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Larrañaga

Exposición / Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA) / Avda. Libertador, 1473 / Buenos Aires, Argentina
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Cuándo:
17 dic de 2013 - 28 feb de 2014

Inauguración:
17 dic de 2013

Organizada por:
Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA)

Artistas participantes:
Enrique de Larrañaga

ENLACES OFICIALES
Web 

       


Descripción de la Exposición

La exposición retrospectiva de Enrique de Larrañaga (San Andrés de Giles, 1900 - Buenos Aires, 1956) acerca al público un artista central en el arte argentino de la primera mitad del siglo XX. Asociado generalmente con la última etapa de su vasta producción, los payasos resueltos con fuerte coloridos, la muestra actual revisa críticamente su larga trayectoria a partir de los siguientes núcleos: en sus inicios, el paisaje nacional, como seguidor de Fernando Fader, la estadía en España con luminosas vistas de Madrid y escenas populares, bajo el impacto de la obra de José Gutiérrez Solana. De esta manera su obra en el ámbito local, se afirma en una continuidad de la tradición española, cuando el arte nuevo se asociaba a la modernización de la escuela de París. Regresó a Buenos Aires en 1931 cuando se consolidaban los premios nacionales y provinciales. Los años cuarenta serán los de su evolución estilística. Larrañaga fue un artista reconocido en su tiempo por el gran público y la crítica por sus asuntos circenses y de carnaval, pero además fue uno de los retratistas más sólidos de su generación. Por ello, los retratos ocupan un lugar destacado en la exposición como también aquellas escenas de la cultura popular. Además, la muestra de Larrañaga permite una mirada tangencial a la evolución del gusto artístico del salón oficial. Larrañaga fue uno de los pocos artistas que se acercaron al primer peronismo, proveniente del radicalismo. Asumió como director de la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredon , esta filiación política ocasionó, posteriormente, el olvido de su obra. Su recuperación en esta exposición permitirá un nuevo acercamiento a uno de los artistas más celebrados en su época por su calidad técnica dentro de la tradición figurativa, habiendo obtenido elogios provenientes de voces tan diversas como las de José León Pagano y Emilio Pettoruti.

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A ser exacto prefiere ser elocuente. Pocos entre nosotros le igualan en ello. Con los mismos recursos, y siguiendo análogos procedimientos, otros se comprometerían no poco. El lo arriesga todo, seguro de sí mismo.

 

José León Pagano.

 

(Una foto, de los años cincuenta, muestra al artista en su taller del Palacio Barolo. En primer plano un enorme muñeco articulado, los usados para dibujo en las academias. El artista con estampa de porteño -de riguroso traje, peinado a la gomina- prepara los colores en una mesa de trabajo con jarrones llenos de pinceles. A un costado la tela que está trabajando, de la que vemos solo el reverso, como cita velazqueña. Sobre una silla de paja una de sus pinturas con figuras de circo. En el fondo biombos con ropas diversas para el tratamiento de los paños, atrás de ellos, estantes con libros desordenados. Al costado izquierdo bastidores pequeños sin usar aún, del tamaño utilizado para las comparsas o las figuras de payasos. La apariencia es de inquietud, cierto clima surreal: el artista sale del cuerpo del muñeco, metamorfosis con el objeto representado. Figura biforme como los seres de los fondos de sus pinturas tardías, como las transformaciones múltiples del carnaval popular cuando es deseo de otro).

 

Consideración

 

El único libro monográfico sobre la obra de Larrañaga fue escrito por Raúl Rubianes para los cuadernos Artistas de América en 1945, que Amadeo dell'Acqua dirigía en Peuser. Rubianes era crítico de arte en el diario El Mundo. Había comenzado a conocerse con un libro de poesía, El hilo del agua en 1927, y su ensayo es un ejercicio literario, retórico, pero conoce la obra del artista, diferencia sus matices, la observa como una totalidad. En esta colección se encuentra, por ejemplo, el estudio Leopoldo Marechal sobre Alejandro Bustillo; confluencia de escritores y pintores que desembocaron luego con sus trabajos en el peronismo. El menos recordado hoy es dell'Acqua pintor de murales en edificios públicos, especialmente en los correos.

 

La obra de Larrañaga recibió numerosas notas críticas en su tiempo, en España y la Argentina, pero sobresale José León Pagano que fijó la lectura en El arte de los argentinos, de donde procede la frase que abre este ensayo. Pagano declara, entonces, 'sobre su obra, he escrito sino mucho, muchas veces'. Es cierto, comenzó con la reseña de la exposición de 1924, junto a Luis Tessandori. Así, todo estudio sobre el artista debe referir ineludiblemente a Pagano: percibió con claridad los cambios estilísticos y cómo ejercía la absoluta libertad para poder enfrentarlos simultáneamente. Hay una admiración de artista hacia el oficio pictórico de Larrañaga -de un pintor conservador que optó por la crítica- a esa posibilidad de arrojar una y otra vez todo por la borda en términos artísticos. Los juicios de Pagano no contemplan la deriva posterior pero la anuncia en las dos posibilidades plásticas contrapuestas representadas por El Palco y Dos amigos.

 

Con la muerte de Enrique de Larrañaga en 1956, desaparece un tipo de artista porteño, que es a la vez obra y sociabilidad. Al año de su muerte se organizó en Witcomb una exposición póstuma, seguida por la de sus alumnos como homenaje. A los veinte años de la muerte otra exposición homenaje en el Salón Nacional, a los cuarenta en el Museo de Arte Hispanoamericano Isaac Fernández Blanco, curada por Alberto Petrina. En esta última ocasión Rafael Squirru realizó la reivindicación de Larrañaga como artista argentino de sentimiento popular, como otro de los grandes de la 'escuela de Buenos Aires'. Sin embargo, el nombre de Larrañaga no es una presencia habitual en los estudios académicos de la historia del arte argentino.

 

No se trata de juzgar apreciaciones estéticas o cómo se construye el canon, sino de indagar cuál son las causas del silencio sobre Larrañaga cuando ha sido un protagonista de la primera mitad del siglo veinte. Sorprende más su ausencia en relatos específicos, como los referidos a los salones de arte: basta con mencionar que participó en los primeros de la década del veinte con pintura de paisaje y obtuvo todos los premios posibles en la del treinta, de manera ascendente: Segundo Permio Municipal, 1931, por El mudo; en 1932 Premio Jockey Club del Salón Nacional, por Carnaval; Primer Premio Salón Nacional, 1934, por Mister Teddy; Primer Premio Municipal, 1935, por Arrieros; Gran Premio Nacional Adquisición, 1936, por Entre telones. Obtuvo también premios provinciales en los salones de Córdoba de 1938 y Santa Fe de 1933 y 1940. Si sumamos el Segundo Premio de la Comisión Nacional de Cultura, 1939, más la Medalla de Oro de la Exposición Internacional de París, 1937, fue premiado, prácticamente todos los años de la década, con obras muy diversas en su concepción. Afirmación, unánime en su tiempo, de calidad artística dentro de la figuración y, a su capacidad, del hallazgo novedoso de variantes dentro de géneros firmemente constituidos. Sin embargo es, justamente, la relación con el salón una de las causas de la situación de olvido mencionada: estuvo ausente en el momento central de las definiciones en el arte local. Larrañaga no realizó envíos durante su estadía en España, salvo un paisaje de Castilla al salón de 1926. A diferencia de los restantes artistas modernos, 'los muchachos de París' que mantuvieron constante su presencia con obras modernizadoras. Larrañaga no participó en los salones independientes de arte nuevo que se desarrollaron principalmente en la segunda mitad de la década del veinte. El único contacto de Larrañaga fue la exhibición individual de sus vistas de Madrid en julio de 1929, en Witcomb, que recibió el elogio de la prensa por su nueva técnica pero también se presentaba como un artista sujeto al asunto. Esta marca de ser un pintor de 'asuntos' lo aleja, en parte, de un arte moderno cuando era comprendido sólo desde la autonomía de sus valores plásticos.

