Descripción de la Exposición
La utopia paralela. Ciudades soñadas en Cuba (1980-1993)
Iván de la Nuez
Entre 1980 y 1993 tuvo lugar en Cuba un proyecto insólito y contradictorio: la creación de una arquitectura occidental sin mercado, la puesta en órbita de una utopía colectiva ignorada por el propio Estado socialista, la activación de un movimiento que empezó como crítica al urbanismo oficial de la época y que hoy cobra actualidad como una espada de Damocles sobre las construcciones del capitalismo de Estado a la vista. (Con esa posible «shanghaización» de La Habana a la vuelta de la esquina y esa pulsión por los edificios totémicos, básicamente hoteles, mastodontes sin empatía con los barrios en que se implantan).
«La utopía paralela» es, entre otras cosas, una arqueología que excava en varios proyectos concebidos por la generación de arquitectos nacidos con la Revolución y que explotaron intelectualmente en la década de los ochenta del siglo pasado. Esos años fueron percibidos por la arquitecta y escritora Emma Álvarez Tabío Albo como «década ciudadana» de la Revolución y por el crítico Gerardo Mosquera como «década prodigiosa». A su vez, el poeta Osvaldo Sánchez se refirió a esa generación como «los hijos de la utopía», el trovador Carlos Varela como «los hijos de Guillermo Tell» e Iván de la Nuez como la protagonista de una «cultura disonante».
Mucho antes, el Che Guevara les había definido como Hombre Nuevo: un sujeto incontaminado por el capitalismo y por el antiguo régimen, el Frankenstein antillano destinado a crecer en una sociedad sin clases.
A través de siete capítulos –Ciudad Prólogo, Monumentos en presente, Una habitación en el mañana, Utopías instantáneas, Guantánamo: última frontera de la guerra fría, Reconstruir el Malecón para romper el Muro y La ciudad invisible–, desandamos un programa especulativo (en el sentido filosófico, no en el económico), cuyo viaje va de los solares (una versión cubana de las favelas) a las barbacoas (una forma vernácula de ganar espacio en las edificaciones con puntales altos); del art-déco que sobrevive en el Malecón de la Habana hasta el kitsch retro de los años cincuenta del siglo pasado; de Italo Calvino a la Base Naval de Guantánamo; de la ciudad colonial al bicentenario de la Revolución Francesa, asumiendo o esquivando todo tipo de monumentos.
Esto sin olvidar la apuesta por las esquinas o la recuperación de alternativas populares a las que se ofrece la infraestructura necesaria para legitimar actitudes y alojar necesidades cotidianas.
En cualquier caso, «La utopía paralela» no va de edificios concretos sino de sueños urbanos. De entender la ciudad como un toma y daca entre construir e imaginar, patrimonio y futurismo, arquitectura y escala humana. Estos proyectos se desentienden de la imagen estereotipada y repetida hasta el infinito de las ciudades cubanas –en particular La Habana Vieja– y se nos ofrece una expansión hasta pueblos tradicionales como Cojímar, desastres periféricos como Alamar o el impacto de la caída del Muro de Berlín en el Guantánamo de 1989. De la recuperación de Italo Calvino como «cubano» o del reciclaje del arte pobre como un dispositivo útil para avanzar hacia el porvenir.
La exposición comienza con el éxodo del Mariel (1980) y termina en 1993, año en que se legaliza el dólar en la isla y que anticipa la «crisis de los balseros» un año después. Entre uno y otro éxodo, se activa esta arquitectura crítica que, paradójicamente, solo hubiera podido existir dentro de un modelo socialista.
Una utopía colectiva, crecida en las laderas de la utopía estatal, guiada por el empeño irrenunciable de convertir la arquitectura en ciudad.
Y la ciudad, en ciudadanía.
