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Luciérnagas (Pequeño formato)

Exposición / Cornión / La Merced, 45 / Gijón, Asturias, España
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Cuándo:
05 abr de 2013 - 04 may de 2013

Inauguración:
05 abr de 2013

Organizada por:
Cornión

Artistas participantes:
Andrés Rábago - El Roto
Etiquetas
Pintura  Pintura en Asturias 

       


Descripción de la Exposición

Texto del catálogo 'Un viatge de mil demonis (i un parell dángels). Centre d´Art Tecla Sala. L´Hospitalet

 

Cuanto sucede en las pinturas de Andrés Rábago sucede en silencio. Este del silencio es acaso su rasgo íntimo más reseñable, como sus rasgos visibles, de los que hablaremos también, son otros. Pero llama la atención en ellas, ante todo, ese silencio que se extiende por todo el cuadro, un silencio silencioso. Hay también silencios clamorosos (el del ruiseñor lo es, quiero decir ese silencio que sigue a su canción una noche de primavera, dormidos los húmedos campos, lejos de cualquier ciudad), o rumorosos, el que sigue o el que precede a la lluvia de una tormenta de verano, por ejemplo. El silencio de las pinturas de Andrés Rábago es el silencio de los solitarios.

 

No porque la mayor parte de las figuras que aparecen en esos cuadros sean seres solitarios que siguen siendo solitarios incluso cuando se acompañan de alguien, sino porque se trata de silencios que son a nuestros pasos lo que nuestra sombra a nosotros mismos: adondequiera vamos, no se despegará de nuestro lado. Adondequiera vayan los cuadros de Andrés Rábago, les seguirá su silencio.

 

El silencio de su pintura viene subrayado en cierto modo, como en el caso del ruiseñor al que aludíamos, porque hay otra parte de la obra de Andrés Rábago que es todo lo contrario, aquella en la que la imagen no es nada sin la palabra. Me refiero a su trabajo como dibujante satírico con el seudónimo de El Roto. En tales dibujos sus figuras hablan siempre, no podrían no hacerlo, son en tanto que piensan en voz alta, son en tanto que dicen o, a menudo, por aquello a lo que aluden, sin tener que concretarlo (esa es la alusión y la elipsis: un decir a medio desvelar).

 

Y antes de seguir hemos de referirnos, desde luego, a este hecho significativo en alguien que ha sido y es, además de sí mismo, otro, siguiendo el mandato de Rimbaud, aquel su célebre Je est un autre. Aunque no hemos de confundir a Andrés Rábago con El Roto, como tampoco fue Andrés Rábago aquel OPS que dibujaba inquietantes escenas mudas (y, ojo, no confundir silencio con mudez, ni al silencioso con el mudo), hemos de tener presente que Andrés Rábago es, diríamos como el pequeño filósofo de Azorín, Andrés Rábago, alguien que es en su pintura, que es pintura.

 

Claro que el Andrés Rábago que fue en tiempos OPS es en la actualidad, a ratos, El Roto. De hecho se levanta siendo El Roto, con su viñeta satírica en El País, pero deja de serlo en cuanto se pone delante del caballete o hace vida corriente con su familia y sus amigos.

 

En ese punto es Andrés Rábago, un hombre alto, flaco, de modales reposados y distinguidos, cabeza de caballero de El Greco y cabellera de don Quijote, y de carácter reservado, pero sumamente afable, risueño podríamos decir, lo que aún parece hacer más excepcionales esas viñetas diarias en las que ha cristalizado el más fino, discreto y desolador espíritu crítico de nuestra época, tan cercano a menudo a las truculencias de Gutiérrez Solana, que fue, como el propio Rábago, un ser puro, delicado y bondadoso, ocupado de las cosas, nunca de medirse con los demás.