 

Del mismo modo cuando el guión de las salas permanentes del Museo Nacional de Bellas tuvo una sala dedicada a la pintura del salón, Entre telones permaneció en los depósitos. Este es el punto de interés: Larrañaga quedaba fuera tanto de la tradición como del arte nuevo, ni siquiera se le asignaba un lugar en la historia del salón. Esta carencia de ubicación de Larrañaga en el discurso historiográfico es consecuencia de la aceptación acrítica de una modernidad definida por sus propios actores y, luego, por la crítica de arte de posguerra, en particular Jorge Romero Brest. En una historia del arte que ha optado por adherir a la hipótesis del combate entre la tradición y lo nuevo ¿Cómo ubicar a Larrañaga dentro de esta polaridad? Cuestión, desde ese marco, difícil de zanjar, aunque lo intentó Emilio Pettoruti, en las antípodas estéticas, en el primer número de Momento plástico, la breve publicación dirigida por Mario A. Canale: Larrañaga ya no es el joven seguidor de Fader opositor a sus pinturas cubo-futuristas de 1924, el 'provinciano' ha conocido Europa, ampliado su idea artística con los grandes maestros y con la pintura española moderna -no la comercializada en Buenos Aires- por eso su pintura se ha tornado valiente y segura en al técnica y los asuntos. Sin duda, el texto de Pettoruti es oportuno: cuando el campo artístico se polariza entre el arte político y el arte puro -en parte por la llegada de David A. Siquieros-, nada mejor que atraer hacia el propio campo moderno a un artista considerado dentro del realismo.

 

La gestión de Romero Brest en el Museo Nacional de Bellas Artes, interventor del golpe militar de 1955 y director desde 1958, incluyó entre sus acciones despachar obras en préstamo amparado en un reglamento de 1943. Los envíos más relevantes los realizó a mediados de 1958, aunque ordenó administrativamente los préstamos casi un año después. Tres de los destinos parecen una ironía antiperonista: Yacimientos Petrolíferos Fiscales, Colegio Militar de la Nación e Instituto Nacional de Acción Social - Hogar Escuela Santa Rosa (en 1958 ya no existía este organismo, los hogares escuela habían pasado a la órbita de educación en 1957). Los restantes beneficiarios fueron las municipalidades de Rawson y Bell Ville. A esta localidad de la provincia de Córdoba, su museo recuerda al pintor nativo Walter de Navazio, llegó Entre telones de Larrañaga. Se reintegró recién al MNBA en 1993. Las obras despachadas por Romero Brest, en su mayoría, correspondían a pintura española regionalista, el paisaje derivado del Grupo Nexus y a artistas vinculados al peronismo. Alfredo Guido destaca entre los 'exiliados' con tres obras. Entre telones probablemente le resultara incómoda a Romero Brest para su proyecto de internacionalización del arte argentino: debe haber juzgado que ese robusto atleta, esa écuyère y ese clown de los años treinta era tan peronistas como su pintor.

 

El peronismo de Larrañaga tiene que ver muy poco con el éxito de su obra, todos los premios, ya se señaló, los obtuvo en los años treinta, cuando su afinidad política era con el radicalismo, como había sido republicano en el Madrid previo a la Guerra Civil. Su llegada a la dirección de la Escuela Nacional de Bellas Artes desde 1949 a 1955 se sostuvo por su extensa trayectoria, que sumaba también la docencia, un caso similar a la dirección de la Escuela Superior Ernesto de la Cárcova ofrecida a Alfredo Guido. El período en que asume la dirección su obra decayó tanto en calidad como en cantidad, salvo los paisajes de Mar del Plata y algunos retratos.

 

Fue uno de los artistas más difundidos en la revista Continente, generalmente con imágenes de payasos, la vertiente más exitosa de su pintura, señal del gusto de los nuevos lectores formados por el magazine peronista. Caso curioso: nada más distante estos payasos de la retórica de trabajadores descamisados y de la familia peronista. Los payasos cromáticos de Larrañaga, que hoy sugieren una pintura fuera del campo erudito de las artes en su estética y en su representación, indican la expansión del consumo, la salida del arte de los espacios de privilegio donde los artistas se medían sólo entre iguales. Una pintura de virtudes técnicas, colores saturados, asunto reconocible, sin duda, debía permitir el acceso a territorios de consumo simbólico a sectores ampliados. Larrañaga, entonces, expresa con sus payasos el gusto de la nueva cultura de masas. Es interesante al respecto que Larrañaga aparece frecuentemente en la prensa de la época, retratando a Francisco Petrone o Benito Quinquela Martín (que ocupa un lugar central en esta nueva imagen popular del artista plástico y, a la vez, cercano al poder desde los tiempos de Alvear), a la par que se difunden los retratos que realiza de actores y actrices, a veces caracterizados en sus roles. Nada mejor para comprender este nuevo proceso de nuevos ámbitos para los artistas plásticos que la entrevista a Ángel Magaña, fotografiado bajo el retrato de su madre realizado por Larrañaga. Por otra parte en los años cuarenta hay una imagen de artista construida por la sociedad de la cultura de masas, cuyo ejemplo universal es Picasso. La difusión gráfica de su obra del período rosa también debe haber repercutido en la recepción de los asuntos de circo de Larrañaga.

 

Sin duda, la exposición de pintura española de 1947 (su recepción es, sin duda, una de las polémicas más interesantes de la época) debe haber colaborado para ubicar a Larrañaga aún más en el escenario local: es el artista argentino discípulo de José Gutiérrez Solana, cuya presencia en las salas del MNBA dieron lugar a los mayores elogios. Es decir, cuando la pintura de Larrañaga no conserva prácticamente nada de la resolución plástica de aquel se torna en su indiscutida descendencia local.

 

Su muerte a pocos meses del golpe cívico-militar potenció que fuese esta última obra la que se utilizase para catalogarlo como artista, en un ámbito cultural marcado por el antiperonismo de los años cincuenta. Por eso, en el final de este primer apartado, se debe considerar brevemente su obra tardía para luego intentar recuperar la diversidad sorprendente de su práctica como pintor exitoso. Las pinturas de payasos con el uso saturado del color deben mirarse desde otro lugar: obras de transición que hubieran conducido a una pintura cromática, en la que la propia figuración entraría en crisis. En cierta forma, Larrañaga fue consciente de la crisis de la figuración de la posguerra, de su agotamiento plástico; buscaba una solución desde el color, que fuesen payasos facilitaba la aplicación libre del color tanto en las vestimentas como en el rostro. Por otra parte, estos payasos tardíos merecen una revisión como producto de un desborde, tal vez valga considerarlos como el antecedente de la figuración grotesca argentina. De aceptar este premisa Enrique de Larrañaga es el eslabón con la tradición grotesca española: del siglo de oro a Goya, a José Gutiérrez Solana.

 

En 1955, Rodrigo Bonome intenta comprender el por qué de los payasos de Larrañaga, ya como imágenes 'brotadas en la más hondo de la estructura y puestas al exterior. Son payasos que sufren de insularidad, de cazurrería, por eso llegan en su expresivismo al alma del contemplador'. Bonome acepta el tópico del payaso triste: 'el mechón de harina que les cubre el rostro no pude ocultar un barrunto de lágrimas'. En este sentido, a fines de los años cuarenta la obra de los artistas figurativos argentinos -tan disímil como la de Césareo Bernaldo de Quirós, Antonio Berni, Horacio Butler, Raquel Forner, Benito Quinquela Martín, Raúl Soldi, Lino E. Spilimbergo, Miguel Ángel Victorica, entre otros- entra en una etapa de producción débil, una plástica agotada en sus posibilidades formales. La opción de salida local a esta crisis individual y de época -sin recurrir al trasplante de las soluciones halladas por el arte internacional de la posguerra- fue buscar una salida desde un tema reiterado o un elemento formal que diese identidad personal a sus pinturas. Más allá de las diferentes soluciones que encuentra cada uno de ellos, presentan un rasgo común: el componente sentimental, entre el pathos y el folletín.

