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José Luis Fajardo

Exposición / Galería BAT Alberto Cornejo / María de Guzmán, 61 / Madrid, España
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Cuándo:
07 nov de 2007 - 15 dic de 2007

Organizada por:
Galería BAT Alberto Cornejo

Artistas participantes:
José Luis Fajardo
Etiquetas
Pintura  Pintura en Madrid 

       


Descripción de la Exposición

Pinturas y dibujos

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Conocí a José Luis Fajardo, mediados los sesenta, en casa de nuestros abuelos de Tenerife, los de la generación de 'Gaceta de arte' -Eduardo Westerdahl, Domingo Pérez Minik- a los que si ahora me permito llamar abuelos es porque ya no hay peligro de que se vean afectados en su coquetería. Y nos tratamos más en la tertulia de nuestros padres, los de la generación de la postguerra, que ellos daban por escachada, de la que surgió un grupo local llamado Nuestro Arte. Entre los unos y los otros, y a veces junto con todos, el más joven era Fajardo cuando yo llegué allí, y por eso más vivaz, más juguetón, más pillo, pero singularmente imaginativo. Los padres y los abuelos se peleaban con frecuencia en un vivo debate, dentro de la más correcta convivencia, y los viejos solían entenderse mejor con sus nietos, Fajardo entre ellos. Aquel entendimiento, con su correspondiente aprendizaje, fue para nosotros muy provechoso y un privilegio que tenemos que agradecer al destino.

Pero recuerdo ahora a Westerdahl pontificando sobre arte contemporáneo, y a Fajardo jugando con él al enfant terrible, y la memoria selecciona el humor del uno y del otro como elementos de la inteligencia de aquellas conversaciones. Haré justicia a otra presencia: la de Maud Westerdahl, tan sabia, cuya lucidez extraordinaria valoraba la importancia de los disparates, y se divertía con ellos, pero para acabar imponiendo un orden en la conversación. Fajardo trataba ya a Manuel Millares y a Martín Chirino, antes de que uno llegara a conocer al primero y a tratar más de cerca al segundo, y de éstas y de aquellas amistades, se iba nutriendo la formación intelectual y artística de quien como Fajardo tenía el camino decidido de no acabar en pintor de provincia y seguir la huella cosmopolita de quienes, con insularidad bien entendida, habían optado, dentro y fuera de Canarias, por su compromiso con el arte, su tiempo y todos sus riesgos.

La casa de Chirino, en Madrid, fue luego casa abierta para todos, y allí, un día entre José Ayllón y Manuel Conde, otro entre Pablo Serrano, el arquitecto Fernández Alba y Elvireta Escobio, no sé si alguno con Juana Mordó por medio, y seguro que a veces con Manuel Padorno, resplandecía el relato de Fajardo como pura literatura oral. Y siguió siendo así en la casa madrileña del propio Fajardo, en la que a su generosa hospitalidad se unía la de Piluca Navarro, su mujer, para unir a periodistas -Cuco Cerecedo, Miguel Ángel Aguilar, Juby Bustamente o el crítico de arte Miguel Logroño- a escritores como José Donoso y pintores como Eduardo Urculo y Alexanco, a los que nombro ahora como meros ejemplos de otros muchos para afirmarme en el interés común de todos ellos, además de en el arte, en la literatura y, por supuesto, en el compromiso con el tiempo histórico que les tocó vivir. Y especialmente para recordarme a mí mismo que al pintor Fajardo lo descubrí primero en las ilustraciones de una obra literaria que llegó a mis manos antes de que nos conociéramos. Una mera anécdota, si no fuera que he pretendido que se desprendiera de todo lo relatado anteriormente una buena relación entre arte y literatura que concierne mucho a nuestro pintor y a su capacidad discursiva y a su narratividad.

