Descripción de la Exposición
La exposición «La luz del fragmento» acoge por primera vez una selección de obras de Rafael Tur Costa que comprende desde los años cincuenta hasta nuestros días. La muestra recompone no sólo su trayectoria plástica, sino que también nos acerca a espacios íntimos donde cada detalle se correlaciona con una vivencia. Es en este diálogo invisible donde aparecen significados nuevos que iluminan la manera de entender la práctica artística de Tur Costa.
El proyecto, de carácter retrospectivo, se complementa con documentos personales, bocetos y correspondencia, entre muchos otros. Por un lado, se compone de un conjunto de materiales presentes en las salas y, por otra parte, de una publicación que reúne varios textos que responden a dos naturalezas: escritos realizados por personas que han mantenido con el artista relaciones de índole diversa y las memorias que el artista escribió en 2005, mediante las cuales nos relata en primera persona la barbarie de la Guerra Civil española y el franquismo.
Reseguir las diferentes etapas que caracterizan su trabajo exige establecer un paralelismo entre la manera a través de la cual podemos escribir sobre su quehacer y el registro mediante el cual se escribe la historia, que sabe que cada detalle es imprescindible.
Con esta exposición, Es Baluard Museu continúa su labor de recuperación y estudio de artistas clave en la historiografía balear e internacional, así como nutriendo una de sus funciones primordiales: reescribir y resituar la trayectoria de algunos artistas que no han tenido el reconocimiento que merecían. Tur Costa es uno de los artistas que permiten tejer un universo común, un relato que forma parte de nuestra historia colectiva.
El título del proyecto también es partícipe de esta voluntad y aceptación. «La luz del fragmento» se convierte en la metáfora del proceso que caracteriza la labor de Tur Costa. A lo largo de los años ha sabido ir despojando las telas y los papeles de lo superfluo para quedarse con lo esencial. Una simplificación matérica y conceptual que agujerea la composición con surcos y grietas para crear nuevos espacios en el espacio de la tela.
Rafael Tur Costa (Santa Eulària des Riu, Eivissa, 1927) vive y trabaja en Ibiza. Estudió en la Escola d’Arts i Oficis d’Eivissa, aunque se puede considerar un autodidacta. En 1955 conoce a los integrantes de la Hochschule Für Bildende Künste de Berlín, un grupo de estudiantes alemanes de Bellas Artes que llega a la isla y que lo pone en contacto con los planteamientos artísticos de la vanguardia europea. Su inquietud le lleva a frecuentar los círculos artísticos de Madrid y Barcelona. En 1959 se forma en Ibiza el grupo Ibiza 59, con el que Tur Costa mantiene una relación constante. En sus primeras obras abstractas en la década de los sesenta se observa un predominio de las tonalidades oscuras, que progresivamente darán paso al blanco, fruto de su labor de investigación en torno al hecho pictórico y de la evolución de su propio lenguaje.
Ha expuesto su obra en tanto en Europa como en Estados Unidos. Lo ha hecho en galerías, centro de arte y museos entre los que se encuentran el Museu d’Art Contemporani d’Eivissa (MACE) en diferentes ocasiones (1983, 1997) o el Casal Solleric de Palma (1997). Su obra forma parte de las colecciones del Ajuntament de Palma, del Govern de les Illes Balears, del Museu d’Art Contemporani d’Eivissa, del Museo Internacional Salvador Allende de Santiago de Chile y de la National Gallery of Modern Art de Nueva Delhi.
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Pilar Costa i Serra
Consellera de Presidència, Cultura i Igualtat del Govern de les Illes Balears
Rafael Tur Costa distingue tres Ibizas en una: la turística, la cultural y la tradicional. Él es la prueba de la importancia de las dos últimas, que le permiten desarrollar una pasión marcada por la curiosidad, por un interés autodidacta que ha ido alimentado de manera intuitiva con unas ansias sin prejuicios por aprender y captar todo aquello que le interesaba hasta conformar su propio lenguaje.
Como en todos los artistas, la obra de Tur Costa está indisolublemente unida no solo a las influencias artísticas, sino también a las vivencias. Su libro Un al·lot eivissenc a la Guerra Civil evidencia los fuertes principios de los que Rafael se impregnó desde pequeño y su coherencia por mantener viva la memoria histórica y la necesidad de hacer justicia. Íntegro y admirador de la gran artista que fue su esposa, la ceramista Anneliese Witt, seguramente no se puede entender una obra sin la otra, si se tiene en cuenta el espacio cultural expositivo que compartían en su casa original de Jesús, construida por otro gran artista, el arquitecto Erwin Broner.
La Ibiza tradicional a la que se refiere Rafael acogió e iluminó el gran movimiento de pintura contemporánea de los años cincuenta gracias a pintores extranjeros que se establecieron en la isla, atraídos por la singularidad virgen de un estilo de vida sosegado y los bajos precios de las casas payesas. Los artistas empezaron a crear; los galeristas, a mostrar sus trabajos con proyección en grandes capitales y Tur Costa obtuvo todo cuanto no podía aportarle una formación académica clásica en la Escuela de Artes y Oficios: estímulos, apertura y una clara conciencia de que su camino no era el de la figuración, sino el de la abstracción, que le había fascinado en su relación con el grupo de Berlín, los miembros del Grupo Ibiza 59 y el marchante Carl van der Voort.
