Descripción de la Exposición
LABERINTO DE SÍMBOLOS
Muy presentes estaban ya los símbolos en la obra pictórica de Adolfo Alonso Ares previa a esta exposición de hoy. Sin embargo, en esta nueva hora, su creación se ve enriquecida con ese entrecruce de signos y símbolos que mucho la han acrecentado y sobre todo con la colaboración fértil en esta empresa del director de cine y arquitecto Fernando Colomo. Hablamos de “obra pictórica” cuando, a la vez, dicha obra se enriquece con el uso de materiales ajenos a los usuales, cuando hay en ella un trabajo previo de investigación y un riesgo en la técnica que los autores parecen ir resolviendo de una manera tan segura como llamativa. Hay también algo o mucho de prueba en ese abordar la creación entre dos personas. Otro reto superado.
“Los símbolos son el lenguaje de los misterios” escribió María Zambrano y para dilucidar esta definición tenemos que aludir a cuanto significa lo “mistérico” no sólo en esta obra sino en general en el campo del arte o de la literatura. Si reparamos en los dos breves versos de Antonio Machado (“El alma del poeta/ se orienta hacia el misterio”), comprenderemos mejor cómo lo mistérico no es lo meramente evanescente y fantasioso, sino aquello que el ser humano desconoce, que todavía suele ser mucho. Ares y Colomo, Colomo y Ares, trabajan desde el irracionalismo, pero a la vez hay en el resultado de sus indagaciones coherencia, un mensaje que el que contempla debe descubrir por sí mismo, sin ayuda.
De aquí la prueba continua, el intercambio entre ellos de los hallazgos, la investigación que supone el arte en general y en concreto el que aquí se crea. En el caso de Ares, él da un nuevo salto hacia adelante en la aproximación al símbolo; a la vez, en Colomo hay sorpresa para nosotros, pues estamos ante un artista de valor en los campos del cine y de la arquitectura, pero que lo desconocíamos en esta faceta del dibujo y el color tenue. En cualquier caso, los cuadros de ambos nos hacen sentir y pensar en un sentido concreto: el de la indagación en lo misterioso, el del entrecruce de símbolos para dar lugar a otro símbolo supremo: el del laberinto. Animales, personajes y figuras del mundo clásico, los mitos, la complejidad de las líneas y el bosque zoológico, esa huída constante de un mensaje tópico y de un formalismo lineal, nos lleva a ese laberinto o bosque en el cual el que contempla penetra para indagar, como lo hacen los autores, pero a la vez para buscar una salida del mismo, para implicarse en la aventura que supone interpretar una obra: un “lenguaje”.
Esto por cuanto se refiere al mensaje general, global, que estas obras nos entregan. Luego, deberemos valorar de manera muy especial el sustrato clásico, grecolatino, mediterráneo, en algún símbolo de ambas orillas de la mar común. Lo haremos a través de figuras a las que a veces se les da nombre: Orfeo, Eurídice, Cleopatra. Entonces, el que contempla sale –o cree salir– del laberinto y recibe un mensaje directo: aquel que nos lleva a los orígenes y a los símbolos de esa cultura mediterránea que es de la que venimos, aunque determinados animales –elefantes, leones, camellos– nos lleven más allá de ese espacio geográfico de las costas civilizadas. Pero lo cierto es que Grecia y Egipto parecen estar muy presentes en ese laberinto, son como señales o faros que ayudan al que contempla a salir de la boscosa enramada de lo mistérico.
Los autores aportan también, en ocasiones, como una tensión, como una lucha de contrarios. Los animales parecen ser los dominantes en estos mensajes, pero a veces –como en esa especie de combate de centauros– las figuras, se entrecruzan o deforman para evitar que el mensaje sea fácil, tópico. Pueden los centauros tener rostro humano, pero sus cuerpos se funden con otras figuras informes que nos conducen a una metamorfosis de la realidad. De tal manera que las interpretaciones aparentemente cultas se ven superadas por esa figuración de lo surreal, de lo cósmico, por trazos herméticos que enredan, confunden y no permiten salir ya del laberinto. El que contempla se ve así sumido en una especie de fusión, en un Todo. Cada cosa es como lava que fluye de un mundo o realidad que se escapa a las definiciones.
Si en el caso de Ares, en anteriores entregas, los símbolos –el gallo, por ejemplo– nos remitía a un mensaje evidente, ahora el mensaje nos lleva a ese Todo que fluye y gira y deja la interpretación abierta. Con Colomo, ahora son dos imaginaciones las que trabajan y acaso por ello el mensaje se nos entrega doblemente enriquecido. Reconocemos los símbolos, pero a su vez el laberinto nos extravía gustosamente. De nuevo nos hace sentir y pensar sin que caigamos en ver en el cuadro un mensaje directo.
A la vez, determinados animales nos dan pistas para salir de ese extravío, pero a mi entender es sobre todo la figura de Orfeo el centro de ese microcosmo que parece girar en sí mismo. Orfeo que, como sabemos, nos lleva a la armonía musical, la que serenaba y hacía calmar a seres, animales, plantas: a la naturaleza que le rodeaba. Pudiera haber pues un mensaje único y final que es el de un mundo que busca desde el caos la armonía. Pero no hay que olvidar que Orfeo también desciende a lo infernal, que implica una pugna, un rescate en el que la figura de Eurídice cuenta mucho, y que en definitiva estamos –como ante la realidad del mundo– frente a una situación extremada, dual. ¿Quién podrá más en esa música, quién saldrá victorioso de esa tensión, o ebullición, o trama de los cuadros? No lo sabemos. Los artistas simplemente cumplen su misión de ponernos frente a la complejidad de su mensaje, frente a las dudas eternas, y es el que contempla el que debe extraer su propia lección de su contemplación.
Siga girando y confundiéndonos la complejidad del mundo, la efervescencia de la naturaleza, pero a la vez “en el silencio sigue/ la pitagórica lira sonando”, por decirlo con otro verso de Machado. ¿O acaso nos encontramos ante ”cenizas de un fuego heraclitiano”? La realidad se hace y se deshace en estos cuadros, gira el microcosmo que quiere salirse de los límites del cuadro y ser macrocosmo, pero en esta muestra hay un símbolo preferente, que es el de esa lira que amansa el mundo, que nos conduce a una armonía que se impone a la desarmonía, a una música que no suena (pero que paradójicamente sentimos), a ese orden que parece que no existe en el laberinto de signos y de símbolos, pero que a la vez sabemos que sí existe.
Antonio Colinas
Salamanca, mayo de 2018
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