Siempre me ha producido admiración la capacidad fabuladora de Fajardo, su divertido modo de exagerar para aproximarnos a otra realidad, su modo de jugar con los argumentos para recrearlos, un modo de deformación-formación que no es ajeno a su pintura y que forma parte de la pólvora con la que el artista verdadero está obligado a dinamitar su obra. Por eso, cuando ha hecho incursiones fragmentarias en la literatura no me ha sorprendido nada. Pero no persigo aquí presentar su obra como pintura literaria, lo cual además de ser inexacto, por fortuna, sería tonto, pero sí como el sospechoso poseedor de un imaginario muy poderoso cuya inteligencia pictórica lo lleva a traducir plásticamente emociones literarias. Probablemente al espectador de sus cuadros le traiga al pairo cuál sea el alimento de la emoción del pintor a la hora de gestar una obra o qué meditaciones le lleven a signar unos trazos y no otros, y hasta es posible que aquellos que suponemos esa obra como consecuencia de una visión del mundo, fraguada en la reflexión literaria y su discurso, desconfiemos del valor del azar a la hora de pintar un cuadro, pero es indudable que Fajardo no se pone ante un lienzo sin ningún equipaje. No lo hizo antes en la abstracción, en la que de haber literatura quedaría en el hermetismo poético, y no lo hace ahora con la incorporación de elementos figurativos, cuya sustancia narrativa, de haberla, se limitaría a un paisaje de sombras. Así, pues, no creo que Fajardo deseara para sí la locura que Alberti anhelaba para pintar la poesía con el pincel de la pintura, pero no hay que descartar que haya conseguido lo que fue deseo de Alberti.

Ni se lo he preguntado ni se lo preguntaré jamás a Fajardo, ni a ningún otro pintor, porque para mi los cuadros carecen de cualquier otra explicación que no sea la que les dé mi mirada proyectada sobre ellos. Paul Valery lo tenía muy claro respecto de los libros: 'Sea cual fuere lo que el autor quiso decir, ha escrito lo que ha escrito. Una vez publicado, el texto es como un aparato del que todos pueden servirse a gusto y según sus medios; no es seguro que el creador lo use mejor que cualquier otro' Eso mismo me pasa a mí con los cuadros. Y a lo mejor por eso a la crítica le resulte a veces tan inevitable literaturizar la pintura, al tratar de transmitir la emoción resultante por medio de las palabras, como a mí, ahora, ya dueño del cuadro, si tuviera la obligación de describir los rostros que han penetrado en los lienzos de Fajardo como fantasmas de la memoria o de la historia. O si tuviera que hablarles del tiempo que gravita en los ojos que dominan las corazas de un hombre o de un muñeco en su ambigüedad o tratara de descifrar los signos imposibles por medio de los cuales una escritura de pergamino, un borrón, un decidido trazo nos llevan al encuentro con nuestros propios fantasmas.

Lo bueno de la buena pintura es que resulta ser un espejo. Y lo bueno de los buenos pintores, con buen ojo, sin duda, pero con la buena mano del oficio, y Fajardo está entre ellos con admirable madurez, es que primero se miran con lucidez en esos espejos para que los demás podamos acudir después a mirarnos. Y no sólo para vernos nosotros, sino el mundo en que estamos. Y no sólo ahora, sino como fruto de un tiempo que somos y acaso como el resultado del tiempo que nos queda. Si la belleza de una obra nos ofrece eso, no es poco lo que ofrece. Muy a menudo la belleza hace compañía a la locura. Esto último lo he recordado viendo la obra más reciente de Fajardo, pero es lo mismo que pensó ya hace mucho tiempo Baltasar Gracián. Y lo que pensaba Eduardo Westerdahl en los días de la isla. Nunca nos dijo ni a Fajardo ni a mí que era una ocurrencia de Gracián, pero estoy seguro de que estaba seguro de que la locura de la belleza en el arte, aunque sea en su descomposición, es lo único que da noticia verdadera de nosotros mismos.


Imágenes de la Exposición
Extraviado en el sufrimiento

Entrada actualizada el el 26 may de 2016

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