Participantes:
Ramón Enrique Alonso, Teresa Ayuso, Nury Bacallao, Juan Blanco, Francisco Bedoya, Daniel Bejerano, Inés Benítez, Emilio Castro, Felicia Chateloin, Orestes del Castillo Jr., Adrián Fernández, José Fernández, Rafael Fornés, María Eugenia Fornés, Eduardo Rubén García, Óscar García, Universo Francisco García, Florencio Gelabert, Hedel Góngora, Alejandro González, Juan-Si González, Gilberto Gutiérrez, Héctor Laguna, Lourdes León, Teresa Luis, Jorge Luis Marrero, Rosendo Mesías, Juan Luis Morales, Hubert Moreno, Rolando Paciel, Enrique Pupo, Ricardo Reboredo, Carlos Ríos, Patricia Rodríguez, Abel Rodríguez, Alfredo Ros, Gilberto Seguí, Regis Soler, Antonio Eligio Tonel, Eliseo Valdés y Taller Le Parc (II Bienal de La Habana).
Ciudad Prólogo
Para imaginar sus ciudades, la generación de «La utopía paralela» se lanzó a recuperar sueños previos. Para inventar el futuro, seleccionó cuidadosamente el pasado. Incluso aunque este en apariencia resultara extraño, aquí no valía todo. A partir de esa estrategia, se asumieron como propias la Brasilia de Oscar Niemeyer, el Plan Sert para La Habana, las construcciones aztecas de Tenochtitlán o Teotihuacán y otras ciudades latinoamericanas que, de muchas maneras, resultaban cercanas y, sobre todo, funcionales para sus proyectos.
Ese pasado utópico también tenía su raigambre cubana. La de los maestros Walter Betancourt y Gilberto Seguí (que continuó la obra del anterior) les ofreció una especie de Fitzcarraldo socialista que llegó a plantar una ópera y toda una ciudad de la cultura en Velazco, poblado de la zona oriental marcado por la contienda guerrillera de Sierra Maestra. La Ciudad Universitaria José Antonio Echeverría (CUJAE) les hizo escrutar el espacio en el que estudiaron la carrera de arquitectura. Algunas construcciones anteriores en La Habana del Este les llevaron a sospechar de la masificación triunfante de los módulos prefabricados de estilo soviético. Del malogrado Plan Rector de La Habana aprendieron a atender las necesidades vecinales. Las recuperaciones de la Plaza Vieja, la batalla por un jardín botánico o un zoológico les mostró el camino para lidiar con una estructura burocrática que había cerrado el Colegio de Arquitectos o prohibido ejercer la profesión de manera individual.
En el centro de esas influencias, las escuelas de arte ubicadas donde antes había estado el exclusivo Country Club. Creadas por Ricardo Porro, Vittorio Garatti y Roberto Gottardi –con sus sedes para las carreras de ballet, música, artes plásticas, danza moderna o artes escénicas–, en estas escuelas inacabadas se formaron los primeros artistas del modelo de enseñanza socialista, con los que esta generación de arquitectos hizo frente común en su afán de una reconstrucción crítica de la ciudad y la cultura cubanas.
Todos estos ejemplos influyeron decisivamente en el rescate de una proyección social que no se doblegara ante la masificación, recuperara la tradición latinoamericana o reivindicara que estos modelos del pasado no respondían a un ejercicio intelectual inocente: implicaban, sin más, la decisión de proponer para las ciudades cubanas un presente distinto.
Proyectos de Walter Betancourt y Gilberto Seguí. Dibujos de Rafael Fornés, Daniel Bejerano, Carlos Ríos, Eduardo Rubén García, Adrián Fernández y Francisco Bedoya.
