Primero fueron escenas oníricas, de colorido tropical y fluidez submarina. Lo que aprendió Granell en su viaje al Caribe ya lo sabía desde su nacimiento Alexandra Domínguez, que había enseñado mapuche a Miró. Metrópoli de holoturias, rascacielos de hormigas, como si Max Ernst se hubiera vuelto fumado un Walt Disney. Luego ese mundo se urbanizó, se volvió más culto, más simbólico y más concreto. Más pálido también y más rugoso cernido por las tramas arañadas de Torres García, abrigado por el jovial edredón de Paul Klee. Y finalmente entraron en él narradores, que escenificaron sacrificios y tejieron mitos bajo una luz diáfana.
La madurez ha permitido a Alexandra Domínguez convertirse en una niña, para poder entrar en la Casa Roja y mirar todo de muy cerca y verlo grande desde su lograda pequeñez. De la escena general ha pasado a
... ocuparse, en primer lugar, de una pared. De ahí procede toda una serie de cuadros, como muros de cal de una escuela infantil. Trémulamente coloristas y tímidamente interrumpidos por inscripciones, grafismos y arañazos. Tienen la levedad de Mompó y el desenfado de Basquiat.
Entrada actualizada el el 26 may de 2016
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