 

El paisaje nacional

 

Enrique de Larrañaga nació en San Andrés de Giles, pueblo de la provincia de Buenos Aires, el 19 de marzo de 1900. Hijo de vascos: su padre José de Larrañaga de Guipúzcoa y su madre Enriqueta Martín de Vizcaya, bilbaína. Esta condición de hijo de inmigrantes es constante entre los que ingresan a los estudios artísticos en la segunda década del veinte, y tal vez fue lo que le permitió moverse con comodidad luego en España. La llanura de la campaña no fue para el artista un motivo pictórico, por el contrario prefirió otros paisajes, como las serranías de Córdoba, y más tarde de Tandil. La filiación lo incorporó inevitablemente a los consabidos recortes regionalistas de las comunidades migratorias, así fue considerado también como un pintor vasco-argentino.

 

En 1916 comenzó sus estudios en la Escuela de Artes Decorativas de la Nación, nombre que portaba entonces la escuela de Bellas Artes dirigida por Pio Collivadino desde 1908, donde fueron sus profesores más influyentes Cesáreo Bernaldo de Quirós, además concurre a su taller particular, y Fernando Fader, durante el breve lapso en que enseño. Es plausible suponer que siendo estudiante ha concurrido a las exposiciones de Fader en la galería Muller, inauguradas todos los años hacia septiembre -al mismo tiempo que el Salón Nacional- con las obras realizadas en las serranías cordobesas, donde se radicó desde 1916. El comienzo de la formación de Larrañaga coincide con el inicio de esta nueva etapa de Fader. Es lógico el deslumbramiento; tratar de emular la captación sensible de la luz, la atmósfera particular, representar la naturaleza sentida, sin anular la intención descriptiva. Desde ya el oficio de Larrañaga se encuentra a gran distancia de lograr la paleta y la pincelada de Fader: no llega a comprender la construcción de la materia pictórica que implica cada pincelada. Por eso, aunque todos los comentarios sobre la obra temprana de Larrañaga insisten en la preeminencia de la influencia de Fader, debe reafirmarse la marca Quirós, en particular de su exposición De mi taller a la selva en la Galería Muller en 1919. Los paisajes de Larrañaga derivan de las obras de su maestro, por ejemplo de A través del ramaje, El río de mi pueblo, Espinillos, Corral en Médanos. En el mismo sentido la enseñanza de Quirós puede haber puesto el sustrato para el manejo del color, aunque Larrañaga no observó la exposición de su maestro en 1928 cuando el color fue utilizado como fuerza expresiva para potenciar el naturalismo de la representación. Así, la sintonía es mucho mayor con Quirós, por ejemplo en 1923 ambos están representando algarrobos. Sin duda, el mayor legado de Fader no consiste en la apariencia visual del recetario impresionista sino en tratar de producir la sensación de lo verdadero y no la copia de lo real, la ruptura con la mimesis. Enseñanza que la pintura de Larrañaga asume recién en la madurez.

 

Un paisaje de los bosques de Palermo fue aceptado en el XI Salón Nacional, de 1921, de este modo el artista comienza su larga relación con la institución, que se divide en dos etapas: la juvenil antes del viaje a España y la de la madurez luego de su regreso en 1930. En 1922, contratado por Defensa Agrícola como langostero, se estableció en Córdoba acompañado de Luis Tessandori. Desde entonces envía al salón los paisajes cordobeses: Algarrobo viejo y Arco de sauces llorones en el salón de 1922; El algarrobo del corral en 1923; La madre y Veranito en San Juan de la Huerta, en 1924. En 1922, en la reseña del salón de La Nación (23.09.1922) se sugiere que 'tiene algo de la manera de Ripamonte'.

 

En 1924 expone junto a Tessandori en Witcomb, la tapa del catálogo es el aguafuerte de un árbol con fondo montañoso firmado por Lino E. Spilimbergo. El crítico de La Razón percibe una diferencia sutil entre ambos pintores plenairistas: una pintura más luminosa, de sol pleno, adjetivada como optimista y espiritual en Tessandori, y la de Larrañaga más 'reconcentrada', con busqueda de efectos ásperos de la luz sobre los objetos pero logrando una pintura envolvente. Tessandori logra, ese año 1924, uno de los premios de pintura del Salón Nacional, aspecto que si bien marca la estrecha relación entre las galerías comerciales y el certamen, también que la obra que realizaban eta la correcta para ser legitimado en un campo artítico conservador. La pintura de paisajes, tipos y animales de Córdoba es práctica extendida que conforma escuela, a la cabeza indiscutida de Fader, más una nutrida segunda línea, más naturalista y menos sutil en la pincelada en que destacan, además de Tessandori y Larrañaga, Antonio Pedone, Angel Vena, Luis Cordiviola, José Malanca, Ceferino Carnacini, Luis Aquino, entre tantos otros.

 

De este modo la primera fase artística de Larrañaga se integra al proceso de pensar plásticamente el paisaje nacional desde lugares más pintorescos que la llanura pampeana, que había sido el territorio identificado como nación en el siglo XIX. La oposición entre pampa y paisaje de provincia se había resuelto con la difusión del discurso nativista e indianista, que aunque centrado en las provincias norteñas como objeto de representación encuentra luego en las sierras de Córdoba la expresión moderada del simil entre territorio y patria. Desde ya también con pérdida de la radicalidad de identificación entre paisaje, nación, tipo y raza -resultado del mestizaje de la conquista- para en la proximidad panteísta con la naturaleza. La búsqueda de la luz, única y local, más que detreminar la esencia nacional. La idea de nación es resultado de una elección, más que de construir un pasado activo, la expresar la relación sencilla entre hombres y naturaleza, y tomar distancia del cosmopolitismo y la transformación mercantil de la ciudad moderna.

 

España

 

Enrique de Larrañaga parte hacia Europa, con su hermano, a fines de 1924. Regresa recién a fines de 1930 o principios de 1931, ya que resuelve quedarse en España, luego de recorrer Italia, Francia, Bélgica e Inglaterra. Larrañaga es un caso distinto a los artistas de su generación en Europa. Su aspiración era asimilar el pasado y tratar de emular el presente pictórico más accesible en los años veinte por el retorno a la armonía y la claridad compositiva. Larrañaga por el contrario sigue con aquello que venía pintando, que el crítico José Frances denomina 'ruralía remota', y luego sigue por los paisajes regionales de España.

 

Su ingreso a la modernidad reciente es resultado del impacto de la obra de José Gutiérrez Solana, distante del equilibrio clasicista del retorno al orden. Esta elección lo integra a una tradición distinta, que debe asumir desde la individualidad, del hacer personal. Aunque pareciera que no es decisión meditada el establecerse en Madrid, ha llevado consigo las pinturas realizadas en Córdoba. Aunque suma un sustantivo desplazarse del género de paisaje autónomo hacia una pintura de costumbres campesinas, de tono literario. En el mismo movimiento mitiga los procedimientos derivados del impresionismo para acentuar el naturalismo, más apto para la carga emotiva de los asuntos, aunque el mismo se define como un artista conservador, apenas llegado a España.

 

De cierta manera, Larrañaga es parte de un movimiento pictórico e intelectual argentino en la España previa a la Guerra Civil. Las exposiciones de arte argentino son habituales en Madrid de los años veinte, no sólo de aquellos artistas establecidos en la ciudad, por ejemplo en 1923 expone Benito Quinquela Martín, con gran repercusión, en el Círculo de Bellas Artes. Entre los encuentros de Larrañaga en Madrid, hay dos que merecen señalarse. El primero con el boliviano Cecilio Guzmán de Rojas, el segundo con Antonio Berni, que concurre a la primera exposición en el Círculo de Bellas Artes. La amistad con Berni perduró en el tiempo, sin ser truncada por las diferencias artísticas y políticas. También estaba en Madrid, el escritor Alberto Ghiraldo, con el que proyectan un libro no concretado sobre la ciudad.