Monumentos en presente
Hay una parte de La Habana que, literalmente, desapareció de la vista sin dejar rastro. Ni un plano, ni un dibujo, ni una fotografía. Solo quedaron los textos técnicos del Archivo Nacional, con la medida y ubicación de las plantas, la descripción verbal de las construcciones. Esta documentación le bastó a Francisco Bedoya para dibujar algunas de esas plazas, fortalezas y edificios perdidos (que podían tener la envergadura monumental del cementerio Espada o el Teatro Principal). O para rastrear la evolución de algunas edificaciones que sí se conservan y hoy son aclamadas (como el Castillo de la Real Fuerza o la Plaza de Armas). Desde su imaginación arquitectónica fuera de lo común, Bedoya sacó a la luz enigmas urbanos, reparó el impacto de siglos de indolencia o hacinamiento, rellenó agujeros negros que eran verdaderos cráteres simbólicos de la ciudad. Y demostró, en definitiva, que a veces la originalidad consiste en rescatar orígenes; que continuar la historia contra viento y marea puede ser la única manera de cambiarla.
Este espíritu de continuidad acompañó otros proyectos que lo mismo involucraron al Descubridor que al Libertador de América. Desde un Cristóbal Colón emplazado en Bariay, el sitio exacto donde desembarcó, hasta un Simón Bolívar al que se le daba cuartel en un contorno actualizado. En esa cuerda, el equipo formado por Patricia Rodríguez Alomá y Felicia Chateloin Santiesteban da otra vuelta de tuerca al lugar del patrimonio urbano en la ciudad contemporánea, adelantándose a su tiempo para recuperarlo, a base de proponer una sobria pero incisiva herejía para un espacio histórico como la Plaza Vieja, muchas veces rondada por Bedoya en su ciudad hipotética.
La unión entre arquitectos y artistas marcó el abordaje de estos y otros monumentos, que mezclaban a menudo la continuidad de sentido con la ruptura formal. (Y al revés).
Todos renegaban de esos tótems dispuestos para que los designios políticos inocularan su repertorio de tabúes. Y todos, más que edulcorar el presente –desde ese narcisismo con el que las ciudades suelen proyectar su posteridad–, se lanzaron en una dirección contraria: ofrecer el presente para rebajar a los monumentos su condición mitológica. Para expulsarlos, sin más, de su trono en el panteón de los animismos modernos.
Proyectos de Patricia Rodríguez, Felicia Chateloin, Rolando Paciel, Enrique Pupo, Alejandro González, Alfredo Ros, Jorge Luis Marrero, Regis Soler, Rafael Fornés, Emilio Castro, Orestes del Castillo Jr., Juan Blanco y Francisco Bedoya.
Una habitación en el mañana
¿Y si las azoteas se convirtieran en otra ciudad conectada por vínculos aéreos inéditos? ¿Y si las fábricas tuvieran espacios museísticos en los que el arte se incorporara como una colección intercambiable? ¿Y si las esquinas recuperaran su función como punto de encuentro preferente de los barrios cubanos? ¿Y si Robert Venturi tuviera que darle forma de huevo a un chiringuito para la venta de pan con tortilla o Portoguese estuviera obligado a resolver tipológicamente un tiro de cerveza en pipa? ¿Y si el este de La Habana recuperara su posición frente al mar Caribe, al contrario de la sovietización antioceánica impuesta en la zona? ¿Y si los vecinos tomaran las riendas del trabajo de los arquitectos? ¿Y si la ciudad emprendiera su democratización política de la mano de esta democracia urbana? ¿Y si un buen día el Estado comprendiera que la ciudad pertenece, precisamente, a sus habitantes? ¿Y si la arquitectura, además de urbe, ofreciera ágora? ¿Y si la palabra ciudadano dejara de ser peyorativa, a la altura de los años ochenta del siglo XX?
¿Y si…?
Todas estas preguntas gobernaron esas utopías que buscaban traspasar el liderazgo de las decisiones urbanas a los propios integrantes de la ciudad que habían llegado a tener una relación pasiva y casi fatal con su entorno. De ahí esa responsabilidad social proyectada desde la arquitectura, pero cuya intención nunca se limitó a quedarse en sus fronteras. Esas utopías nunca dejaron de preguntarse por el lugar del arquitecto en la vida cubana y siempre tuvieron por finalidad operar en la ciudad asumiendo la mayor pluralidad de universos posibles.