 

Y decía que si las pinturas de Andrés Rábago nos parecen tan abrumadoramente silenciosas, acaso sea por todo lo que se dice y se habla en El Roto, tanto más hondo y memorable cuanto más conciso y lapidario (y tiempo y lugar habrá para referirnos a ese hablar de El Roto, que encuentra en su brevedad, casi conceptista, buena parte de su fuerza, como si se tratara de verdaderos aforismos en la mejor tradición de la literatura moral aforística, de Lichtenberg a Cioran, pasando por Nietzsche; y para otro momento esa hibridación de OPS y El Roto en algunas de sus viñetas mudas, que tantas semejanzas tienen a menudo, en tanto que dibujos, con algunas de sus pinturas).

 

Acostumbrados a que las figuras de sus viñetas se adelanten a nuestro pensamiento y nos digan algo, por lo general atemporal, pese a nacer de hechos y circunstancias cercanas y reconocibles por todos, acostumbrados a esa elocuencia parva, acostumbrados en sus viñetas satíricas a escuchar, decía, en sus pinturas parece suceder lo contrario: somos nosotros los que hemos de abrirles el alma y hablar a los personajes que hay en ellas, que están esperándolo.

 

Le ha oído uno algunas veces hablar al propio Andrés Rábago del alma, en la que cree como creemos todos, de una manera tan vaga como firme, un alma que está un poco por todas partes, no sólo en nosotros, sino en las cosas y en la pintura también. Un alma que trasciende pero no es trascendental, un alma inmanente, como la llamaba Juan Ramón Jiménez. No es ajeno a ello, quizá, el hecho de ser él persona que practica la meditación, cuyo objeto es poder mirar todo lo nuestro desde un lugar fuera del espacio y durante un tiempo fuera del tiempo. Así tal vez podríamos explicar que el alma a la que él se refiere, la que nos piden sus cuadros, no tenga propiamente edad, como tampoco ojos. Envejecemos, pero en nuestros ojos mira el niño que fuimos, y la mirada no podría envejecer.

 

Tampoco el alma lo hace, y el lenguaje que entiende el alma, en pintura, es el sentimiento, en el que tampoco hay edad.

 

Edad tienen, por el contrario, las formas.

 

De estas ideas ha hablado uno con el pintor algunas veces. De estas cosas conviene hablar, sin embargo, sin levantar la voz, incluso sin terminar las frases. Con sobrentendidos. Quien busque convencer con ellas a alguien habrá perdido su tiempo y lo habrá hecho perder. Decíamos que el alma de sus pinturas no tiene edad, pero sí la tienen las formas en las que están pintadas, el traje que ha querido darles. Las formas son principalmente tiempo, modo, lugar. Todos hablamos de una manera, los pintores pintan cada cual con la suya. Nos distinguen por ella, y sabrán de nosotros y de nuestro tiempo sólo con mirar esas maneras. Las formas de las pinturas de Andrés Rábago remiten a una época concreta de la vanguardia. No es difícil encontrar para estas pinturas unos precedentes en la vanguardia europea, como tampoco nos resultará difícil encontrarles a sus dibujos parentescos en dibujantes españoles. Que si surrealismo, que si constructivismo, que si tubismo, como decía el vanguardista Francisco Vighi con un humor finísimo: 'que si patatín, que si patatán' (y he traído a colación al humorista Vighi porque no ha de olvidársenos que a las a menudo desoladoras y dramáticas viñetas de El Roto la gente común todavía las sigue llamando 'chistes'). Dejémosles, pues, las genealogías a los historiadores del arte, a los críticos. El lenguaje de la vanguardia, hoy, cien años después, es ya para nosotros común y circulado. Lo hallamos en todas partes, en la alta cultura o en la cultura popular y de masas, en forma de cuadro museable o de calendario publicitario, sin que a menudo podamos o sepamos distinguir unas de otras. Que las pinturas de Rábago se parezcan a este o al otro pintor da un poco igual. Todos nos parecemos a alguien (y ay del que no se parezca a nadie) y a la postre, si somos auténticos, como es el caso de Rábago, y en el suyo en grado superlativo, nada ni nadie se parece a nosotros. Los parecidos no son mejores o peores. Importa lo que somos, importa lo que estas pinturas son y quieren ser, por lo que son, no por lo que parecen. De hecho podrían haberse revestido de cualquier forma del trecento italiano: ¿no hay algo en ellas arcaico y elemental, y sus personajes, como los de Giotto o Fra Angélico, pareciendo caminar, no están detenidos esperando algo, el acontecer? Que Rábago haya recurrido a ese lenguaje un tanto frío, pulido, esmaltado, tiene que ver no por lo que suena en él, sino por lo que quiere decirnos: ese silencio, dicho además en el lenguaje del sentimiento, que es siempre la temperatura del alma. Por eso advertíamos que los personajes de sus cuadros están suspendidos en ellos, en silencio, esperando una voz, y esta la esperan en el tono más cálido.