 

Larrañaga conoció a Antonio Machado, en una estadía en Segovia, con el escultor Emiliano Barral y el ceramista Gregerio Arranz y, desde luego, con José Gutiérrez Solana, al que tal vez frecuentó -según alguna referencia periodística tardía- en la tertulia del café Pombo. Debe haberse integrado rápidamente al ambiente: el reconocido pintor Pedro García Camio hace el retrato de su elegante figura con el paisaje de Madrid de fondo, como si fuera el territorio de su dominio. El artista argentino, dice la imagen de Camio, ha conquistado Madrid.

 

Larrañaga se presenta con sus paisajes cordobeses en diciembre de 1925 en el Círculo de Bellas Artes de Madrid: Algarrobo viejo, Contraluz, Últimos rayos (iglesia), Tranquilidad del arroyo, Otro día que se va, Escena serrana y suma otros dos óleos de asunto español Leganés y Día gris. La prueba de fuerza es un tríptico costumbrista: Velorio, Cortejo y Última morada. Conocidos por su reproducción en la prensa construyen una narración, que tiene ecos del díptico presentando por Reinaldo Giudice en la Exposición Internacional de Centenario, aunque es difícil que Larrañaga lo hubiera conocido. El primero es la imagen de una ranchería con contrastes lumínicos, que ayudan a expresar el dolor del velorio rural, la segunda representa el cortejo fúnebre de campesinos llevando el cuerpo en carreta tirada por bueyes, con una vista de fondo bien resuelta de caserío serrano con la inevitable Iglesia. La última es probable que se trate de la reproducida en la prensa como Tarde en el Cementerio, en un costado de la tela la figura del campesino consuela el dolor del niño ante la tumba de la madre, marcada en la tierra por una sencilla cruz de palo. Si concurrió a la Bienal de Venencia en 1926, debe haber sido con una composición de este grupo. Esta es la primera señal de los problemas de aceptar los períodos en que se ha catalogado su obra, en años rígidos, ya que funciona como si fuesen fases, con desarrollos y regresiones. Al finalizar la exposición proyecta recorrer Segovia, Ávila, Andalucía y las provincias vascas.

 

El VII Salón de Otoño de 1927 presenta en su primera sala a tres artistas argentinos. Además de Larrañaga, Tito Cittadini -establecido hace años en Mallorca- y Roberto Ramuagé, que para entonces residía en París. Larrañaga exhibe trece vistas de plazas y callejuelas del Madrid viejo. En las críticas al salón el conjunto es siempre resaltado, alabada la manera realista 'sin exageraciones'. La unidad visual es lograda mediante vistas amplias en las que destacan las construcciones arquitectónicas, la paleta es luminosa, con la factura de los cielos y los toques más altos de las figuras que transitan por la ciudad. Larrañaga, tal vez, busca la síntesis entre la permanencia de Madrid del pasado y la vida de ciudad moderna, pero triunfa el primero por la dominante visual de las casas. El artista no es un flaneur, no recorre las calles perdiéndose, sino que desarrolla un programa objetivo: toma pequeños estudios al lápiz, que luego pasa a la tela mediante el uso de la cuadrícula. Sorprende la habilidad de abandonar los asuntos rurales y encarar las vistas urbanas con tanta facilidad para delinear los edificios, para sumar en el taller las pequeñas figuras que pierden la retórica de los tipos, para ser sólo habitantes, ciudadanos. Larrañaga ilustra Madrid, como si fueran retratos instantáneos (entre los proyectos no concretados figura un libro de Ghiraldo) en donde el presente moderno se mueve en aquellos espacios ya marcados por el pasado,. Un sabor a López Silva, señala un crítico. Este comentario preciso ubica en otro ámbito discursivo estas pinturas, en el del género chico teatral, es decir se desplaza de la pintura de paisaje urbano para confirmarse como pintura literaria, como una crónica de costumbres (al estilo de las de Madrid cómico, para entonces ya cerrado). Larrañaga logra la precisión en la representación de espacios reconocibles para el público, para ello abandona los rastros de las recetas impresionistas; la relación entre forma y contenido siempre ha sido estrecha en el artista. Como afirma Ángel de la Barcena sobre la serie madrileña:

 

Cabecera del Rastro, La Fuentecilla, Puerta cerrada, y Peñuelas, los más afortunados. Y Puerta de Toledo (la murga) inmejorable, diría, y hasta definitivo. Barraca de la Verbena de San Juan y San Pedro hórrido. Y puede que así sean nuestras verbenas por la tarde, pero más vale olvidarlo. En Calle de Sevilla, la figura, en primer término, de un guardia agente de la circulación, de dudoso gusto. Parece solamente hecha para el comentario de chiquillos. 'Ay, papá: mira un guardia de la porra!' La serenidad plástica de Peñuelas, las radiosas luces de los óleos, ganan con la luz vespertina. Las maravillas casas -rosa en Cabecera del Rastro, blanco sucio de Puerta Cerrada- los cielos, repito, de todas las obras, magníficos en su realidad artística.

 

La serie de vistas recibió elogios por parte de José Frances y Bernardino de Pantorba cuando se expuso luego en la galería Nancy. Larrañaga obtiene una tercera medalla en el salón de 1930, según Pagano, el jurado declaró desiertos dos primeros premios y un segundo por falta de mérito en las obras presentadas. Por eso, la tercera medalla obtenida por ------ señala una consolidación profesional dentro del estilo hallado. Pero nuevamente la pintura tomará otro rumbo: si era perceptible una larvada influencia de José Gutiérrez Solana (en el trazo de las líneas, en la elección de barrios bajos, en los toques de color), ahora es notorio el influjo. El Solana que observa Larrañaga es el de las fiestas populares del carnaval, de los toros y las procesiones de semana santa. Pescadores de Vigo tiene una referencia directa a La vuelta de la pesca de 1922 de Solana, tan particular el fondo de paisaje de casas populares, las figuras con potencia cromática, lo mismo Carnaval en Madrid y Plaza de toros, ambas datadas en 1930. Es notable como reinstalado en Buenos Aires, Larrañaga se torna aún más solanesco en sus asuntos españoles, por ejemplo en Berbes, escena portuaria de Vigo, fechada en 1933 cuando hace dos años que ha regresado: afirmación de una filiación española, frente a la modernización visual 'parisina' que era dominante como 'arte nuevo'. Pescadores de Vigo y Berbes forman una unidad formal, y seguramente han sido realizados desde dibujos ejecutados frente al paisaje, con las casas de volúmenes cúbicos, en estructura vertical y al pie las figuras en escenas anecdóticas.

 

En una época donde la declaración del casticismo podía conducir al nacionalismo integrista, Larrañaga logra no correr tal peligro porque se mantiene en un registro de lo popular, a veces desde lo grotesco. De cierta manera nunca se desprendió de esta fase española, cada tanto retomaba un asunto (serie de toreros, carnavales españoles, cantejondos), pero trabajado desde la memoria pictórica: una necesidad de volver a esas formas y asuntos de la juventud cuando su obra ya había recorrido, con igual reconocimiento, soluciones formales muy distintas.

 

Circo y máscaras

 

La primera obra de importancia, realizada a su regreso, es El mudo. La figura es un payador de carnaval, con el rostro cubierto con la máscara que permite comprender el sentido paródico del título. Larrañaga volvía a presentarse con un estilo tan distante de los salones del veinte como de las vistas de Madrid, presentadas en Witcomb dos años antes. Para Pagano, El mudo es una obra clave:

 

La dije una obra endiablada. Es un hombre sedente, disfrazado de gaucho. Cubre su faz una careta de cartón. Las manos enguantadas sujetan una guitarra. Es un payador carnavalesco pintado con tonos sombríos y notas claras. Añádase: soberbiamente pintado. Esta figura, cuyo rostro se nos oculta, es de un poder sugestivo obsesionante. El mudo es de 1931. Es el óleo laureado por la Municipalidad. Vuelve Larrañaga a elaborar lo propio. A partir de ahí torna al color, evoluciona hacia, un cromatismo cuyo crescendo le llevará a fuertes acentuaciones de contraste.'

