Descripción de la Exposición
La idea de que a cada época le corresponde un estilo bien podría ser una superstición. ¿Existe un arte de los noventa o se trata de una denominación arbitraria como aquellas que evocaba Borges irónicamente al clasificar a los animales en aquellos que “pertenecen al emperador”, los “innumerables” y “los que de lejos parecen moscas”? Lo cierto, sin embargo, es que la denominación “arte de los noventa” se impuso paradójicamente antes de que terminara la década y con un repertorio de artistas que ha variado muy poco desde que fue enunciado. En el canon inmediato y de algún modo apresurado que propusieron Luis Benedit, Jorge Gumier Maier y Marcelo Pacheco en el libro Artistas argentinos de los ’90, de 1999, se incluyeron 57 artistas.
Entre ellos, están los 19 artistas que forman parte de esta muestra, lo que evidencia el conocimiento del campo de los autores del libro, su acierto en las elecciones (más allá de algunas exclusiones u olvidos) y también cómo el arte de los noventa forjó una imagen de sí mismo que perdura hasta el presente.
Aunque el escueto título del libro Artistas argentinos de los ’90 no ofrece muchas pistas sobre qué es lo que los une, algunas palabras se han repetido para caracterizar el arte del período. “Frívolo”, “banal”, “festivo”, “gay”, “doméstico”, “kitsch”, “light”, “decorativo”, “amateur” son términos obviamente equívocos e insuficientes y, en todo caso, representan malamente a uno de los espacios de exhibición más importantes del período, la galería del Rojas. Pero las etiquetas que sirven para definir también obturan y desvían. Permiten dar una idea de “la época” (¿otra superstición?) pero suprimen la particularidad de cada artista y hasta de cada obra. ¿Cómo hablar entonces de 19 artistas con poéticas tan variadas y cada uno con una trayectoria que no se reduce a los 90? ¿Qué itinerario podemos imaginar, qué relato puede tramarse para trazar un panorama y, al mismo tiempo, potenciar la singularidad de cada una de las obras expuestas?
De los diversos recorridos que pueden hacerse por la muestra, propondría dos, tan arbitrarios como cualquier camino que decidamos tomar en un laberinto cuando nos encontramos perdidos. El primero podría titularse lo indomesticado doméstico y debería hacerse como si pusiéramos la llave en la puerta de nuestra casa y al entrar nos diéramos cuenta de que sorpresivamente estamos en un lugar extraño. El segundo recorrido, que se superpone con el primero, podría llamarse la levedad del goce y sería recorrer la galería como quien nada en una piscina de aguas coloreadas.
Se ha dicho que el “arte de los noventa” transcurrió de espaldas a la globalización que, en esos momentos, era casi una palabra de orden del neoliberalismo en curso. Sin embargo, aunque eso es cierto en términos de temática o estilo, las transformaciones profundas de esos años dejaron una huella profunda en las obras que presenta la galería. Las relaciones entre lo público y lo privado, la intimidad y lo cotidiano, lo familiar y lo hostil, lo íntimo (y público) de la sexualidad, lo doméstico y lo que no se deja domesticar revelan un arte comprometido con las mutaciones epocales: una negociación de lo personal con los cambios de los años noventa y una afirmación del placer o el goce que podía proporcionar el arte.
Si el choque de lo íntimo y lo global están en el centro de estas imágenes, no es casual que la casa (o lo hogareño) esté representado por objetos domésticos (una mesita de luz, un jarrón chino, una puerta, la bacha de una cocina) como un espacio en el que irrumpe lo extraño: en la mirilla de la puerta de un departamento (Leandro Erlich), en el agua turbia de los utensilios sin lavar (Raúl Flores) o, de un modo más trágico, en la casa de los conejos de La Plata (donde la dictadura hizo desaparecer a militantes políticos) que Daniel Ontiveros evoca mediante la técnica de Gerhard Richter y el nombre de una de las víctimas. Los objetos domésticos entran en tensión con elementos extraños, sean unas misteriosas cabezas de elefantes (Elba Bairon), sea el mercado financiero global del arte (Alicia Herrero) en distorsiones visuales y en títulos que refieren su cotización en dólares, la moneda de la convertibilidad fantasiosa de los años noventa.