 

Pero suspendidos no quiere decir inactivos, por lo mismo que el silencio no es la inacción, al contrario. Percibimos algo religioso en sus pinturas. Al principio no sabemos qué, como un generalizado ora etlabora. Los personajes de sus cuadros son gentes modestas que viven de sus manos, que parecen ir y venir (ya hemos convenido que están esperando) como vive de las suyas el propio Andrés Rábago. Ahí tenemos al malabarista, al pintor de brocha gorda, a los cazadores, a la mujer que porta la luz, al pescador, al aguador, al bombero (y el propio Rábago llama nuestra atención sobre la importancia que el agua tiene en su pintura, como símbolo de la vida, y uno llama a su vez la atención de su amigo recordándole que del agua hacía nacer el pintor Ramón Gaya a la misma pintura), al niño de la cometa (los niños no juegan con su cometa, trabajan con ella y con el aire, por lo mismo que el adulto juega con fuego, y aquí hay también algunos personajes que juegan con el fuego), al que indaga en las raíces de la tierra, al mercenario herido...

 

Todos ellos hacen cosas y no nos extraña en absoluto vérselas hacer. Es propio del hombre hacerlas. Y las hacen en silencio, y de pronto, advertimos nosotros el misterio que rodea a esos personajes: saber que son en tanto que callan, como los de sus viñetas son en tanto que dicen.

 

Y llegados a este punto acaso hayamos llegado al meollo de las pinturas de Andrés Rábago, a su misterio, esa alma de la que siempre nos resultará difícil decir algo en su justo punto.

 

Son desde luego pinturas de clima, pinturas literarias. Pero la pintura no es literatura ni tampoco clima, sino aire. Percibimos en ellas algo extraño, algo que está sucediendo, aunque no acabamos de saber qué exactamente. Algo, sin embargo, nos detiene a nosotros también y nos retiene y suspende como les ha sucedido a los personajes que participan en esas escenas. ¿Qué es ello? Sentimos que ese silencio y ese tono cálido, lo más evidente de ellas, nos resultan acogedores, nos amparan, nos asilan.

 

Nosotros mismos nos sentimos atañidos por algo de lo que no puede hablarse, como apenas podemos hablar de cierta poesía religiosa, mística.

 

Nos gusta reconocer en sus cuadros a las gentes, saber que son personas que trabajan con sus manos, que están cerca del agua, del fuego, del aire y de la tierra. Que son solitarios y silenciosos. Que no parecen ni temer ni esperar, como los estoicos, sino que viven en el recogimiento. Que son, como el espíritu, constantes en su labor y que dejan en un rincón de sus vidas, como deja el hombre fino en un rincón de sus labios, un lugar para la sonrisa que nos arranca el misterio, el prodigio, lo inesperado cuando se presentan ante nosotros sin malas intenciones. Que participan de la autenticidad inconfundible de su creador como participaba aquel Alfonso Pérez de la de Unamuno, cuando tomó un tren para visitarlo en Salamanca con el fin de solicitarle el indulto en la novela Niebla, gracia que se les concede a los toros bravos, pero no a los grandes solitarios y silenciosos.

 

Se me ha convocado en un mundo estrepitoso y precipitado, y a menudo cargado de malísimas intenciones, para esto tan excepcional: celebrar las pinturas de un hombre al que nadie podría tildar de extraño viendo con cuánta naturalidad, y afabilidad, vive su inquietante mundo de solitario.

 


Imágenes de la Exposición
El pasajero

Entrada actualizada el el 26 may de 2016

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