Descripción de la Exposición
Sergio Hernández (1957) es uno de los más notables artistas mexicanos vivos. Su obra se caracteriza por la variedad de figuras dibujadas y pintadas que inscribe diseminándolas sobre densos fondos de materia y color, creando escenarios en los que diversos acontecimientos visuales parecen desarrollarse al mismo tiempo, o sucederse en un registro narrativo. En esa plétora se reconoce el legado mitológico de las culturas indígenas del sureste mexicano y la zona maya, en diálogo con la pintura contemporánea internacional.
Aunque las fuentes de la iconografía de Hernández son muy diversas, a través de los años su sostenida referencia al Libro del Popol-Vuh del pueblo maya y a la imaginería medieval de los Apocalipsis iluminados se ha hecho característica. Rasgos de ambas narrativas son reconocibles en Los ardientes, serie en la que compone usando como eje la mención explícita a una de las imágenes más pasmosas del fin de la Edad Media: el Cristo en la cruz del pintor Matthias Grünewald (1470-1528), que constituye la pieza central del célebre Retablo de Issenheim que se halla en la localidad francesa de Colmar.
Aunque él es propiamente agnóstico, desde su mediana juventud Sergio Hernández ha mantenido una fuerte relación de anima con esa imagen, pintada originalmente para el convento de los Antoninos de Issenheim, sitio donde se atendía a enfermos de ergotismo, un mal causado por el cornezuelo, hongo del centeno que produce necrosis de los tejidos, tal como se representa al Cristo del retablo, con la carne en proceso de gangrenación. De hecho, el título Los ardientes alude al antiguo nombre francés de este padecimiento, mal des ardents, también conocido como “fuego de San Antonio” o “mal del fuego infernal”.
El color rojo profundo obtenido por Hernández mediante el empleo del cinabrio (sulfuro de mercurio) como pigmento, constituye por lo demás un verdadero motivo pictórico, pues en México el cinabrio tuvo extendido uso funerario en la época prehispánica. En los enterramientos mesoamericanos, tanto los restos mortales como los objetos que se sepultaban en contigüidad (vasijas, máscaras, collares…) se cubrían con polvo de cinabrio. Hernández lo aplica a gotas y con arenas añadidas sobre una tela de lino humedecida para que, al deslizarse, la mancha roja sugiera el doble efecto de un sangrado y una ardiente quemadura. Luego le superpone una capa de cera o repetidos barnices, y dependiendo de éstos, la tonalidad bermellón vira hacia el amarillo o el rojo ladrillo.
En cambio, en su obra en papel, los rojos ardientes provienen del pigmento obtenido de la grana cochinilla —insecto parásito de la planta de nopal—, pigmento usado en América para teñir textiles desde el siglo II a. C., y cuya industria de exportación a Europa floreció en México entre los siglos XVI y XIX. Sobre el papel, Sergio Hernández utiliza un procedimiento semejante al ya descrito: aplica gotas de grana con agua que “caminan” como pequeñas moléculas que se hermanan y conforman una estructura. El artista aborda esa estructura ya sea con afán de establecer relaciones entre las manchas o cubriendo un dibujo subyacente.
Mediante el color rojo, símbolo tanto de la vida como de la muerte, Los ardientes rinden al cabo la intuición de un combate cósmico entre el bien y el mal, combate mitológico propio de las antiguas religiones dualistas, que Sergio Hernández reemprende con un timbre satírico y a la vez terrible, provisto de renovada actualidad.
Jaime Moreno Villarreal
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