Rafael empezó pintando con tonalidades oscuras. Luego dejó que el color entrara en sus creaciones hasta conseguir una depuración protagonizada por la simplificación de líneas, el collage y, sobre todo, el blanco. Este blanco configura una producción extensa y remite a la luz de Ibiza, la que enamoró a todos los que llegaron de fuera. Él, por suerte, ha podido vivir con esta luz, la lleva, como él mismo asegura, en el alma; la ha visto durante casi un siglo en las paredes encaladas de las casas geométricas de Ibiza, en el reflejo que genera la acción del sol sobre esas casas.
Tur Costa es, sin duda, como los collages de su obra, un artista con muchas capas. Por ello, desde la Conselleria de Presidència, Cultura i Igualtat del Govern de les Illes Balears considerábamos indispensable honrar su trayectoria con esta exposición retrospectiva que presentamos en Es Baluard Museu, tras la concesión, este 2020, de la Medalla de Oro de la Comunidad Autónoma.
El recorrido por su trayectoria nos ayudará a profundizar en una obra para la que, como ocurre con la poesía, se requiere predisposición y sensibilidad. Tur Costa posee ambas cualidades, y merece todos los reconocimientos como primer artista abstracto formado en las Islas Baleares y testimonio de todas las Ibizas posibles.
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La luz del fragmento
Imma Prieto
Directora de Es Baluard Museu d’Art Contemporani de Palma
El modo mediante el que aparecen los recuerdos responde a una lógica incomprensible. Pequeños destellos que componen pasajes y vivencias de la trayectoria de una vida. Así, establecemos sin orden aparente una línea que reconstruye aquello que, de algún modo, nos ha hecho ser lo que somos. El proyecto «Rafael Tur Costa. La luz del fragmento» va en busca de ese recorrido. Una senda que desvela instantes que ayudan a comprender.
Por este motivo, el proyecto expositivo se compone, por un lado, de un conjunto de materiales presentes en las salas y, por otro, de una publicación que reúne varios textos que responden a dos naturalezas: escritos realizados por personas que han mantenido con el artista relaciones de diversa índole y las memorias que el artista escribió en 2005, mediante las que nos relata en primera persona la barbarie de la Guerra Civil española y el franquismo.
La exposición acoge por primera vez una selección de obras que abarcan desde los años cincuenta hasta nuestros días. El proyecto, de carácter retrospectivo, se complementa con documentos personales, bocetos y correspondencia, entre muchos otros. El conjunto recompone no solo su trayectoria plástica, sino que nos acerca a espacios íntimos en los que cada detalle se correlaciona con una vivencia. Es en este diálogo invisible en el que aparecen significados nuevos que alumbran el modo de entender la práctica artística de Tur Costa. Reseguir las diferentes etapas que vienen a caracterizar su trabajo exige establecer un paralelismo entre el modo en el que podemos escribir acerca de su quehacer y el registro mediante el que se escribe la historia, que sabe que cada detalle es imprescindible.
Es Baluard Museu continúa su labor de recuperación y estudio de artistas clave dentro de la historiografía balear e internacional. Con este proyecto continuamos nutriendo una de nuestras funciones primordiales: reescribir y resituar la trayectoria de algunos artistas que no han tenido el reconocimiento que debieran. Rafael Tur Costa es de los artistas que permiten tejer un universo común, un relato que forma parte de la historia de todos.
El título del proyecto también es partícipe de esta voluntad y aceptación. «La luz del fragmento» deviene metáfora del proceso que caracteriza la labor de Tur Costa. Percibimos cómo a lo largo de los años ha sabido ir despojando sus telas y papeles de lo superfluo para quedarse con lo esencial. Una simplificación matérica y conceptual que agujerea la composición con surcos y hendiduras. Tur Costa crea nuevos espacios en el espacio de la tela. Fragmentos que, envueltos en el blanco que rememora su Ibiza natal, abrazan las grietas que vienen a iluminarnos. El proceso, como bien apreciamos, responde a una única voluntad: querer esclarecer significados. Sus obras, en las que paulatinamente el blanco ocupa la superficie de la composición, perfilan perfectamente cómo se ha llevado a la práctica una investigación que no termina nunca. Si en sus primeros trabajos el color y cierta abstracción vehiculan su gesto expresivo, poco a poco será la geometría la que marcará espacios y estructuras.
Detenernos a pensar en sus distintas etapas es percatarse de cómo, de forma inconsciente, el artista ha llevado a cabo un ejercicio procesual que se corresponde con el modo mediante el que los recuerdos dan sentido a una vida.