 

El escorzo determina la fuerza de la figura, con la diagonal generada por la guitarra, y cambios en el punto de vista que anula la resolución naturalista. La silla está resuelta como un plano rebatido, pero con el ángulo en primer plano, enviando al payador de carnaval al interior de la tela ¿Cita la silla del trabajador desocupado de Sin pan y sin trabajo de Ernesto de la Cárcova al igual que el interior sombrío, frío, con tonalidades azuladas, que abre mediante una ventana y mitiga la lobreguez? El manejo de los paños, clave en su obra de los años treinta, presenta una rigidez mayor que la habitual, constituyendo un volumen autónomo en la caída del poncho y en los calzoncillos cribados, Las máscara rosada deja trasponer la mirada dirigida hacia el espectador desde la falsa expresión, las manos enguantadas simulan tocar la guitarra. El trabajador disfrazado, entonces, no toca ni canta. ¿Es arriesgado suponer que El mudo debe leerse desde la crisis del treinta? El sujeto aislado lleva consigo las formas sociales que lo hacen posible.

 

En 1933, Larrañaga invierte la figura de El mudo: ahora observamos el respaldo de la silla, y la figura potente de un clown, al que un hombre esta maquillando, de espaldas, inclinado hacia la derecha. El punto de vista coloca al espectador presenciando la escena, antes de salir a la actuación, desde un lugar elevado, como si estuviera ya ubicado para presenciar la función. La composición tiende a conformar un círculo con el movimiento el cortinado verde, la rotación de la figura central y la lámpara, a pesar de la pesada figura cobriza del maquillador todo trasmite un aire de inestabilidad. En el camarín o Maquillaje perteneció a Martín de Ariño, uno de los coleccionistas principales de la obra de Larrañaga en su tiempo.

 

En el XXIV Salón Nacional de 1934, Larrañaga obtuvo el primer premio por Mr. Teddy, obra que ya en los comentarios a la exposición póstuma de 1957 se lamentaba su paradero desconocido. Una de las obras mejor logradas de la producción de Larrañaga, afirma José León Pagano en La Nación el día anterior a la inauguración (palabras que reiteró, bastante ampliadas, en El arte de los argentinos):

 

... atrae, sobre todo, por su capacidad expresiva. Sus figuras son a manera de interposiciones entre el personaje real y el contemplador. Allí están 'cómo quieren ser vistas' no como son ellas en verdad. Nos presentan la máscara o el afeite, y el indumento abigarrado, de momento fuera de lo usual. Son modos evasivos, seres heteróclitos, satisfechos de saberse incomunicados, de sentirse ocultos tras la apariencia del disfraz. Así nos muestra Larrañaga a Mister Teddy y a su anónima compañera, y nos lo muestra en el contraste de un ambiente piadoso. Allí en el fondo se ve una imagen sagrada bajo fanal, detalle de gran efecto en el conjunto de esta escena de calma aparente. Mister Teddy está resuelto con un pincelar suelto, amplio y jugoso. En la producción de Larrañaga este lienzo importa una de sus afirmaciones mejor logradas.

 

En Mr. Teddy no sólo aparece esa incomunicación particular que establece para las figuras sino también el distanciamiento emotivo, efectivo para despertar sensaciones en el espectador. No es el ensimismamiento ni la melancolía de la figuras de entreguerras, testimonio del derrumbe de un mundo, sino una búsqueda diversa: es el individuo sin sociedad, marginado de ella, y a la vez carente de los vínculos que puedan constituirlo como tal, sólo en el carnaval se asume la identidad popular que le otorga existencia real. Pagano lo intuye: 'cómo quieren ser vistas'.

 

La clave de la pintura se encuentra en la posición del payaso (similar a la del Tonto Bonilla): las piernas abiertas que permiten exhibir el oficio en el tratamiento de los paños, y a la vez generan un vacío para la mano como culminación del alargamiento del brazo; el cuerpo delgado es potenciado por la holgura de la vestimenta, que sabemos que debería causar risas y, sin embargo, ofrece la apariencia de la pobreza. La cabeza con el gorro para simular calvicie, con los cabellos rojos en las sienes, el rostro pintado con la sonrisa exagerada. Atrás en una torsión irreal una figura femenina, vestida tal vez para un paso teatral en la arena, asociada a las máscaras, presentes en los salones de 1933, 1937 y 1939. También aparece en esta pintura el motivo del fanal conteniendo una imagen escultórica, que reitera luego en distintas obras -por ejemplo En el taller- hasta eliminarlo para que las imágenes del fondo, esculturas o muñecos, aparezcan únicamente desde el color.

 

Es interesante que en este salón Emilio Pettoruti presentó Arlequín; resuelto, según el mismo diario, 'según su norma', en el 'ismo' que ya era suyo. Es interesante imaginar las probables sensaciones del público frente a dos asuntos en apariencia próximos como un arlequín y un clown, y a la vez tan radicalmente distantes. Nada más alejado de la norma racional de Pettoruti que el patetismo expresivo de Mr. Teddy. Los restantes premios del Salón de 1934 fueron otorgados a Raquel Forner por Interludio, segundo premio, y Enrique Borla por un desnudo el tercero. Ambos próximos a Larrañaga: con Forner mantuvo su amistad a pesar de las profundas diferencias políticas -fue la profesora de arte de su hija-, y a Borla lo retrató más como intelectual que artista.

 

La consagración definitiva en el Salón Nacional -al que había sido aceptado por primera vez en 1921- ocurrió en 1936 con Entre telones, cuando obtuvo el Gran Premio Adquisición (el de escultura fue para la cabeza Pampa de Alberto Lagos). El jurado de pintura estuvo formado por Emilio Centurión, Adolfo de Ferrari, Antonio Pedone por los artistas y Rodolfo Franco, José León Pagano, Ernesto Riccio por la Dirección Nacional de Bellas Artes. El premio, instituido en 1935, se otorgaba entre aquellos que ya habían obtenido, en salones anteriores, las recompensas.

 

La obra presenta tres figuras resueltas con armonías cromáticas y alargamiento expresivo, la composición esforzada se resuelve en un clásico triángulo, cuyo estatismo es anulado por un logrado movimiento de brazos y cabezas. El fondo conformado por telones es de simple plasticidad que activa el recurso tradicional del fondo de retrato en una pintura costumbrista. Entre telones señala su capacidad de no embanderarse bajo el realismo ni el purismo, y a la vez transitar con conciencia la renovación pictórica, sin renegar del asunto y la sólida construcción formal, alejada del decorativismo pictórico.

 

Sin embargo, se alejó de la reducción de los mismos a un reiterado motivo formal para tratar de transmitir la idea de un ambiente lúdico y marginal a la vez, logrando expresar una identificación sensible, pero con la fuerte carga sentimental. En su habitual crítica en La Nación, Pagano, quién además era el jurado del premio, definió a las figuras como 'tres seres abismados en su propia miseria'. Luego caracteriza cada una de las figuras: el mirar ausente de la écuyère, la espiritualidad ficticia del clown, la arrogante animalidad del atleta con su microcefalia. No es cuadro agradable, agrega, pero está pintado con un ver penetrante que logra que las figuras presenten una clara psicología. En El arte de los argentinos reafirma su opinión: si en la crítica del 1936 la pintura era 'expresión de un modo franco, directo, suyo', en 1940 agrega para finalizar la frase 'suyo, muy suyo'. Ese carácter propio de la obra de Larrañaga es a la vez desafío y condena, como si el artista hubiera aceptado el 'muy suyo' como una obligación, elaboró luego obras cada vez más recargadas, extremando aspectos estilísticos.

