Jaume Plensa, barriendo para casa, dejó dicho en su día que, desde el principio de los tiempos, el hombre ha utilizado la escultura para forjar a sus dioses y recrear a sus mitos, en cambio, ha empleado la pintura para representar pasajes de la vida cotidiana y otras cuestiones de ámbito doméstico o, incluso, meramente decorativo. Esta gradación de trascendencia entre los diferentes medios o técnicas artísticas puede aplicarse a la generalizada creencia (tanto desde puntos de vista estrictamente esteticistas como a ojos de ese monstruo abstracto y feo al que llamamos mercado) que sitúa a la pintura en un estadio claramente superior al del dibujo.
Manuel Ruz, felizmente, no comparte del todo esta opinión y, con la poética inherente a toda su obra, ha puesto el título de 'La vida era eso' a esa mirilla de calidoscopio que son
... ésta y sus otras exposiciones. Su afortunada heterodoxia reivindica un género, el dibujo, poseedor de múltiples, contradictorias y atractivas connotaciones: La inmediatez frente a la reflexión, la humildad de las herramientas frente al circo tecnológico imperante, la elementalidad frente a la algarabía de los metalenguajes, la intimidad frente a la mediaticidad, la simplicidad del signo frente al laberinto de la hiperinformación, la incertidumbre de lo potencial frente a la estrecha seguridad del dogma.
Tal como ilustra el aforismo del físico alemán del encabezamiento, el dibujo es un camino directo (y cada vez más adecuado) al conocimiento y a la comprensión de este mundo líquido y cambiante, pero a la vez es un lúcido ejercicio lúdico. La libertad que emana el dibujo de un niño, que es como una gran estancia de techos altísimos y múltiples puertas de salida, encierra más verdad que la pretendida y pretenciosa certeza de las pomposasobras maestras. Y esa verdad, casi siempre, se acompaña de placer en estado puro, envidiado por adultos que perdieron algún día esa capacidad, y, alo mejor, la vida era eso.
Nuestros dibujos nos hacen parecer torpes y elegantes (Penk, Picasso)*, complicados y lúcidos (Escher, Miró), crueles y tiernos (Goya, Toulouse-Lautrec), crípticos y didácticos (Guston, Klee), precisos y erráticos (Durero, Twombly), prácticos y líricos (Leonardo, Gorky), salvajes y lógicos (Basquiat, Duchamp), exuberantes y esenciales (Dalí, Chillida), comprometidos y libres (Beuys, Kipenberger). En definitiva, nuestros dibujos nos hacen parecer humanos.
(*Los nombres entre paréntesis son, por supuesto, intercambiables)
Entrada actualizada el el 26 may de 2016
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