Nos atrevemos a decir que existe un paralelismo metodológico casi exacto entre su plástica y el funcionamiento de la memoria. Destellos y fragmentos que iluminan el vacío de la existencia acercándonos a un relato. De hecho, no es casual hablar de cómo cada recuerdo viene a ganar la batalla al olvido a partir de la creación de huecos. Cada nueva grieta es un agujero lleno de instantes y significados. Acercarnos a sus telas es asistir a un acto de valentía para con la memoria. Reconocer la inmensidad de una vida a partir de lo único que recordamos, ¿habrá más desorientación que reconocer qué poco reconocemos de lo vivido?
A su vez, hay constantes en su trabajo que, quizá, nos dan la clave que une su estética pictórica con su escritura biográfica. Pensar en cómo en las paredes blancas de las casas de Ibiza quedaron grabadas las desapariciones y asesinatos que ejecutó el ejército franquista y cómo sus superficies blancas señalan ese silencio que espera el fragmento del recuerdo. La luz insular se erige así en mecanismo de lucha y resistencia. Con cada composición, Tur Costa responde al vacío de su memoria, que es de todos. Por ello, «La luz del fragmento» es el gesto que viene a hablarnos a través de la historia individual y colectiva.
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La línea del tiempo, la línea de las cosas
Pilar Rubí
Una línea del tiempo permitiría ver en un solo segmento la evolución de la trayectoria artística de Tur Costa, que, desde finales de los años cincuenta del siglo XX hasta la obra última y reciente de 2016, ha ido hacia la simplificación casi absoluta en su lenguaje formal. La exposición en Es Baluard Museu d’Art Contemporani de Palma es una antológica con carácter retrospectivo que revisa toda una trayectoria dedicada al arte. De hecho, desde que, en 1997, hace ya veintitrés años, se le dedicó una importante exhibición en el Casal Solleric de Palma, y aun habiendo expuesto en centros de arte y galerías en los últimos años, no se había vuelto a revisar su obra con esta intención. Siempre bajo una dominante no figurativa, que nunca abandonará en su práctica pictórica, abarca desde la abstracción lírica hasta la geométrica: el color se irá reduciendo hasta el blanco, el trazo se convertirá en línea, la superposición dará paso al esquema, la escritura a la construcción.
Aunque desarrolla su propio vocabulario y una voz personal en la pintura, transita los supuestos del informalismo. Conecta con las investigaciones que hacen otros artistas europeos del grupo: en un primer momento, con el tachismo diluido y coloreado de Wols, que Tur, en los años sesenta, concentra en el gesto, en el signo y en el color; conecta también con la materia y los grafismos de Tàpies. En la década posterior introduce el contrapunto del color plata que Anna-Eva Bergman utiliza para dar ritmo a sus síntesis de la naturaleza. También en esa época inicia un proceso en el que forma y espacio predominan sobre la tendencia sígnica y cromática. La tela que Burri cose con hilo, posteriormente Tur la unirá con pequeñas tiras. La superposición de capas a modo de collage de papeles y telas, unos sobre otras, parece presionar el color y sepultarlo bajo el blanco para siempre, construyendo el espacio que delimita la superficie pictórica. El pintor trabaja minuciosamente cada fragmento, cada parcela del cuadro. Hay una búsqueda de imbricaciones y contrastes, cualidades texturales; a veces, de fracturas, cortes e incisiones en el blanco. El blanco es la pared irregular, el muro grueso de la arquitectura rural ibicenca que, a pesar de las grietas, todo lo esconde, todo lo conserva. En un proceso inverso, casi un décollage, Tur Costa nos deja mirar a través de lo que podrían ser ventanas semiabiertas para vislumbrar el color entre esas rendijas, descubrir lo que hay detrás del acromatismo de la cal. Blanco es también el reflejo de la luz sobre los cubos, sobre los módulos que integran la vivienda tradicional de la isla, que llamaron la atención del Movimiento Moderno, de Hausmann, primero, y de Sert, después, quienes pasaron por Ibiza. Otros, como Broner, se quedarían. La luz y el blanco destilan en Rafael Tur Costa una suerte de informalismo mediterráneo que, como un hilo invisible, une cada una de las obras que conforman su corpus pictórico.
La luz de Ibiza se convierte, en definitiva, en la configuración de su obra. Quien ha estado en la isla se ha sentido atravesado por ella. El creador se refiere a esa luz en la entrevista de Guillem Frontera en esta misma publicación: «Lo más importante para mí es la luz de Ibiza, es un tipo de luz que no se ve en muchos lugares. La llevo en el alma. Me mueve esa luz. Si miras toda mi trayectoria pictórica, se podría decir que es una poética que hunde sus raíces en la luz de la isla. El reflejo en las paredes blancas de las casas payesas iluminadas por esta luz magnífica y tantas cosas asociadas a la luminosidad del blanco».
Pionero en los caminos de la abstracción, esencial y mínimo, el artista sintetiza todo lo que es y representa Ibiza: una capa sobre otra y otra más, sobrepasadas por la luz blanca, que todo lo baña, que tiñe y que todo lo puede. Una sobreescritura que pasa una y otra vez por los mismos lugares comunes pero que, como un palimpsesto contemporáneo, encontrará cada vez una nueva significación con la que abrirse al mundo.