La colisión nacional/global, íntimo/público encuentra en la infancia su laboratorio, allí se forman sensibilidades y las fronteras resultan algo lejano. El encuentro de Mickey con Patoruzú en Rosana Fuentes es la cifra de algo mayor, como puede comprobarse en otras obras suyas: un residuo político que encuentra su palabra en la niñez y en la historieta. En Román Vitali, de un modo irónico, Superman –el superhéroe infantil global por excelencia– viene a salvarnos con sus delicadas cuentas coloridas y transparentes que son el emblema de su obra. Los superhéroes están en Marcelo Pombo como la promesa de una fiesta infantil que se hace en un mundo de jóvenes o adultos o viejos que todavía aman los brillos, el juego y el color. Aparecen también los mundos robóticos en Lux Lindner y en Benito Laren con miradas muy diferentes: el blanco y negro de Lux que, en sus perspectivas futuristas, trae connotaciones políticas, eróticas e infantiles; y Laren con sus perspectivas falsamente hogareñas, nos trae cuerpos geométricos cautivantes.
La promesa de un hogar y los cortocircuitos que lo hacen imposible pueden adquirir, como en Diego Gravinese, el resplandor publicitario tan propio de la década que se manifiesta en detalles como en las ambivalencias de la palabra “complejo” o el código de barras que si bien existía desde hace un tiempo, recién comienza a instalarse en la década de los noventa. Mundanidad pop para la nueva administración de la vida y de las sensibilidades que se imponen.
Mientras muchas de estas obras remiten a un hogar o a lo doméstico, Mónica Girón sale a la intemperie para hacer tierra, encontrarse con un territorio (su territorio) y hundir la mano (hacer manos o guantes). Es como si en un mundo que se desterritorializa, ella necesitara investigar los materiales de la naturaleza, de sus procesos y hacerse Patagonia.
La sincronización global es tratada conceptualmente en la obra de Fabio Kacero en la que los relojes apuntan a lugares que pueden ser reales o que añoran el mundo de la imaginación literaria: Spoon River de Edgard Lee Masters, Adrogué de Borges o Piglia, Cheshire del gato de Alicia. También los cuerpos que encontraron su delirio hegemonizador en las modelos femeninas, deseables e inalcanzables, verdaderos emblemas de una década que cultivó el lujo kitsch, son capturados por Martín Di Girolamo que los fija en esculturas hiperrealistas que no suscitan el culto sino la distancia, la sospecha y la reflexión. Son todos modos de procesar la rápida globalización que se produjo en los años noventa y que modificó creencias y hábitos de larga duración: es como si cada artista detectara alguna distorsión a la que investiga mediante imágenes, figuras y formas. El arte como salvavidas en las aguas de la globalización.
El segundo recorrido propuesto es el de la levedad del goce. En la foto de Alejandro Kuropatwa, los caireles (de vidrio o de cristal) de lo que podría ser una lámpara de techo están invertidos y entonces, en vez de ser arrastrados por la ley de gravedad, parecen florecer con luz propia. La transparencia o el brillo (lo lumínico de Sergio Avello y Miguel Harte, el esmalte que es un material preferido por muchos artistas del período) atraen nuestra mirada y nos tocan. Son obras que casi piden el silencio y que (salvo excepciones) no quieren disolverse en el concepto. Pueden prescindir del discurso crítico. Pero así y todo, amamos hablar sobre ellas porque entendemos que en su levedad hay un testimonio muy denso de la vida, que la levedad es un asunto serio, lleva mucho esfuerzo, y que la precariedad es el secreto de su potencia.
Marcelo Pombo lo hace con materiales casi de desperdicio, ¿pero el goce no es en sí mismo un desperdicio o un gasto? ¿O una ganancia de vida que no necesariamente obtiene algo a cambio? ¿No es el papel de regalo algo que hay que romper para llegar al regalo? En lo leve también aparece lo siniestro, el despellejamiento y la alta (o baja) costura como en las pieles de Nicola Costantino. Es lo que hay que tocar y acariciar, las zonas erógenas que hacen del arte un ars amatoria. La vidriera de la moda (y del arte) deja ver algo así como un matadero o una mesa de disección.
Y finalmente, con esa inocencia disimulada, está el cisne de Fernanda Laguna, que se resguarda en miniatura entre obras de grandes dimensiones, como si el arte se hubiera ocupado de guardar, con una luz que viene de ningún lado, el ebúrneo cisne con su “ala aleve del leve abanico” que evocó el poeta Rubén Darío.
¿Hay otros recorridos posibles? Sin duda: nuevos órdenes posibles o la aventura de cada una de las obras que resplandece más allá de la época que la vio nacer.
Gonzalo Aguilar
Investigador y docente en la Universidad de Buenos Aires
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