 

En el estudio previo de Entre telones, al lápiz con la cuadrícula marcada para su pasaje a la tela, la composición está planteada ya en sus grandes rasgos, las tres figuras en una estructura triangular, pero presenta importantes modificaciones. El cambio en la dirección de la cabeza de la écuyère parece menor pero determina la lectura al ser dirigida, en leve inclinación, hacia el contemplador. El fondo de telones que otorga el título a la obra está ausente en el estudio. La modificación más importante es que el payaso del dibujo es transformado en clown en la pintura finalizada, esto implica un cambio en la vestimenta, ya que agrega el gran sobretodo amarillo a cuadros, este tratamiento del gran paño obliga a ocultar el antebrazo y la mano del atleta, centro compositivo del dibujo ocupado ahora por la mano enguantada del clown, figura en la que es fácil reconocer a Mr. Teddy. No es un cambio menor porque el clown -reconocido por la cara enharinada, el maquillaje blanco- representa el orden, el que marca los ritmos de la actuación, la autoridad dentro de la arena con la presencia de su traje brillante. El pasaje del payaso cómico, de vestuario libre, conocido como August al tipo clown indica la afirmación de una autoridad, por ello la sonrisa y el gesto autosuficiente en la obra terminada; la mano ocupa el centro de la escena: es la que golpea al partenaire en busca del aplauso. Entonces, el payaso de Larrañaga en los años treinta no es el payaso triste, al estilo del vagabundo: es el clown que pone orden en la arena circo. Expresión de los años treinta, ¿tal vez por ello el atleta tiene ahora colgadas las condecoraciones que no figuran en el boceto? Rodrigo Bonome se acercó a esta interpretación vio en la figura del atleta una 'exaltada interpretación de la indiferencia, del absolutismo'. Para Bonome las figuras asumían tipos morales definidos por su gestualidad: 'la mujer tipifica el renunciamiento a todos los imperativos del orden moral', mientras el 'payaso que es la contrafigura, la negación de todo problema humano, aún cuando rezuma drama por todos los poros'. Así Entre telones es una pintura de ideas.

 

Las figuras son menos solitarias, paradójicamente, cuando se las representa individualmente. En la serie Máscaras los fondos son resueltos con telones, una marca ya distintiva de la obra de Larrañaga pero que era un recurso plástico habitual -por ejemplo en La Venus criolla de Emilio Centurión- para armar con solidez el espacio de la representación. Larrañaga no trata de armonizar la figura con el fondo, sino contrastarla con violencia, llegando en su punto máximo de calidad plástica en 1937, con Máscara del Museo de Tandil. El extraordinario violeta del vestido atrapa la vista inmediatamente, pero no está solo en el riesgo cromático: rosas, amarillos, verdes, azules distancian la dama enmascarada del telón terroso. Es necesario tratar de visualizar estas pinturas en el contexto de los salones de los años treinta: un golpe visual y efectista, entre centenares de telas.

 

Si es sugerente citar las máscaras de barroco como soporte de una búsqueda plástica que asume su propio barroquismo, más lo es en El palco de 1939. Nuevamente la composición semiesférica de las figuras marcada ahora por el espacio del propio palco, La teatralidad de los cortinados abriéndose para permitir al tony acercarse a las mujeres sedentes, con los brazos expresivos abriendo las múltiples direcciones de la escena. Figuras de circo y carnaval fuera del escenario, con sus colores estridentes que estimulan la visión del espectador.

 

Es común señalar que los payasos simbolizan el devenir humano, la diferencia entre el ser y parecer, la vida como trágica comedia. Los payasos han sido comprendidos como una imagen autorreferencial del artista, por ello su presencia continua en los artistas del siglo veinte, pero también son símbolos de los seres periféricos, de los marginales de la proletarización. Es difícil adivinar en qué lugar ubicar de estas interpretaciones los payasos de Larrañaga -más allá de las consideraciones del comienzo de este texto. En la última etapa de su obra, de payasos cromáticos, sobresalen las versiones del payaso con el perro de Cocó, uno es conocido como el Payaso rojo, en la que una enorme flor violeta destella sobre el traje rojo; la otra como el Payaso de Cocó. Eduardo Eiriz Maglione juzgó de este modo a la última:

 

En 1943 el artista obtiene uno de sus ansiados y buscados éxitos colorísticos: 'El payaso de Cocó' (con perro), pieza de calidad que descolló en la muestra; rojo de cadmio, carmín de alizarina, nobles lacas -lacas que vio en El Greco y los venecianos de El Prado-, sobre verde; aseguramos que esos rojos, esas lacas, están aplicados con dominio, salvo el descuidado trocito craquelé. Señalamos el excelente rostro, expresivo. Sin duda, uno de los mejores payasos de la frondosa serie afín. Nada, absolutamente, de Gutiérrez Solana. Tampoco del barroquismo.

 

El color tan potente logra distrae la mirada, conduce al aspecto simpático del gesto del payaso acariciando su perro, sin embargo pronto se perciben las inquietantes figuras de animales del fondo: tornan la escena en una pesadilla, en los miedos del delirio. No sorprende que en el mismo año de 1943 haya realizado la pintura conocida como Muñeco, aunque de mayor sobriedad cromática la sensación es también de extrañeza. Las largas trenzas amarillas, el corto poncho rojo, el sombrero verde no distraen del impacto visual del rostro del muñeco de dibujo. No hay ninguna emoción posible en la lectura de esa carta. Recuerda en su aislamiento paródico a El mudo de 1931, más aún con la mandolina colocada sobre la mesa, detrás de una fuente de frutas. Es la misma mandolina que utiliza en varias pinturas de muchachas, una de ellas perteneció hace tiempo a la embajada soviética en Buenos Aires. Ambas pinturas, de cierta manera, obligan a detenerse en qué las otras pinturas de Larrañaga -hasta los payasos más apresurados de los últimos años- pueden indicar otra cosa, no sólo un motivo apto para los desafíos técnicos.

 

Telurismo

 

En paralelo a esta producción de carnaval y circo, asuntos asociados a lo urbano, también explora el tema rural principalmente en dos óleos: Riña de gallos y Arrieros, este presentado en el Salón del año 1935 y premiado en el municipal. Ambos lienzos comparten ser escenas de momentos de ocio de la vida rural, en interiores, asunto tradicional en el género costumbrista desde el siglo XIX. El primero es una composición circular cuyo centro lo ocupa la pelea de los gallos de riña. La lectura e dirigida con habilidad desde un tronco que sirve de asiento a las figuras de la derecha, la primera con la posición de su pierna cierra el círculo, con el rebenque sobre su pie, aunque gira la cabeza para no mirar la próxima derrota de su gallo. Larrañaga ofrece la genealogía de su obra: esta figura es una cita a Riña de gallos de Jorge Bermúdez de 1917. Los ponchos de las figuras principales otorgan más corporalidad a las figuras, las tornan monumentales. El de la derecha cae como un paño teatral, contrapeso del que lleva la figura campesina de la izquierda, que también juega con el brazo la oposición rítmica de la pierna de su adversario. Reproducen, de cierta manera, la pelea de los gallos en la tierra apisonada. Una figura, a la izquierda, sobresale: es un mulato con camisa violácea que gira su tronco y brazos en un gesto manierista. Al fondo un campesino con poncho rojo serena la agitación, equilibra la composición a punto de desbordarse.