Un poema que, en 1992, Vicente Valero le dedica al pintor, quien lo conserva, mecanografiado y firmado, lanza una disyuntiva sobre su obra y vislumbra una constante: «¿Qué vemos más aquí: lo que se ve o lo que no se ve?». ¿Qué vemos más, el exterior o el interior de la pintura? ¿Es más evidente la pared que la ventana que aloja? ¿La cortina que el interior que vela? ¿La piel que la herida? ¿El presente que el pasado? La clave para descifrarlo la tiene el creador, pero también todos y todas nosotros, espectadores de una obra abierta que Tur Costa nos invita a completar y cuyo eco se puede sentir más allá del contexto balear; de hecho, una pintura suya forma parte de una iniciativa que empezó hacia 1975 el Museo Internacional de la Resistencia Salvador Allende, que se vincula al Museo de la Solidaridad en Chile, un proyecto impulsado por el propio presidente Allende para manifestar apoyo al gobierno de Unidad Popular y al que grandes artistas del panorama del arte contemporáneo del momento se quisieron sumar haciendo donaciones. El golpe de estado cerró el museo y la colección no fue rescatada hasta 1990. Este año, 2020, el MSSA se ha hecho presente en clave de género en la 11 Bienal de Berlín, donde ha sido reivindicado como propuesta revolucionaria, aún vigente, que une arte y política.
La línea del tiempo es infinita, incorpora y comprende secuencias entre los acontecimientos, los ordena cronológicamente. La línea de las cosas le es paralela, acumula, superpone, sin un orden establecido simultanea todo lo que nos pasa. Es la que recorre y enlaza la biografía y la obra de Tur Costa, la línea que traza la propia vida.
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Un desgarro poco espectacular pero profundo
Yves Michaud
No soy de los que hacen del arte un asunto ético. La ética exhibida es las más de las veces una pantalla hipócrita tras la que se oculta el business as usual, cuando no es el refugio de un conformismo biempensante.
Y sin embargo deseo empezar refiriéndome a la probidad de Rafael Tur Costa, dado que ha tenido efectos directos sobre su pintura, aun cuando esta, paradójicamente, no entrega lección ni mensaje alguno.
Tur Costa ha pasado gran parte de su vida llevando una tienda de tejidos en Ibiza. Pintar era para antes del trabajo, después del trabajo, también durante los períodos de actividad reducida en una isla que vive sobre todo del turismo estival. No pintaba como aficionado, no pintaba «en sus ratos perdidos», pero así conseguía ponerse a salvo tanto del productivismo para el mercado como de las complicaciones, a menudo ridículas o desmoralizantes, del «mundo del arte».
Esto explica por qué no ha gozado fuera de la isla del reconocimiento que merecía, y que afortunadamente empieza a crecer, pero no es lo que él buscaba.
Pero la contrapartida es que a lo largo de sus más de sesenta años de actividad, casi setenta, ha podido realizar una obra que es extensa pero sin desmesura, una obra íntegra y coherente, sin los inevitables compromisos destinados a seducir el mercado, alimentarlo, responder a sus altibajos, promocionarse. Tur Costa siempre ha hecho los cuadros que honestamente debía hacer según los dictados de su conciencia.
Ni siquiera su frecuentación del reducido pero cordial medio artístico local o de los artistas que venían cada temporada consiguió hacerle entrar en «la lógica de la feria de las vanidades» a la que se refiere Sir Ernst Gombrich, cuando los artistas se retan a golpe de desafíos siquiera amistosos. ¡No hay nada competitivo ni excesivo en Tur Costa! Únicamente la lógica de un trabajo. De ahí que hable de su probidad.
Me referiré ahora a dicho trabajo, centrándome en los aspectos que más me llaman la atención.
Pasaré con bastante rapidez sobre sus comienzos.
No era cosa fácil convertirse en un artista contemporáneo en una isla que solo empezó a abrirse internacionalmente hace unos treinta de años.
Tur Costa nació en 1927. Era un crío durante la Guerra Civil y se ha referido a las profundas heridas de esa época en un relato distanciado pero desgarrador que se publicó en 2007, Un al·lot eivissenc a la Guerra civil [Un muchacho ibicenco en la Guerra Civil].
Los años de la postguerra fueron terribles. Se extendieron hasta finales de los años cincuenta. La Guerra Civil había causado lutos, traumas, odios entre vecinos e incluso en el seno de las familias, retraimiento y miseria, que el bloqueo de las comunicaciones durante la Segunda Guerra Mundial no hizo sino redoblar, impidiendo la emigración de los más pobres. Ibiza fue durante más de diez años una isla cerrada en la que uno se moría de hambre en un marco encantador. En su relato, Tur Costa habla de las dos cosas que acompañaron su adolescencia: el frío y el hambre.
Solo al final de este largo confinamiento que marcaría toda su adolescencia Tur Costa pudo descubrir el arte llamado contemporáneo, al conocer a artistas que venían de la Península o de países europeos, atraídos por el paisaje, por el sol… y por el escaso coste de la vida.