Estos proyectos encarnaron, al mismo tiempo, una alternativa, un complemento y una crítica a la restauración de La Habana Vieja, en medio de la euforia por la designación de la ciudad como Patrimonio de la Humanidad. De ahí que concedieran rango histórico a las alternativas populares –del solar a la barbacoa, de la esquina a la azotea, de los interiores al litoral–, ofreciendo a la ciudadanía la infraestructura necesaria para legitimar sus actitudes cotidianas. Es decir, cambiando la jerarquía establecida y demostrando que crecer, ligeramente, hacia arriba podía ser la forma más eficaz de conseguir la horizontalidad de una política que se niega a abandonar su dimensión vertical.
Proyectos de Rafael Fornés, Ricardo Reboredo, Patricia Rodríguez, Emilio Castro, Eliseo Valdés, Rosendo Mesías, Juan Luis Morales, Teresa Ayuso, Lourdes León, Florencio Gelabert y Rolando Paciel. Vídeo de Jorge Luis Sánchez.
Utopías instantáneas
A partir de la segunda mitad de los ochenta, se multiplican los proyectos colectivos, las acciones efímeras, las performances, los grafitis, los trabajos en comunidades y hasta una huelga del arte. Mientras la nueva arquitectura radicaliza su sueño de ciudades deseadas, varios grupos artísticos optan por intervenir de manera crítica en la ciudad indeseable.
Así, el Proyecto Paideia crea un espacio para el debate teórico y distribuye un manifiesto democrático. Otro grupo se interna en Pilón, en la parte oriental del país, con el propósito de insertarse en una comunidad local. El Proyecto Castillo de la Fuerza programa una temporada de exposiciones que desborda las expectativas, políticas y de público, a partir de una mediación inédita entre el arte emergente y la institución. El grupo Arte Calle despliega sus grafitis, o invade una y otra vez el espacio urbano, como una guerrilla cultural contestataria e imprevisible. Desde Ar-De o G y 23 se desatan intervenciones más conectadas con la calle Arbat de Moscú que con el Londres punk de la era Thatcher (y más con el Gorbachov de la perestroika que con el Fidel Castro del Proceso de Rectificación). Colectivos como La Campana –en el centro de la isla– o Nada –en Santiago de Cuba– se instalan en una iglesia o salen de los ámbitos habituales para organizar tertulias y exposiciones…
En todos los casos, la contaminación social es tan alta como una represión oficial que se enroca para «defender» al gran público del contagio y a los propios artistas desviados del «buen camino».
Ante el fracaso de la entente entre las nuevas tendencias y las autoridades, tiene lugar El arte joven se dedica al béisbol (1989), acción con la que los artistas declaran una huelga para cerrar la década. La muestra «El objeto esculturado» (1990), clausurada en veinticuatro horas en el Centro de Desarrollo de las Artes Visuales, y en la que el artista Ángel Delgado defeca en plena inauguración, funciona como epílogo de esta.
Bajo esta atmósfera, la nueva arquitectura comparte con algunos de estos artistas distintas propuestas, a la vez que opera como refugio de intelectuales cuyas ideas tenían escasa salida en otros medios. No es difícil encontrarse una disertación sobre filosofía en un catálogo de arte, una crítica sobre el posmodernismo en el programa de mano de un concierto, a ensayistas requeridos por arquitectos o artistas debatiendo en espacios literarios.
Se trata de un sistema cultural paralelo, una conciencia colectiva sin cabida en las instituciones, pero cuyo impacto queda en las mentalidades.
Performances de Juan-Si González, Jorge Crespo y otros.
Proyectos de Emilio Castro, Rafael Fornés, Antonio Eligio Tonel, Juan Luis Morales y Taller Le Parc (II Bienal de la Habana).