 

Arrieros plásticamente es el problema diverso: una composición fuertemente equilibrada; a la vez también se contrapone a Riña de gallos en el manejo del color: es una obra luminosa. El centro se abre a una puerta que deja observar un paisaje serrano. A la derecha tres figuras conforman un clásico triangulo. Son caracteres distintos: la primera es una imagen de la melancolía, con la cabeza apoyada en su mano, el codo sobre la montura; la segunda, parada, extiende su brazo para apoyarse en el campesino reclinado en el centro de la pintura -y en ese gesto anula el aislamiento habitual en las figuras de Larrañaga-. En el lado izquierdo el payador, de espaldas al espectador, un recurso utilizado en otras pinturas, como en Maquillaje. Un interior similar lo utilizó para ilustrar la propaganda del romance rural de Alberto Vacarezza, Lo que le pasó a Reynoso en el Teatro Nacional por la compañía Muiño y Alippi (también realizó el afiche de la película Adiós a la vida)

 

Arrieros es una imagen idílica del mundo campesino, distante de la situación conflictiva de la modernización rural de los años treinta, que planteo con Antonio Berni en Chacareros. Si Berni partía de la observación de la realidad para dar cuenta de los conflictos sociales mediante una asamblea de pueblo rural, Larrañaga invoca al pasado con una carga nostálgica, sintetizada en la figura melancólica de la derecha. Es una aproximación literaria. La elección de representar un grupo de arrieros es afirmar el imaginario de la libertad del hombre vinculado a la tierra, cuando comenzaban los planes de arraigo para frenar la migración hacia las ciudades.

 

Junto con Ernesto Scotti también realizó, en 1936, una escena campestre: fiesta rural con vino y guitarras bajo los árboles. La figura reclinada de un anciano, tipo clásico, encierra la escena, con una guitarra y damajuanas en primer plano invitando al espectador. Obra de gran tamaño es probablemente un proyecto de mural. Larrañaga y Scotti realizaron juntos otras pinturas que forman con este asunto campestre probablemente un ciclo sobre la civilización: una refiere a la conquista española, otra es una alegoría clásica. En esta última las tres figuras desnudas, tapadas con un paño, sugieren una idea de belleza. En el fondo, sobre una colina, un templo de arquitectura clásica. La perdurabilidad de la tradición clásica en las pampas encuentra en Scotti y Larrañaga insospechados representantes. A Scotti le interesaba la pintura de figuras y también las escenas de circo (por ejemplo Camarín de circo, premio del Salón de 1940) sus figuras son más volumétricas, clásicas, sin la distorsión de los brazos de las de Larrañaga. Es difícil precisar la intervención de cada uno en estas pinturas conjuntas, pero las figuras se aproximan más a la factura de Larrañaga y el uso más plano del color a la obra de Scotti. Desde ya, la obra conjunta carece de la dramatización de los asuntos de Larrañaga, más próximo a la contención narrativa de Scotti. Entre los dibujos conservados se encuentra un estudio para un mural, no identificado, y las escenas de carnaval en lápiz color de 1942, con disfraces de diablos, aparentan ser estudios para un proyecto decorativo mayor, aunque hay una pintura denominada Los diablos que no se ha localizado.

 

En los años cuarenta realiza dibujos y cabezas de campesinos, más algunas pintura con tipos de gauchos federales. Sobresale de esta época El chango: la imagen de un niño del norte rodeado por cactus. No es, sin embargo, una línea de desarrollo en su producción. Larrañaga no es un pintor costumbrista de tipos campesinos, sino que sus asuntos se basan en una mirada histórica literaria. Por ello, el tema rural devela su sentido en la ilustración de dos libros. El primero Tierra de Huarpes de Juan Pablo Echague, editado por Peuser en 1945. Los dibujos presentan una calidad más expresiva y un domino notable para resolver en las tintas el contraste gráfico. Es su trabajo de ilustrador de mayor aliento, tan distinto de los retratos para biografías encargados por la misma editorial. En 1949 ilustra el poemario La Patria de Julio Prilutzky Farny. Por ello más que un costumbrismo tardío, esas obras de Larrañaga expresan la idea positivista del telurismo: la determinación del suelo en los hombres que la habitan, la patria destinada. Pinturas sin máscaras.

 

Retratos

 

Entre los retratos de Enrique de Larrañaga sobresalen los dos dedicados a su mujer Isabel Roca. Ambos están fechados en 1937, el año de su casamiento. Hay dos versiones: una se conserva en el Museo de Bellas Artes de La Plata, obtuvo una medalla en la Exposición Universal de París en 1937, la segunda en el Museo Benjamín Franklin Rawson de San Juan. Larrañaga retrata a su mujer como artista: en tonos fríos en uno caso, cálidos en el otro. Expresan, desde el color, dos situaciones emocionales. En el de La Plata, conocido como Mi esposa, en un primer plano se encuentra la paleta y los pinceles, atributos del oficio. Es un retrato pensativo, intelectual, aunque tiene un pincel en la mano, los bastidores están como fondo. Isabel Roca, viste una blusa blanca. En el de San Juan la tela está colocada sobre el caballete, el gesto con el pincel es similar pero tiene la paleta en la mano, rebatida: está pintando la naturaleza muerta dispuesta en el plano inferior de la pintura. Así, pensamiento y acción como etapas del hacer pictórico. Isabel Roca abandonó la pintura profesional. En una bella acuarela de Jorge Larco la retrata como joven dama pensativa.

 

Larrañaga realizó otros retratos de artistas. El de Benito Quinquela Martín interesa por su factura tardía, 1950. Al igual que Larrañaga era uno de los pocos artistas que se habían acercado al peronismo y era uno de los integrantes de las peñas que realizaba los domingos, además de haberle sido otorgada la Orden del tornillo. Lo retrata sedente, con los párpados caídos, tal vez soñando. El fondo es una tela de Quinquela: El hundimiento del Santos Vega de 1946. Larrañaga sugiere que la obra está en proceso, ha representado sólo unos pocos hombres trabajando. El retrato del pintor Enrique Borla, de 1943, es la imagen de un intelectual, pensativo, de traje marrón, la cabeza recorta contra una lámina, que parece ser Entre telones. Tardío, sobre un fondo amarillo, retrata el busto del pintor Gastón Kessel, fumando su pipa. También retrató a Nicanor Polo, en 1947, artista hoy olvidado, sentado frente al espectador y a sus espaldas el caballete vacío.

 

Entre los retratos de interés se encuentran Gastón y su perro, de 1947, Retrato de dama, del Banco provincia, con la factura más liviana de su obra tardía. Además, los dedicados a los actores de su amistad: Francisco Petrone, otro retrato en pose pensativa; el robusto de la madre de Ángel Magaña; el españolista de Angelita Vélez, también conocida como La Manola, el retrato de carácter de Nicolás Fregues como el Mercader de Venecia.

 

En 1939, presenta al salón la efectista El palco, arriba estudiada, y Dos amigos (conocida también como Amigos y Soñadores). Esta última presenta dos figuras masculinas, una sedente lee un folio ilustrado, tal vez una prueba de impresión, a su lado otro hombre juvenil apoya la cabeza en su mano, más melancólico y cansado que pensativo, el codo apoya sobre una pila de libros. Colgada en la pared una lámina: Entre telones. La factura es envolvente, de mayor suavidad sin perder volumen las figuras, los colores no buscan el efecto visual, se complementan sin alterar el clima de ensueño, de proyectos compartidos. Larrañaga, tiene razón Pagano, exhibe todas sus dotes artísticas sin importarle la reacción del espectador, por ello puede reunir en un mismo envío obras tan distantes.

