Descripción de la Exposición
El juego tiene algo de inocente por que es un pacto con unas normas o leyes muy básicas, y en gran medida controladas por el azar, por la fortuna. En principio, estas premisas crean una cierta sensación basada en la lógica, de que las probabilidades sean iguales para todos los participantes. Cualquiera que haya sido un verdadero perdedor sabe que esto no es así.
Desde muy pequeño tuve una relación intensa con la carencia de éxito. Mi incapacidad social y mi prácticamente nula competitividad me hacían poseedor del superpoder del fracaso. Ante cualquier reto de dimensiones minúsculas yo tenía la capacidad de mostrar menores habilidades físicas y técnicas que ningún otro del grupo. El deséxito estaba prácticamente garantizado.
Dentro de las emociones derivadas del juego, o del reto, hay un mundo de sensaciones confusas y complejas, que tienen una relación directa con la pulsión de quienes somos como personas, y donde estamos situados con respecto al resto de nuestros semejantes. El entorno nos configura y el juego cuando niños, nos determina en una posición concreta dentro de un modelo, que hasta ese momento de la vida es el único válido y existente. De esta forma, la sensación de ridículo, humillación, incapacidad y un escaso éxito, terminaron configurando el grueso de las emociones que me acompañan durante un largo periodo de la existencia, y cuyas secuelas son complejas de reconducir. Este inocente reto social me colocaba en una posición extraordinariamente expuesta y evidenciaba, de una manera muy clara, mi inferioridad, mis inseguridades y mi patente incapacidad de relación. Lo ingenuo resultaba, y resulta, doblemente perverso.
El fracaso presupone una esperanza previa de que las cosas vayan bien, que el resultado de la situación derive en algo feliz, sorprendente y positivo. Viene definido por un reto, o una situación en las que las cosas pueden terminar como uno desearía o espera, y un riesgo real de que las cosas no respondan a estas expectativas. El verdadero perdedor sabe de antemano que sus posibilidades de éxito son ridículas. En principio, cabría valorar que esta circunstancia le permitiría eliminar o al menos reducir sensiblemente la angustiosa sensación que provoca cada revés. No es tan fácil.
Si bien el fracaso es fácilmente catalogable, el éxito resulta algo mas farragoso, complejo de concretar. Un verdadero ganador debería tener un nivel de exigencia mayor, menos impreciso, ya que supone una categoría superior, más perfecta. Un término tan absoluto como ganador debería tener detrás un verdadero ejemplo del éxito, sin apenas manchas en el expediente que puedan crear una sombra de duda respecto a la catalogación del sujeto. Es un estado del ser de apariencia compacta y definitiva. De alguna forma, intuyo que el ganador puro no existe ya que el concepto encierra en sí una un nivel de perfección prácticamente inalcanzable. Y dentro de esta misma línea discursiva, podríamos llegar a la contradictoria conclusión de que en realidad todos somos, en distintos grados, profundamente perdedores.
Ricardo Sánchez Cuerda
Madrid, agosto de 2022