A mediados de los años cincuenta, Tur Costa conoció a la que se convertiría en su mujer en 1960, Anneliese Witt. Tras diplomarse, esta había ido a Ibiza en viaje de estudios junto con sus compañeros de la Escuela de Bellas Artes de Berlín y con uno de sus profesores, Curt Lahs. Tur Costa trabó amistad en esos años con un grupo de artistas, la mayor parte alemanes, y formó parte del Grupo Ibiza 59 junto con Erwin Broner, Hans Laabs, Katja Meirowsky, Bob Munford, Egon Neubauer, Antonio Ruiz, Bertil Sjöberg y Heinz Trökes.
La paradoja de la época es que debido al propio aislamiento y abandono del que era objeto, Ibiza se hallaba algo apartada de la dictadura franquista, incluso gracias a la clientela de la jet-set franquista (la familia Bordiu-Franco) o internacional que empezaba a frecuentar la isla, como hoy en día los príncipes de los estados del golfo Pérsico que acuden para disfrutar de placeres prohibidos en otras latitudes…
A principios de los años sesenta, Tur Costa es un artista hábil y elegante que rápidamente hace suyas las experiencias abstractas de la época, con influencias evidentes de Kandinsky y, más aun, de Klee. Pero es a principios de los años setenta cuando empieza a ser él mismo y a mostrar su plena originalidad.
Esta originalidad requiere una aproximación «en hueco» o en negativo, a partir de aquello que desmarca a Tur Costa de otras obras comparables de la misma época.
Efectivamente su pintura, abstracta, la mayor parte de las veces blanca, con algunas marcas de color que aportan elementos pegados, es singular.
Primera singularidad, que merece ser señalada teniendo en cuenta la situación geográfica y por lo que permite imaginar, Tur Costa ha sido siempre impermeable a los clichés de la pintura catalana: ni alquitrán, ni arenas, ni grandes signos expresionistas, ni aplicación de objetos, ni colores terrosos, ni escritura, ni grafitis. Nada del arsenal catalán tan bien explotado y popularizado por Tàpies y que se ha convertido en un cliché en las manos de sus seguidores. Las pinturas de Tur Costa, siempre planas, no tienen nada de matéricas, aunque casi siempre incluyan elementos pegados. Se trata sobre todo de telas blancas y luminosas, vacías de signos y de significación simbólica.
En este sentido, y sin ser figurativas, tienen algo que ver con los muros de las casas ibicencas, tanto las humildes casas del campo como las de la ciudad: esas paredes encaladas, desiguales y rugosas, que atrapan la luz, que son de un blanco resplandeciente y deslumbrador en pleno mediodía y que de golpe se vuelven grises cuando el sol gira o si rodeas el edificio. Es cierto que Ibiza no es catalana y que incluso su lengua no es catalán puro. Se confirma en cambio que la elección de los colores en los artistas está fuertemente marcada por sus primeras experiencias perceptivas cuando eran niños, y en Tur Costa los modos de percepción a todas luces se construyeron en estos muros de la arquitectura popular «sin arquitecto».
Segunda constatación: el arte moderno que Tur Costa descubrió junto a artistas alemanes, a su vez a menudo equipados de un sólido bagaje de formación artística recibida en las escuelas de arte, le acercó más a Kandinsky y sobre todo a Paul Klee, en especial en lo que se refiere a sus dibujos de finales de los años sesenta, que a la geometría y aún menos al arte cinético tan influyente en los años cincuenta y sesenta.
La abstracción de Tur Costa nunca es geométrica. Las construcciones de sus cuadros son rigurosas y sobrias, y con el paso de los años el artista se ha ido acercando a una sencillez cada vez mayor. Sobre todo, sus líneas geométricas son temblorosas, cargadas de emoción, tímidas de una timidez que me atrevería a calificar de amistosa porque rechaza todo lo que podría ser perentorio. Los recortes que aparecen sobre las telas y que «hacen forma» son a menudo collages de cartón o de pasta de papel, colocados con precisión y seguridad, pero sin cálculo. El pintor no da muestras de ninguna vacilación pero no impone un orden calculado.
De tal manera que, a pesar de la escasez de efectos, en su caso tampoco cabe hablar de minimalismo. Falta la intención teórica explícita de no significar nada y de cerrar el objeto en sí mismo. El auténtico minimalismo tiene algo de puritano. Y no hay nada de eso en Tur Costa: su sencillez no es un puritanismo. Si por el contrario debiéramos señalar un parentesco, este sería con otro falso minimalista, Robert Ryman, cuyas pinturas blancas, si las contemplas en la realidad y no en forma de imágenes perfectamente planas en Internet o en algún catálogo, son temblorosas y tímidas.
Esto me lleva ahora a afirmar, en positivo, mi admiración por esta pintura aplicada, meditativa, sutil, cada vez más depurada y sencilla, que ha conquistado progresivamente formatos mayores pero jamás desmesurados, y que invoca miradas también atentas y aplicadas.
