La gente del campo es retratada como infrahumana, como humanidad en proceso de humanizarse, sin voz política válida ni agencia reconocida. La vida campesina se dibuja como indeseable y solo cabe la narrativa del autoodio, del rechazo y del agradecimiento por la superación de ese estado.
Las formas de pensamiento y transmisión propias de ese contexto son resignificadas y ridiculizadas: el habla deviene deje y la oralidad deviene analfabetismo. El único proceder válido es el burgués: las normas de género, el refinamiento del cuerpo, la gestualidad, la forma de vestir, de caminar, las aspiraciones, los sueños, la manera de follar y con quién y con quién no, las palabras, el tono de las palabras, los temas válidos y los temas tabú.
(La burguesía, por definición, no habla de dinero, ni de sexo, ni de muerte)
El campo, lo rural, es un problema a resolver por las lógicas que entienden la modernidad urbana, ilustrada, como forma superior de vida. La pobreza de ese campo en concreto se entiende como «la pobreza del campo», una cualidad esencial a la vida campesina y no un accidente relacionado con el capitalismo industrial, la inaccesibilidad a los medios de producción mecanizados y los macroprocesos económicos que imposibilitan formas autónomas de subsistencia que no sean marginales.
Ambas esferas, la modernidad urbana y la vida campesina, son construidas como excluyentes. Y ese mismo proceso de construcción las hace de facto excluyentes. Todo aquello que llamaremos cultura pasa a ser patrimonio de lo urbano. Y pasa a estar en manos de las clases dominantes en y de lo urbano, que marcan sus normas de acceso y de pertenencia. Tienen los medios de producción de la cultura. Las obreras, cuando entran a producir cultura y no solo a consumirla, lo hacen ya desde las lógicas de la alienación.
Dice Avtar Brah
En las diásporas, las circunstancias de llegada son tan importantes como las de salida. Aquello que refiero –dice ella– como «espacio de diáspora» abarca la comunidad diaspórica y las comunidades no desplazadas, las relaciones que se establecen entre ellas, así como las relaciones que se establecen entre diferentes diásporas.
Independientemente del lugar adonde llegáramos, denomino diáspora txarnega a esta expulsión de lo rural bajo el régimen franquista. Lo llamo así por darle un nombre que sea feo, por darle un nombre que suene mal, por darle un nombre que no esconda la violencia, que no agache la cabeza, que le dé vergüenza al amo por una vez, que se le caiga la cara de vergüenza cada vez que lo pronuncio. Lo que denomino la diáspora txarnega parte de un lugar que es ontológico. La dispersión nos convierte en un monstruo policéfalo de cabezas desiguales: lo que somos y lo que no somos en nuestras llegadas a Cataluña, Madrid o Euskadi, Alemania, Francia o Reino Unido, Argentina, México o Brasil.
En el «espacio de diáspora», para completar el mapa, la cartografía –por seguir con la nomenclatura propuesta por Brah–, debemos incluir a las poblaciones que quedaron en el lugar de origen, sosteniendo el vacío de nuestra ausencia.
Interludio
[La memoria interior] Hoy, cuando llego a casa, me siento extranjera; soy ya una extranjera, como condición, como deuda.
Dice Avtar Brah
El concepto de diáspora pone el discurso del hogar y la dispersión en tensión creativa, inscribe un deseo de hogar al mismo tiempo que critica los discursos que hablan de orígenes fijos.
El hecho diaspórico desborda el viaje de la diáspora y desborda la generación del tránsito. Las hijas de la diáspora seguimos en movimiento hacia el ser aspirado, hacia la promesa, hacia el devenir imaginado en el momento de dejar nuestro mundo originario atrás. Si nuestra comunidad ha sido desarticulada para progresar, nosotras debemos progresar, porque el sacrificio ha sido enorme. El tablero está desplegado y solo nos queda jugar.
El ser imaginado es alguien que ha dejado atrás la condición de subordinado.
¿Qué es lo contrario a la subordinación?