 

Frente a la sensación apacible de Soñadores, con la misma paleta, al año siguiente compone un óleo muy diverso pero también afirmación de la amistad, de la lealtad: Siete titiriteros. Las siete figuras varoniles se escalonan formando una unidad visual, con el ritmo manejado desde el movimiento de cabezas y pequeños gestos. En el fondo, el recurso de las imágenes, ahora tres títeres en un pequeño escenario. ¿Qué clave encierra esta reiteración del mismo recurso? Es poner la representación de las figuras en el terreno de la ilusión, de advertirnos del teatro de la vida. Al observar el grupo nutrido resalta que nadie mira hacia la mesa del primer plano: junto a unos títeres de mano, una cabeza cortada sangrando sobre un mapa de la provincia de La Rioja. La cabeza es la base de la estructura vertical de la pintura. Solo la mano extendida de un titiritero une el macizo grupo con la mesa. (Es curioso como la crítica al salón de Mar de Plata, donde se expuso por primera vez, no menciona la cabeza cortada). El origen de la pintura es la anécdota de la deserción de un compañero del grupo cansado de las penurias de la no redituable gira por el interior. Es una pintura sobre la deserción, sobre la traición.

 

Carnaval popular

 

En 1932, Larrañaga presenta Carnaval al Salón Nacional que profundiza el modelo visual de Solana: la combinación de la muerte con la fiesta, de lo popular con lo macabro. La escena está compuesta desde una figura yacente rodeada por otras, todas con máscaras de carnaval y disfraces. Es un velorio, no ya campesino como el de los años veinte, sino de carnaval. Inclinándose ante el cadáver, la parca -mejor, el disfrazado de La Muerte- toca la guitarra, y otras máscaras-músicos son figuras dolientes, acorde con la iconografía del llanto ante el cuerpo muerto. Esta línea macabra no es profundizada en los temas carnavalescos, y quedara asociada a las referencias españolas: una deriva final de la danza de la muerte en los años treinta. Hay en la obra de Larrañaga, como en la de Solana, una continua reelaboración de El entierro de la sardina de Francisco Goya.

 

Desde ya, como ha señalado Bajtín, una de las cualidades de la risa en la fiesta popular es que 'escarnece a los mismos burladores. El pueblo no se excluye a si mismo del mundo en evolución. También él se siente incompleto, también el renace y se renueva con la muerte.'

 

Desde la década del treinta, Larrañaga regresa una y otra vez a los carnavales, pero ahora populares, fiestas barriales, donde se anula cualquier jerarquía. Generalmente los resuelve de manera similar con un grupo de figuras colocadas de manera frontal, danzando o estáticos en sus disfraces, muchas veces con máscaras de animales siguiendo la antigua tradición popular. El fabricante de máscaras, una carbonilla sobre tela, recuerda el motivo de Solana, obra probablemente inconclusa que vincula el festejo popular y con la tradición artesanal, Esta allí la máscara de oso, que es protagonista de varias de las comparsas pintadas por el artista. Desde mediados de los años cuarenta las figuras de impronta solanesca van a empezar de diluirse en color puro, perdiendo la rigidez de la línea negra y, definitivamente, el hieratismo transformado en moviendo desde el color. Un carnaval singular es una comparsa de negros, con aire de llamada de montevideana. Obra de mayor tamaño que las comparsas habituales, el color esta puesto en los tambores.

 

En la colección Láminas de Buenos Aires, Larrañaga desarrolla en doce litografías su imaginario del carnaval. Un carnaval de corsos vecinales que ya había comenzado a perderse. Se conservan los dibujos de cada una de las litografías. Están entre los mejores dibujos del artista. Cada uno de ellos logar la síntesis de una situación determinada, de una vivencia del carnaval, lo hace con soltura de trazo y manejo de los grises, con personajes como el turco, el payador y la fregona, con niños y viejos, con murgas de trompetas y tambores pero también con música de centros tradicionales, con bandoneones y guitarras. Hay sugerencias de vida de barrio populares pero también en otras, como en Cococho, la escena ocurre en la Plaza San Martín, con la Torre de los Ingleses y el Edificio Kavanagh. Al trabajar sin color surge de nuevo la latencia estética de Solana, por ejemplo en Dominós.

 

Los carnavales de Larrañaga narran una pequeña anécdota desde la risa festiva popular, que como señaló Bajtín se distancia de la risa satírica moderna, negativa al no estar incluido el que se ríe. En la risa popular están todos incluidos y en esta cualidad radica su fuerza utópica.

 

Final

 

Desde fines de los años treinta realiza pintura de paisajes, es especial Tandil y Mar del Plata, pero también algunos más cercanos como las salidas a pintar a la Isla Maciel y la zona del Riachuelo. Algunas fotos lo muestran pintando frente al mar, y es sencillo reconocer las pinturas asociadas a esa foto por la vista alta sobre las carpas de las playas.

 

Mar del Plata es la incorporación del el ocio turístico en sectores amplios y cómo tal fue promovido por el peronismo como destino para los trabajadores en villas hoteleras sociales. En el ámbito artístico surgen los Campamentos Eva Perón, en 1948, cuya 'divisa' es que 'los estudiantes cultiven el arte de su vocación, pero inspirándose en la realidad actual de país, a fin de que no haya 'artistas indiferentes' a los grandes temas nacionales', según relata la revista Atlántida. Para ello viajaban para pintar manchas a Mar del Plata, actividad complementada con noches de fogón entre los campamentos, para debatir sobre 'letras, filosofía y música'. Los profesores, además, de Larrañaga, eran los otros directores Guido y Miguel Solá, más Rodrigo Bonome, Angel Vasallo, Eleuterio Carbajo, Pedro Pérez Yrigoyen y Adolfo de Ferrari que 'actuaban como seguros conductores por el 'buen camino de la pintura' de todos estos jóvenes'. En todos los caballetes pendía un banderín: Campamento Eva Perón.

 

La revista Continente, de abril de 1951, es mucho más retórica:

 

La revolución está en marcha ya no es un recurso oratorio, el sangriento puente entre la miseria real y la felicidad utópica. Porque en nuestra patria y en nuestros días la marcha de la revolución, de esta revolución justicialista que abarca todos los aspectos de la vida nacional, se produce al ritmo de dianas jubilosas y pone gestos dichosos en los rostros de quienes participan en ella.

 

La revolución acaba de aparecer en Mar del Plata en las telas y los pinceles de cincuenta alumnos de nuestras escuelas superiores de bellas artes, que han sido los protagonistas de una nueva experiencia, realizada por iniciativa de la esposa del presidente de la república, quien ha querido que los artistas en cierne salgan al encuentro dl paisaje argentino, conducidos por sus maestros técnicos y orientados asimismo por músicos y escritores cuyas amigables lecciones, desarrolladas mediante animados debates, completan la formación humanista de los estudiantes.

 

En octubre de1948, la revista Continente, magazine peronista, había promovido al Grupo de los Siete, inventado con fines comerciales para la ocasión con el objetivo de facilitar el encargo de retratos a precios accesibles. Una señal, tal vez, de la necesidad de cubrir el crecimiento del consumo de sectores medios. El grupo de artistas es más que interesante: Enrique de Larrañaga, Guido G. Amicarelli, Alfredo Guido, Félix Stessel, Raúl Soldi, Agustín Riganelli y Antonio Berni. Nada mal para la propuesta del un retrato que 'llevara la alegría a sus ojos y el éxtasis a su espíritu'

 

También Larrañaga es el artista elegido para algunas actividades más oficiales como colaborador artístico en la Exposición de Industria y Comercio de 1946, o ser el artista homenajeado en la Fiesta de la Juventud de 1949, en Jujuy. En la muestra de 1952, la más importante de arte argentino durante el peronismo, estuvo representado por Entre telones.

 

Entre sus últimos retratos sobresale el dedicado a Juan Domingo Perón, destruido en 1955 por los golpistas militares. Es probable que haya realizado también un retrato de Eva Perón, destruido en iguales circunstancias, acorde con el decreto sobre la eliminación de las imágenes y símbolos peronistas.Retrato oficial, con uniforme militar, austero. La foto que conserva el testimonio de la pintura no permite, obviamente, definir el color, sostén plástico de la pintura tardía de Enrique de Larrañaga.

 

El rostro de Perón es una máscara.

 


Imágenes de la Exposición
Enrique de Larrañaga, Los siete titiriteros, 1943

Entrada actualizada el el 26 may de 2016

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