Con el paso de los años esta pintura se ha vuelto cada vez menos formal, dicho en el sentido de ser una simple cuestión de formas abstractas. Especialmente desde el año 2000, las telas de Tur Costa muestran algo distinto a una forma pictórica obtenida mediante un elegante collage de elementos. Sus cuadros tienen una marcada intensidad emocional, presentando casi todos algo semejante a una fisura, difícil de nombrar pero cuya presencia se hace sentir con fuerza a pesar de su discreción.
Digo difícil de nombrar. La palabra herida no encaja: es demasiado médica y demasiado carnal. La palabra hiancia, que gustaba a muchos filósofos de los años setenta y ochenta, es en exceso grandilocuente e incluso grosera. Hablar de fisura es demasiado abstracto. Hay que intentar decirlo de otro modo. La tela o el dibujo muestran un desgarro poco espectacular pero profundo, apremiante y constante. Tur Costa consigue este efecto pegando sobre la tela, a su vez ya cargada de unas primeras marcas discretas, unas láminas de cartón o de contrachapado de muy poco espesor que dejan entrever en las junturas algo de color, que puede ser amarillo, negro, rojo, según los casos. A través de este desgarro, que se traduce por una especie de hendidura material del cuadro, surge y se asoma otro mundo. Quizá sea el luto, quizá sea el sol, quizá sea sangre, en cualquier caso nada que sea tranquilo y únicamente pictórico.
El relato al que me he referido más arriba, en el que Tur Costa evoca su infancia en medio de la Guerra Civil, cuenta el drama del asesinato de su padre y de su abuelo. Su abuelo fue asesinado debido a sus compromisos sindicales y de izquierda. Casi al mismo tiempo su padre, que era funcionario municipal, fue asesinado por mafiosos falangistas de quienes no quiso aceptar pactos de corrupción. La muerte violenta de familiares muy próximos hizo irrupción para siempre jamás en la vida de un niño.
Aun así, la fuerza de Tur Costa es la de no ceder nunca a la autobiografía, bloquear todo desahogo subjetivo y sublimar, llevar a la expresión pictórica esa conmoción que permanece.
Entre la forma y lo vivido, lo subjetivo, Tur Costa encuentra un equilibrio a la vez frágil, distanciado e intenso.
Su pintura tiene la coherencia de una obra de calado.
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Cançó de vesprada
Elena Ruiz
«El blanc record de la infantesa hi sura,
i ha de fer bo, aquest sol, als ossos vells».
Terra natal, Marià Villangómez
Examinar las circunstancias que rodearon a Rafael Tur Costa (Santa Eulària del Riu, Ibiza, 1927) en el arranque de su carrera, a mediados del siglo pasado, se hace necesario para saber qué le llevó a tomar en sus manos con determinación su vocación de pintor y su compromiso con ciertas posiciones de vanguardia. Puede que hoy, a la luz de este tiempo crepuscular, se pueda además alcanzar a comprender mejor su obra, que suena como una canción de tarde, aquejada de creadora melancolía que no claudica. En el poema «Cançó de vesprada» de Marià Villangómez, un verso dice: «Voler l’impossible ens cal // i no que mori el desig».
Si algo predominó en su actitud desde sus inicios fue su falta de dogmatismo y una enorme curiosidad y capacidad de absorción. Esta actitud le permitió el desarrollo de un estilo propio, sustentado, de un lado, en su voz interior y, del otro, en la adscripción a determinadas corrientes artísticas.
Se tiene la sensación de que el Tur Costa de juventud parece no querer perder detalle de todo cuanto le estimula a nivel artístico, tanto en el ámbito nacional como en el internacional, y por eso, entre otras cosas, cuando miramos el longevo corpus de su obra —pues longeva está siendo su vida activa— encontramos un enorme prisma facetado en el que se encadenan momentos y etapas de intensa vitalidad creativa, percibiéndose los influjos dominantes, los ecos, las resonancias, los cambios de estilo y, lo que es más importante, lo que con todo ello hizo.
Por otro lado, una sensibilidad permeable e intuitiva a toda condición poética contenida en el ambiente de proximidad le lleva a extraer, decantar y sintetizar las esencias trascendidas del paisaje de la isla, su arquitectura vernácula, su mar y su luz. Su paso inicial por la Escuela de Artes y Oficios de Ibiza se queda, vistas así las cosas, en anecdótico, comparándolo con el peso de las otras experiencias no académicas que vendrían a su vida. Si autodidacta es aquella persona que se va construyendo a sí misma al margen de toda enseñanza reglada, Tur Costa ha sido un autodidacta.
Se ha mencionado siempre su encuentro con el grupo de estudiantes procedentes de la Escuela de Bellas Artes de Berlín (Hochschule für bildende Künste) acompañados por el profesor Curt Lahs, que en 1955 visitaron Ibiza. En mi opinión, la importancia de su trascendencia no radicó solo en el hecho de que, entre el alumnado, Tur Costa conociera a la mujer que acabaría siendo su esposa y madre de sus hijos, la joven Anneliese Witt, sino también porque fue su epifanía como artista. Podríamos decir que, en aquel año, de una manera azarosa, se encontró con su destino.