Aquello que denomino la memoria del hambre es una herencia tan presente y tan tangible como la herencia de un apellido ilustre. La vergüenza de la memoria del hambre es tan consecuente como el orgullo de la acumulación (especulativa) de capital simbólico. La deuda que llevamos la pagamos con movilidad social, esa es nuestra condición: la obligación de continuar el camino que nos aleje del ser subordinado.
Las clases dominantes no saben que lo son.
Lo saben.
Las clases dominantes no saben que su condición de dominantes opera en todos los gestos, en todas las relaciones, a cada momento. No es falta de información: no lo saben porque les da igual. No lo saben porque no saberlo forma parte de la dominación. Hay una neutralidad parecida a aquella de la hombría y de la blanquitud. Hay una transparencia, un silencio. Lo que no se nombra es lo que más existe, pues no necesita siquiera ser nombrado. Adentrarse en el espacio de las clases dominantes, en su espacio físico, en el espacio que se han creado para sí mismas, para su propia validación y reproducción de clase –el museo, la academia, el cóctel del encuentro literario o el encuentro literario en su conjunto–, adentrarse en ese espacio es un ejercicio de disimulo de una misma y de disimulo de la violencia de ese espacio. Cada apellido es un insulto. El apellido de los verdugos que te saludan como si fuesen tus iguales porque saben que no lo son y marcan a fuego, con esa pantomima, el profundo desequilibrio. Porque yo, para ser una igual, no puedo ser yo. Y ellos, para igualarse a mí, deberían dejar de existir.
Si yo fuese libre, escribiría
Hay okupas que están llenas de criaturas de papá que odian a papá y quieren plantarle cara. La burguesía es jodidamente autorreferencial y se adueña de todos los espacios. Para acceder a los suyos tienes que disimularte; para habitar la resistencia tienes que hacer como si no los reconocieses cuando se visten de ti. Hacer de tripas corazón. Disimular lo que sabes y lo que ves. Hacerte dócil.
Sonreír es una forma inquietante de subalternidad.
Hay okupas que están llenas de criaturas de papá que odian a papá y aborrecen las faltas de ortografía.
Estas okupas huelen distinto. No es un olor: es una intuición, un sonido, unas formas que perduran, que se sienten en la manera de entrar en la sala, de sentarse o levantarse de una mesa, de tomar la palabra o de soltarla, de mirar o de no hacerlo.
Lo contrario a la subordinación es ese olor. Abandonar la condición subalterna es notar ese olor a pesar del disimulo. Es odiar ese olor. Las clases dominantes disimulan en las okupas como yo disimulo en el museo, pero su mentira es aplaudida y la mía es humillante. Es la continuación de una humillación histórica.
La subalternidad es esa lógica, y su contrario es ilegal.
Ese hedor a autoridad lo aprendí en los gestos de la señora donde limpiaba mi madre, en el empleado del banco fastidiado porque mi padre no sabía leer, en el profesor disgustado por mi acento mi deje mi ropa mis maneras el tono de mi voz o el volumen de la misma. Mi zafiedad que arrastraba aún la tierra bajo las uñas. Y ese silencio que se hace a tu paso cuando entras en aquella reunión de trabajo donde eres la única que no estuvo en el bautizo en la fiesta de graduación en aquella cena aquel encuentro secreto entre gentes de izquierdas que se encuentran en lugares secretos para hablar de cosas secretas y de izquierdas.
Y encima con esas pintas, ese cuerpo de campesina disimulada, esa ropa barata.
Y ese apellido de mierda.
Pero el silencio os delata. Por mucho que dejéis de ducharos, oléis jodidamente a limpio.
Interludio
[Ficciones anfibias] No encuentro mejor imagen que la del anfibio para definir la adaptación de los trabajadores a los cambios en el sistema productivo. Nada se asemeja más a una mujer que circula en su extensa jornada entre el trabajo asalariado y el trabajo invisible que la doble respiración y, en el mejor de los casos, la sangre fría.