Guantánamo: última frontera de la guerra fría
En abril de 1980, Cuba es noticia mundial por un éxodo masivo de 125.000 personas expulsadas del país desde el puerto del Mariel, situado a cuarenta kilómetros al oeste de La Habana. Seis meses después, es protagonista a raíz del primer vuelo espacial tripulado por un cosmonauta del tercer mundo, lanzado desde el cosmódromo de Baikonur, a 2.500 kilómetros al este de Moscú. La primera noticia cuenta como uno de los fracasos más traumáticos del modelo socialista. La segunda es aclamada entre sus éxitos. Ambas representan dos caras de una guerra fría que tuvo en la isla su punta de lanza en América Latina.
El éxodo forzado y el vuelo del cosmonauta forman parte de una geopolítica, extrema para otras latitudes, que en Cuba se ha vivido como un hecho cotidiano desde 1959. Solo en los años ochenta, basta mencionar la revolución sandinista, la guerra de baja intensidad en Centroamérica, el escándalo Irán-Contra de la administración Reagan, la carrera espacial entre la Unión Soviética y Estados Unidos, las guerras en Angola y Etiopía, el apogeo de la nueva derecha y el envejecimiento de la nueva izquierda, etc.
Un detalle: el astronauta en cuestión, Arnaldo Tamayo Méndez, es oriundo de Baracoa, en la provincia de Guantánamo. Y su periplo extraterrestre confirma la pulsión global que ese territorio ya había alcanzado gracias a esa pieza musical que hoy se repite hasta en los campos de fútbol: Guantanamera. Una canción que han versionado desde Pete Seeger hasta Julio Iglesias, pasando por Los Lobos, José Feliciano, Los Olimareños, Celia Cruz, Pérez Prado, Joan Baez, The Weavers, Nana Mouskouri o Wyclef Jean.
Una historia: cuando, al final de la década, los berlineses derrumban su famoso Muro y le dan el puntillazo a esa guerra fría que se niega a abandonar Cuba, varios colectivos de la joven arquitectura se desplazan, precisamente, a Guantánamo y Caimanera, municipio de la base naval que Estados Unidos mantiene desde 1899 en suelo cubano. Allí proponen lo que bien podríamos llamar una «urbanización del deshielo», decididos a asumir la singularidad de un territorio hostil en el que se enfrentan y a la vez se conectan dos economías, dos sistemas políticos, dos idiomas, dos enemigos irreconciliables.
Una lógica: si en Guantánamo está la última frontera de la guerra fría en Occidente, el deshielo tendría que empezar por allí. Si la Unión Soviética se viene abajo, ¿qué sentido tiene seguir copiando tipológicamente su homologación arquitectónica? Si la política se mantiene inamovible, ¿por qué no adelantar, desde la cultura, una distensión que otras esferas no permiten?
Proyectos de María Eugenia Fornés, Ramón Enrique Alonso, Rafael Fornés, Emilio Castro, Eliseo Valdés, Nury Bacallao, Universo Francisco García, Francisco Bedoya, Teresa Luis, Hedel Góngora, Inés Benítez, José Fernández y Juan Luis Morales.
Reconstruir el Malecón para romper el Muro
Cuba, históricamente, ha tenido a mano una válvula de escape para desaguar sus contradicciones: la orilla. De ahí que siempre haya podido deshacerse de sus detritos, bien «por el mar o por un ayuda de cámara», tal cual lo entendió Graham Greene en Nuestro hombre en La Habana.
Aunque es el portal incuestionable de La Habana, el Malecón es también la metáfora perfecta de cualquier litoral cubano. La más radical de sus fronteras y el más expeditivo de sus puentes. La barrera que separa del mundo y la primera atalaya que permite fantasear con este.
Si los berlineses soñaban con atravesar su Muro, los cubanos siempre han imaginado traspasar su Malecón para cruzar el mar y palpar el otro lado. O, al menos, para alcanzar ese otro lado cubano instalado a noventa millas de distancia.