Anneliese Witt, pedagoga de arte y ceramista, le acompañó fielmente, viviendo en Ibiza hasta su muerte, el 15 de mayo de 2018. Vale la pena detenerse en el bagaje cultural de ella, sobre todo porque sin duda influyó mucho en el Tur Costa inicial. Su formación artística, como alumna de la HFBK, moldeada por el profesor Curt Lahs (que tuvo la «mala» fortuna de ser calificado «artista degenerado» en 1933 por los nazis, pero también por el régimen comunista de la RDA en 1949), se ahorma al recibir las influencias de un tardío florecimiento del expresionismo, defendido también por el pintor Karl Hofer, director de la Escuela a partir de 1945.
Hofer había conseguido atraer a dos artistas claramente exponentes de esa vanguardia, provenientes de la desaparecida República de Weimar: Max Pechstein y Karl Schmidt-Rottluff. Pero, además, una emocional y agria polémica, entre partidarios del realismo y de la abstracción, marcó hasta tal punto la vida artística de la Escuela que Hofer dimitió de su cargo en 1955, muriendo poco después. Y si menciono este hecho a propósito, es porque se convirtió en «batalla» lo que nunca debió haber sido. Como consecuencia inmediata se tomaron posiciones radicales y beligerantes en uno y otro bando, extendiéndose dicha confrontación durante demasiado largo tiempo en el mundo del arte, hasta bien entrado el siglo XX, por no decir el XXI.
Aquellos que vieron la abstracción como sinónimo de vanguardia, única y exclusivamente, no se dieron cuenta de hasta qué punto permitieron que se vaciara de contenido su trascendencia, dejando que esta se desvirtuara y se convirtiera en pura formalidad. Por otra parte, los «negacionistas» del espíritu que alentó la abstracción, al no reconocer la necesidad de independizar a la pintura de cualquier otro asunto que no fueran sus mismos mimbres, como bien había explicado Kandinsky en su libro De lo espiritual en el arte, publicado en 1912, se convirtieron en rígidos defensores de la supremacía del realismo, que se asimiló a lo conservador y caduco o a lo oficial; siendo por eso mismo también atacado desde posiciones al margen. Esto motivó que muchos jóvenes estudiantes llevaran el asunto al terreno ideológico y político. A Hofer le sucedió en la dirección de la Escuela el arquitecto Karl Otto, seguidor de los principios de la Bauhaus, garantizando que otra corriente contribuyera a la formación de los estudiantes.
No es aventurado pensar que Anneliese, que había vivido todo esto en primera persona, lo transmitiera de alguna forma a Rafael, quien, por otra parte, estaba ya en aquellos años en contacto con la activa vida artística de la isla, encabezada por el funcionamiento programático del Grupo Ibiza 59, al frente del cual, un muy prolífico Erwin Broner destacaba por su liderazgo, practicando la abstracción lírica.
Cómo si no explicar que Tur Costa diera sus primeros pasos en una abstracción total, sin reminiscencias de la tradición figurativa, claramente incluida esta como disciplina en la Escuela de Artes y Oficios de Ibiza, y cultivada por no pocos pintores del entorno insular que en esos momentos ostentaban un considerable peso social.
Solo una actitud entusiasta como la suya —que se declaraba admirador de Miró o Paul Klee, por ejemplo—, podría explicar que adoptara como referencias de estilo aquello que también defendía Anneliese y que coincidía con la militante posición de los componentes del Grupo Ibiza 59. Creo que Anneliese Witt asumió con naturalidad ese papel de relatora y que Tur Costa hizo suyo todo el bagaje de ella.
Todos los componentes del Grupo Ibiza 59 eran prácticamente de la misma generación que Tur Costa; habían nacido, salvo Broner, en las dos primeras décadas del siglo XX. Todos habían llegado de fuera de la isla y la habían convertido en su «patria», importando con ellos las corrientes internacionales de vanguardia. Sus ideas sobre arte dejaban clara la preeminencia de la abstracción, aunque en la liberalidad de su actitud no fueran excluyentes de otras formas de expresión, siempre y cuando fueran «modernas»; figuración incluida.
Creían en la necesidad de superación de las tradiciones caducas, académicas y oficialistas, admiraban los lenguajes renovados: el surrealismo, el movimiento dadá y el neoplasticismo, por ejemplo. Reconocían el enorme valor de Walter Gropius y del racionalismo, y tenían confianza en el papel regeneracionista de los artistas dentro de la estructura social. Fruto de lo cual pondrán en marcha la galería El Corsario y todo un programa de exposiciones propias y de artistas invitados, concitando el interés de la ciudadanía, de los intelectuales y de la crítica, dentro y fuera de los límites insulares.
El Grupo Ibiza 59 trató de asumir una enorme responsabilidad: la de armonizar una isla ensimismada poseedora de una cultura ancestral, con la vanguardia artística importada. Creo que fue una forma de sumar valores, humanismo y civilización a una época de posguerra, en un lugar concreto que se vislumbraba poéticamente como un paraíso. La dosis de utopía de tal «aventura» era evidente. Lo cierto es que cuando Tur Costa hace sus primeras exposiciones a comienzos de los años sesenta y se presenta en la vida pública local como artista, deja ya ver claramente que aquello que defiende el Grupo Ibiza 59 es también su causa.