Dice Alba Solà Garcia
Podemos entender la expansión del capitalismo europeo dentro de sus propias fronteras como un proceso de colonización, trazando una historia de dominación y subalternización de una otredad que incluye el campesinado comunal. Así, el capitalismo europeo, desde sus inicios hasta el presente, habría llevado a cabo la dominación, la aniquilación y el borrado de identidades, culturas y formas de vida otras; esto es, formas de producción y reproducción distintas, para instaurar un único sistema de expropiación y pensamiento.
Si yo fuese libre, concluiría
Las formas sociales de las clases dominantes son incompatibles con la vida.
Me daríais pena si no me dieseis tanto asco.
Me he comprado un piso para ser libre en lugar de mentir.
Me he comprado un piso lo bastante lejano y lo bastante roto como para ser barato. Lo he comprado en efectivo, con dinero que llevo años escondiendo en una caja.
Yo no escondo el dinero de la vista de los cacos, lo escondo de la mirada del amo. Los cacos no me miran: al verme, dejan de mirarme. Para el amo soy cualquiera: y por eso.
Llevo años escatimando dinero a la vida social, a los viajes, a las vacaciones, a negarme a hacer trabajos que me repugnan, a la ropa nueva más allá de la estrictamente necesaria para el estrictamente necesario disimulo, a comer cosas que me gustan y que me hacen bien, a ir a terapia para no medicarme. Es así como he llenado la caja: vaciando.
Lo contrario al capitalismo no es el anticapitalismo, es el tener techo.
Mi miedo más grande es dormir en la calle.
Mi miedo más grande es que mi hijo duerma en la calle por un error mío. Por un error de cálculo mío. Por haber mordido la mano que me alimenta. Por haber escupido a la cara del amo con esas cosas del escribir como si yo fuese libre. Calladita no estoy más guapa, pero estoy más segura.
Me daríais asco si no me dieseis tanto miedo.
Apuntes para la ciénaga [Cartografías a partir de María Ruido]. Con fragmentos de Cartografías de la diáspora de Avtar Brah, ElectroClass de María Ruido, Travesti, una teoría lo suficientemente buena de Marlene Wayar, «Por la mar chica del puerto» de Mayte Martín, La memoria interior de María Ruido, Ficciones anfibias de María Ruido, Campesinos, punks y charnegos de Alba Solà Garcia.
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Working Dead: una experiencia de investigación social en el museo
Valentín Roma
A principios de 2017, en el marco de la nueva dirección artística en La Virreina Centre de la Imatge, se abre un capítulo de trabajo, hasta entonces inédito para la institución, que sitúa las investigaciones sociales en el centro de sus cometidos y que otorga a estas una autonomía tanto discursiva como presupuestaria respecto a sus proyectos expositivos y a sus programas públicos.
La idea que nutría dicha perspectiva era doble: por un lado, erigir un frente amplio de diálogo en el espectro barcelonés con prácticas instituyentes no codificadas; por otro, ensayar formas de desbordamiento a largo plazo que implicasen la introducción de otras temporalidades dentro de un dispositivo, el museo, históricamente programado para lo ocasional y para el gesto de envergadura mediática.
Al mismo tiempo, otro de los parámetros fundamentales que operaban en aquellos momentos fue que esas investigaciones las llevasen a cabo equipos donde la presencia de artistas, activistas y pensadores tuviesen un papel significativo, pues se entendía que nos hallábamos inmersos en un exceso de teorización sectorial, una enésima oleada de crítica institucional, ya demasiado autista, que sustituía la reflexión acerca de los roles del museo en la esfera pública por aspectos sobre sus nomenclaturas, sus cuitas administrativas y sus atávicos sistemas de ensalzamiento u ocultación.
En este contexto se propone a María Ruido, Marta Echaves y Antonio Gómez Villar un plan que ellas perfilan «para reconsiderar las cada vez peores condiciones laborales y para analizar cómo la división del trabajo no solo conforma nuestras vidas, sino que también está íntimamente imbricada con las formas de gobierno que influyen de forma radical en nuestras existencias», según sus propias palabras.
