Descripción de la Exposición
JUAN CARLOS LÁZARO Y LA ESENCIA DE LA PINTURA
La pintura parece desaparecer como creación plástica. Es el resultado de un largo proceso, que se anunció con la destrucción de la figura humana y la descomposición de las formas por Picasso y Braque, siguió con la taza de retrete de Marcel Duchamp y la simple presentación de cualquier objeto de la realidad cotidiana, sin misterio alguno -el principal misterio es descubrirlo en lo más cotidiano-, para terminar con la búsqueda de la provocación o la selección de objetos del mundo real vistos de la manera más banal. Paralelamente se han desarrollado otras tendencias que, por distintos caminos, alejaban la pintura del testimonio válido de los seres y cosas que nos envuelven. Se han registrado distintas reacciones contra estas vías tan negativas, unas realistas y abstractas otras, que, salvo algunas excepciones, no han sabido descubrir que la pintura, en un mundo que se halla en trascendental transformación, sigue viva.
Si se observa con atención, junto a la decadencia de nuestra civilización que revelan estos testimonios y los registrados en otros campos, se descubre también en algunos creadores la necesidad de encontrar el sentido del arte y la cultura en general. Si profundizamos más descubrimos que todo reside en la pérdida del sentido de trascendencia que ha de alcanzar el arte. En la obra del artista al que nos vamos a referir, lo que resulta más atractivo y sorprendente es que se trata de lo contrario a la destrucción, el amontonamiento sin sentido de despojos o la provocación: la visión trascendente de la realidad.
Juan Carlos Lázaro es uno de los pocos casos de creador plástico que nos reconcilia con el placer de la pura y simple contemplación. Su pintura nos sitúa en el punto límite al que llega el verdadero arte, donde se enfrenta al vacío, la nada, y ya no necesita saltar, porque ha alcanzado lo que es dificilmente alcanzable. Las formas parecen desvanecerse, afirmando una presencia que cobra nuevos valores, porque sólo con leves, evanescentes evocaciones, aparece el objeto recreado. Las formas, aunque en el proceso alcanzan un alto grado de abstracción -el arte, recordémoslo, ha sido siempre abstracto y siempre realista-, parecen a punto de desaparecer, de un modo que se afirman con más fuerza.
De manera progresiva, en la evolución que ha ido siguiendo en los últimos años, los vasos, tazas, jarros, frutas, objetos muy sencillos, sacados de la vida cotidiana, se enriquecen con la vitalidad y la fuerza de lo que no está condenado a desaparecer. Así podríamos interpretar las siguientes palabras de John Keats referidas al arte y lo bello en general: A thing of beauty is a joy forever. Pero, aunque el gran poeta lo dijera desde una posición puramente estética, en la que cabe incluir los cuadros de Juan Carlos Lázaro, estas pinturas participan también de la espiritualidad atribuible al carácter de vanitas de un bodegón de Zurbarán o Juan Van Der Hamen, y nos recuerdan simbólicamente el carácter efímero de la vida y la evidencia de la muerte. Dos maneras distintas y, en cierto nivel contradictorias, de ver la profunda condición del arte. En mi opinión, la de Lázaro es siempre una visión trascendente, que funde ambas visiones, la de Keats y la de considerar estas obras verdaderas vanitas, porque la trascendencia supone la permanencia de la vida entendida de modo más profundo, a otro nivel.
El resultado es que esos objetos cobran un valor absolutamente nuevo y revelador de lo que aspira a alcanzar el verdadero y mejor arte: su significado espiritual. Palabra, ésta última, desestimada, si no desacreditada, para muchos artistas y seguidores del arte, y que hemos de ver lejos de cualquier necesaria alusión a confesiones religiosas, concretas o no. En realidad, se refiere a hacernos vislumbrar algo más allá y más alto de lo racionalmente cognoscible. Un arte así puede ser el real o aparente dramatismo de un Caspar David Friedrich, la esencialidad y pureza de un Rothko, la sencillez y cotidianidad de un bodegón de los citados Zurbarán y Van der Hamen, así como de los puros y felices paisajes de Godofredo Ortega Muñoz. En esta línea se halla la pintura de Juan Carlos Lázaro, que con sus sencillos vasos, tazas, jarros, frutas y ramitas nos traslada a una visión de la vida cotidiana, que resulta, de pronto, misteriosa y clara.
Si atendemos al proceso seguido y nos remontamos a lo que hemos podido ver de décadas anteriores, advertimos que todo lo dicho apuntaba ya. Sencillez de los temas, incluso si eran rostros de hombre, figuras de mujer, botijos, jarros, cántaros, elementos ordenados geométricamente. Esto nos confirma el orden profundo de sus obras posteriores, incluidas las más recientes. Existe un rigor. En tiempo de destrucción y desorden, en la obra de Juan Carlos Lázaro, hay un orden estricto, que se irá velando, que es la mejor manera de mantener el orden. No hay, en su proceso de desarrollo artístico, saltos, gratuitos, cambios bruscos. A veces se critica negativamente la aspiración goethiana por el orden como algo esencial y primero, pero el propio Goethe lo descubría en la naturaleza en el curso de sus investigaciones científicas.
Hemos de felicitarnos de poder contar, en nuestro arte actual, con un extraordinario artista como Juan Carlos Lázaro, creador consecuente y exigente, que nos revela los valores muchas veces negligidos o menospreciados que tenemos delante. Fruto, todo, del amor a la realidad, por saber ver, a través suyo, lo que es habitualmente invisible.
JOSÉ CORREDOR-MATHEOS
Exposición. 31 oct de 2024 - 09 feb de 2025 / Artium - Centro Museo Vasco de Arte Contemporáneo / Vitoria-Gasteiz, Álava, España