Descripción de la Exposición
“Mi mundo tiene contactos tangenciales con el de Aída Carballo, que fue una de las artistas que me apuntaló cuando yo empezaba. Ella me largó al ruedo. Con Aída tuve una relación muy especial; me protegió y yo tenía la sensación de que me quería salvar de algo”.
Mildred Burton
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LA GRACIA EXTRAÑADA
Dos veces al mes tengo migrañas. Suelo darme cuenta cuando están por llegar porque una ligera presión se instala del lado derecho de la sien, el hueso frontal del cráneo se inflama levemente como si una tubería auxiliar se hubiera tapado. A veces es tan sutil que una lo niega, piensa que está imaginando, que esa presión no es suficiente indicio del advenimiento, que quizás es solo la fantasía paranoide y que el ibupirac puede esperar, y ahí viene el error, porque una vez que el ataque de migraña se desencadena, ya no hay vuelta atrás. Es como si un tornado te agarrara en medio del campo sin techo ni árbol bajo el cual refugiarse. Oliver Sacks, el neurólogo, las llamaba “tormentas psíquicas”. Yo he aprendido a vivir con estos dolores de cabeza porque los míos no me inhabilitan del todo, sé de otras personas que no pueden levantarse de la cama por cuarenta y ocho horas. Yo ando un poco mareada, un poco con ganas de vomitar y bastante irritada, pero ando.
De los múltiples síntomas de la migraña, al único que tengo entre ceja y ceja es al aura. Es por lejos el que mejor nombre tiene, AURA, pero así como los floripondios suenan y se ven como campanitas encantadas pero son tóxicos, yo creo que al aura la llaman así para camuflar el terror que conlleva, algo que, si te sucede por primera vez, parece la llegada de un accidente cerebro vascular. Generalmente se presenta tras un disgusto, cuando por fin me he relajado. Unas horas antes mi corriente eléctrica cerebral se sobresaturó, tuve lo que comúnmente se llama un estresazo o, en su versión más porteña, fundí biela. Por ejemplo, ayer estaba lavando los platos del mediodía, el agua me corría tibia por las manos, había hecho una tarta de brócoli salida de una pintura flamenca del siglo XVII, y todo parecía en paz, cuando sobre los azulejos de la cocina empecé a ver los rayitos locos. Centelleos intermitentes en el campo de visión, diría el manual. El día anterior había tenido una pelea familiar de las fuertes.
Cuando el aura pase, el mundo no será igual. Y es acá donde me gustaría detenerme. Convivo con veinte primas del lado paterno en un chat de whatsapp, siete de ellas sufren migrañas con aura y tienen relatos de tías y abuelas con los mismos síntomas, lo que evidencia que la propensión a la migraña es hereditaria. Una de ellas me dijo que al salir de un aura “sentía el cuerpo completamente blando como si no tuviera huesos”. ¡Es así! Pasados los rayos locos, mi cuerpo se siente blandengue y amorfo y a eso se le suma la extrañeza. Pos aura miro al mundo como si no lo reconociera del todo. He leído un poco sobre el asunto. Se sabe que antes de los ataques de migraña o epilepsia se revela un mundo etéreo. Hay quienes ven ahí una fuente de mitopoiesis pero lo que yo veo y siento todavía no me ha sido útil como material artístico: los brazos y el cuello se me alargan como palitos de la selva, mis pies se sienten hinchados, esta habitación donde duermo hace veinte años no parece del todo mía y los listones de madera del piso, algo novedosamente siniestro.
No cometeré la burrada de decir que Aída Carballo dibujaba como lo hacía porque tenía migrañas, no hay referencia alguna a ellas en sus diarios de internación en el Hospital Vieytes y no puedo inferir, como se ha hecho con Lewis Carroll, que sus distorsiones perceptivas fueran producto de alucinaciones visuales. Pero sí quiero dejar asentado que tras el aura mi cuerpo se siente como habitando el mundo de Aída Carballo. Un mundo que ha atravesado algún tipo de espejo o superficie gelatinosa. Estamos en la ciudad del tiempo detenido y en su plasticidad me recuerda a la Serie de Los Locos o a la de Los Levitantes, incluso a la de Los Amantes.
Salgo a la vereda, los fresnos de la cuadra como centinelas bien erguidos me vigilan, la banda del taller mecánico toma cerveza desde temprano, el linyera se sienta sobre el capot de su auto-casa y habla con un perro zaparrastroso, una pareja chapa en la esquina. Todo lo que conozco de memoria, me parece que sucede en otro plano, un poco caricaturesco, un poco perturbador. Estoy hipersensible y a la vez, abstraída. Un burril parece haber dibujado las cosas, las nervaduras de las hojitas de la hiedra, por ejemplo, se ven con nitidez enceguecedora y las personas y los objetos, de golpe, parecen dispuestos ordenadamente en el plano rebatido de la calle como en un ajedrez, o en una pintura de Uccello que, en lugar de suceder en un campo de batalla, ocurre en un barrio porteño a las tres de la tarde de un día laboral. Una mezcla de tristeza y grisalla hay en todo esto y que mencione que es día laboral no es baladí. El silencio que creo escuchar en las imágenes de Aída (y que en ella viene de tanto mirar a Piero de la Francesca) también lo siento yo en mi estado pos aurático, por más que sea un martes y los colectivos pasen desaforados por la esquina. Hoy me son indiferentes, porque en esta frecuencia fuera de dial, todo el barrio me resulta poesía coloquial de la existencia a lo Brueghel. Y ya no sé si estoy hablando de mi o de Aída, eso pasa con las artistas potentes, se te meten adentro y a través de ella ahora todo adquiere una falta de ansiedad notable, una calma chicha, la gracia extrañada. La vecina me pregunta si la noche antes tuve un corte de luz —es verano y ya vamos por la novena ola de calor— le contesto en cámara lenta y mientras lo hago, lo que sale de mi boca no se escucha pero ella parece entenderlo y ahora que la miro bien, con su pañuelo en la cabeza y nariz ganchuda y la pupila de los ojos dilatada como en los gatos nocturnos, está muy similar a un grabado de Carballo pero me cuido de no exteriorizar mis sentimientos, y además, no me engaño, sé que en ese momento el personaje de Aída Carballo soy yo. Aída, defensora como nadie de lo propio: “Antes que una copia de algo que no es nuestro, prefiero el arte de alguien que hace un barrilete para su hijo”.
Durante esos minutos que el mundo se enrarece, más que nunca entiendo el título de su grabado “La lombriz es un pariente leve de la locura”. No sé si entender sería la palabra, lo experimento físicoquímicamente, que es una forma de percibir con el intelecto pero de manera subrogada. El aura tarda en irse una hora o dos. Y después sobreviene una calma y una lucidez y un alivio, como si en la Central Atucha después de un desperfecto técnico, se hubiera por fin, restablecido la corriente normal de electricidad. En la sala de espera de mi neurólogo conocí a una chica que me dijo que prefería no tomar la medicación para poder “ver los rayos y que el mundo se le volviera más misterioso”. Eso es lo que llaman hacerse amiga de tu enfermedad, supongo. Yo aún no estoy ahí, pero voy en camino.
Por María Gainza
Exposición. 19 nov de 2024 - 02 mar de 2025 / Museo Nacional del Prado / Madrid, España
Formación. 23 nov de 2024 - 29 nov de 2024 / Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS) / Madrid, España