El resultado es Working Dead. Escenarios del postrabajo, una investigación que duró dos años y que tuvo cuatro episodios públicos. El primero, el 28 de septiembre de 2017, cuando se presentó el proyecto y con él la película La mano invisible (2016) de David Macián, basada en la novela homónima de Isaac Rosa, que contó con la presencia del cineasta y el escritor.1 El segundo, a partir de dos seminarios, el 21 y 22 de marzo de 2018, dedicados al Trabajo más allá del empleo: producción y reproducción en la era del postrabajo,2 con Matxalen Legarreta y Marta Malo de Molina,3 así como con Las Kellys, Tonina Matamalas Ensenyat, Carme Gomila Seguí y la Agrupación Feminista de Trabajadoras del Sexo (AFEMTRAS).4 Por último, el 24 de octubre de 2019, tuvo lugar la presentación del libro Working Dead. Escenarios del postrabajo, un volumen que prolongaba la colección abierta desde La Virreina para sus investigaciones o plataformas de producción de imaginario social,5 y que no era exactamente una antología de los materiales desarrollados hasta el momento, sino un ensayo coral con textos inéditos, entrevistas y conversaciones.6
¿Qué recapitulación puede hacerse, desde el ámbito institucional, sobre esta experiencia? En primer término, cabe decir que sigue siendo necesario repensar los perímetros de un debate, el de las condiciones laborales, más allá de los ejes que impone el pensamiento político ortodoxo, con sus disyuntivas derecha e izquierda, neoliberalismo o sindicalismo. También conviene referirse a los sistemas de regulación desplegados por un sector como el del arte, que en ciertos casos adoptan el aspecto de reivindicaciones productivas antes que el de una verdadera ideología disidente frente al trabajo.
En Working Dead y, creo, en la misma práctica artística de María Ruido, en el pensamiento filosófico de Antonio Gómez Villar y en el quehacer curatorial e investigador de Marta Echaves, la reflexión de clase no deviene un ingrediente añadido o un aderezo político, sino que es un elemento crítico que articula sus respectivas trayectorias.
Por eso, porque la clase trabajadora ha ensanchado la base que anteriormente la articulaba y hoy tiene que afrontar, sobre todo en ciertas generaciones, el conflicto de lo aspiracional, es decir, el desclasamiento y, con él, un proceso de constitución de otras subjetividades, otros interrogantes y otras formas de conexión con la memoria y los saberes proletarios; porque hoy debemos somatizar el aislamiento, unir nuestras vulnerabilidades y hallar sistemas de colectivización para nuestra fuerza de trabajo, la vieja divisa arte=vida ha manifestado, claramente, su arraigo en el arrepentimiento burgués, mientras que las nuevas clases medias sentimentales –que son los nuevos dirigentes, consumidores y narradores del museo– apelan a cierta emocionalidad no exenta de antagonismos políticos, se regodean en la llegada de la revolución y, a la vez, se avergüenzan ideológicamente de ella.
El pensamiento y la historia del proletariado aún constituyen una anomalía museográfica. La reinvención institucional suplantó un genuino plan transformador. Allí donde se necesitaban proyectos de choque aparecieron sofisticados análisis gramaticales que tan solo detectaban los errores del sistema. Una intensa tarea de decodificación no implica siempre una misma potencia confrontativa.
La pregunta, entonces, no es si en la institución Arte tiene cabida lo subalterno y si el dispositivo Museo puede autoauditarse, convertirse en un parlamento de lo sensible o está habilitado para mirar su transparencia. El asunto, según ejemplificó el proyecto Working Dead, es hasta dónde «la fábrica cultural» replica, en el modelo del capitalismo contemporáneo, todas y cada una de las alienaciones, los procesos de identificación, los métodos de discrepancia y las jerarquías de las otras fábricas en las que trabajaron quienes hoy nos traen noticias de la antigüedad ideológica, parafraseando aquel film memorable de Alexander Kluge7 sobre el intento, necesariamente bello e involuntariamente infructuoso, que llevó a Sergei Eisenstein a tratar de plasmar, en una película, El capital de Karl Marx.
1 Ver
Exposición. 31 oct de 2024 - 09 feb de 2025 / Artium - Centro Museo Vasco de Arte Contemporáneo / Vitoria-Gasteiz, Álava, España