Pero el Malecón es asimismo la línea que enlaza tres barrios con personalidades arquitectónicas, económicas y humanas diferentes –Vedado, Centro Habana y Habana Vieja–, el límite donde mueren grandes arterias como el Paseo del Prado o la calle 23, el museo a la intemperie del art-déco en ruinas, un sofá kilométrico donde se intercambian casi todas las promiscuidades cubanas y el dique que el mar rompe cada año para recuperar el terreno que los humanos le han robado.
Todo esto sin olvidar que el Malecón es, además, un reto urbanístico: que ese skyline sea más que un paisaje para ser visto desde lejos. Que sea capaz de recuperar la vida interior de La Habana y se convierta en el teatro de sus costumbres urbanas.
Por eso es tan pertinente imaginarle un congódromo o un mecanismo por donde se desechen las malas construcciones y que a la vez permita la bienvenida a Frank Lloyd Wright o a Le Corbusier, a Gaudí o a Michael Graves. En esa línea, vale también su utilización para juntar las contradicciones políticas y las arquitectónicas, la propaganda y su crítica, el arte y la publicidad, la dimensión ciudadana y acuática.
Para este movimiento, «andar el malecón» significa darse un paseo por la historia, apropiarse de la tradición funcional que tuvo alguna vez el paseo del Prado o la Alameda de Paula, un libro abierto de citas y notas al pie a la historia de la ciudad, un rompecabezas en el que es imprescindible tomar partido entre una arquitectura para los edificios y una arquitectura para sus habitantes.
Proyectos de Teresa Ayuso, Teresa Luis, Óscar García, Gilberto Gutiérrez, Rolando Paciel, Hubert Moreno, Rosendo Mesías, Francisco Bedoya, Juan Luis Morales y dibujo de Abel Rodríguez.
La ciudad invisible
Es anecdótico que Italo Calvino naciera en Cuba en 1923, que pasara los dos primeros años de su infancia cerca de Santiago de las Vegas, a veinte kilómetros de La Habana, o que su padre dejara cierta huella en la agronomía de la zona. (Nacer en Cuba, «una fiesta innombrable», según Lezama Lima, y morirse lejos es bastante frecuente en esa cultura).
No es anecdótico, en cambio, que a la hora de embarcarse en sus peripecias urbanas la nueva arquitectura lo eligiera como compañero de viaje. O que lo sentara en el Malecón para escuchar sus noticias de cómo era el mundo más allá de La Habana, Guantánamo, las azoteas, los libros con ciudades nunca vistas, los proyectos en fábricas o las recuperaciones utópicas en pleno campo. Tampoco es una anécdota que, en la vida real, Calvino regresara fugazmente a Cuba en 1964, visitara su casa natal, se encontrara con el Che Guevara y, de paso, se casara allí mismo con la argentina Esther Judit Singer.
En cualquier caso, el escritor que aparece en este proyecto no es exactamente el que le describe sus ciudades invisibles al rey de los tártaros, sino el que se las hace visibles a los cubanos de a pie que las desconocen. Un Calvino que subvierte la lógica entre el poder y la arquitectura en el país en el que este movimiento concibió sus ciudades imposibles.
Ahora bien, si Calvino trae el mundo a la ciudad cubana, Francisco Bedoya lleva la ciudad cubana al mundo. Si el narrador nos describe un regreso, el arquitecto nos dibuja una fuga.
Su nave futurista es una ciudad flotante, acaso la propia isla, que transporta a la vez su memoria y su ficción.
Digamos que, mientras que Calvino cuenta lo que vio, Bedoya anticipa lo que está por ver.
En Cuba, hay una frase con la que la gente suele aceptar la fatalidad: Ese es tu maletín. La ciudad móvil de Bedoya y la ciudad invisible de Calvino, tal como aquí se recupera, evocan esa mochila. Esa ciudad mutante que cada cual acarrea como un bulto para nómadas. El mapa imaginario que ha habido que sobreponer sobre los territorios reales. La utopía paralela empecinada en desbloquear el país.
Por dentro y por fuera.
Proyectos de Francisco Bedoya, Teresa Ayuso y Juan Luis Morales
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