Una pintura suya de 1959, perteneciente a la colección del MACE, permite ver su programa plástico en ese momento y sus sintonías con obras de varios artistas del grupo. No tiene título, de lo que se desprende en qué grado lo quiere desvincular de cualquier referencia objetual o visual, y otorgar, en cambio, la mayor autonomía semántica al color y a la forma. No es una obra tan espontánea como parece, sino que posee algo de calculado ritmo compositivo, como si quisiera ir ponderando la base de su armonía estructural y cromática lentamente, reflexivamente, tal vez por inseguridad o por falta de total convencimiento. Se diría que es una pintura que declara intenciones pero que aún no ha encontrado su madurez, y ni siquiera el color, muy oscuro, es seña de su identidad.
Al iniciarse los sesenta, Tur Costa toma un rumbo claro, deja atrás lo que contiene esa obra, y se acoge a lo gestual, dinamizando lo dibujístico, descubriendo los valores del blanco y los colores luminosos y vibrantes. Realiza pinturas abiertas y sumamente celebratorias, rítmicas y palpitantes. Aparecen las caligrafías espontáneas: líneas curvas, ondas, sinuosos e impulsados arabescos y envolventes encadenamientos de formas elementales. Tur Costa se hace reconocible. Adquiere voz propia. Y en las programaciones de las galerías ibicencas Ivan Spence y Carl van der Voort —referentes de la modernidad— empieza a ser habitual.
El despegue y la proyección de Tur Costa fuera de la isla se percibe enseguida. En 1965 expone, por ejemplo, en la galería Juana Mordó (Madrid) y en René Metras (Barcelona), llamando la atención de lo más granado de la crítica española. Basta ver la antología de textos publicados en su catálogo de la exposición realizada en el MACE, en el Casal Solleric y en Sa Nostra en 1997, firmados por Cirici Pellicer, Maria Lluïsa Borràs, Corredor-Matheos, Antoni Marí, Fernández Molina, Moreno Galván o Daniel Giralt-Miracle.
Son textos predominantemente de los años setenta, década de esplendor y seguridad, que Tur Costa inaugura con un viaje estilístico que se aparta de la abstracción lírica para desembocar en una revolución a favor del reduccionismo expresivo y la geometría. Su toma de conciencia de las posibilidades de alteración de la superficie, pulsándola en relieves y protuberancias, el color plata, los papeles rasgados, adheridos en capas y el collage, da paso a una racionalización de los recursos plásticos y decide esconder y minimizar los campos cromáticos. Se mantiene el blanco, pero entendido como materia, abandona las líneas curvas a favor de las rectas; secantes y tangentes, que compositivamente refieren a lo constructivo-racional y emocionalmente suponen un enfriamiento respecto a las obras sensuales y cálidas de los años sesenta.
Ese tránsito o evolución de estilo se percibe muy bien en sus dibujos (una selección de estos pudo verse expuesta en el MACE en 2013). Los de los años sesenta guardan vínculos de parentesco formal con el automatismo y la improvisación psíquica de raíz surrealista y con las composiciones caligráficas y alucinadas de Wols (como bien señala Cirici Pellicer en 1973). En cambio, los de los setenta contienen un calculado control de las líneas, del orden y del espacio. Es como si Tur Costa hubiera querido sistematizar, aplicando principios contenidos en el minimalismo o en el movimiento neoreduccionista de Supports-Surfaces.
En las obras de la década de los ochenta, y de ahí en adelante, un Tur Costa plenamente maduro sintetiza y aúna las conquistas de las décadas anteriores sin renunciar a nada, componiendo con todos los elementos a su alcance, y permitiendo que lo contradictorio se fusione en armonía. Descubre el factor sombra, arriesgando el plano mediante relieves pronunciados, un poco a la manera utilizada por Lucio Fontana, rasgando superficies, solapando papeles sobre la superficie y estableciendo estratos de niveles. Y todos sus elementos de estilo son aprovechados, renovándose o revisitándose: las texturas mórbidas de antaño, las grietas, los rasgados, la pintura derramada, las solapas, las rupturas y la caligrafía. Tur Costa llega lejos en su experimentación, siente que debe defender la autonomía de su arte, o la necesidad de llegar a lo esencial eliminando lo superfluo. Sabe que la fidelidad a sí mismo es irrenunciable.
En enero de 2019, al entrevistarle con motivo de la póstuma exposición homenaje que la poeta Eva Tur dedicó a la cerámica de Anneliese Witt, no me sorprendió que me dijera, entre otras cosas: «todos los artistas recibimos influencias, pero hay que conseguir hacer tu propia obra […] la idea de arte de Anneliese y la mía es la misma. Siempre hemos creado de acuerdo con nuestra sensibilidad […] Ella hacía la cerámica para ella […] Ella quería ser ella misma. Como yo quería ser yo en mi pintura».
Actualidad, 07 dic de 2020
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