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Jawlensky. El paisaje del rostro

Exposición / Sala Recoletos - Fundación MAPFRE / Paseo de Recoletos, 23 / Madrid, España
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Cuándo:
11 feb de 2021 - 09 may de 2021

Inauguración:
11 feb de 2021

Comisariada por:
Itzhak Goldberg

Organizada por:
Fundación MAPFRE, La Piscine - Musée d Art et d Industrie André Diligent, Musée Cantini

Artistas participantes:
Alekséi von Jawlensky
Etiquetas
Expresionismo  Expresionismo en Madrid  Pintura  Pintura en Madrid 

       


Descripción de la Exposición

ALEXÉI VON JAWLENSKY (1864-1941) Pionero en el desarrollo de la autonomía de una pintura que, a comienzos del siglo XX, camina hacia la abstracción, Jawlensky creó una extensa obra basada en series y regresos casi obsesivos, en conexión con el lenguaje musical, un ámbito que inspiró a numerosos artistas de su época. El pintor participó en algunos de los acontecimientos más relevantes del arte del siglo XX; junto a otros amigos artistas como Vasili Kandinski, Gabriele Münter o Marianne von Werefkin, fue uno de los principales protagonistas en la formación del expresionismo alemán, así como uno de los fundadores en 1909 de la Nueva Asociación de Artistas de Múnich [Neue Künstlervereinigung München]; asimismo, se movió en la órbita del colectivo El Jinete Azul [Der Blaue Reiter], aunque se puede considerar que nunca llegó a abrazar de forma plena la abstracción. Durante sus primeros años, su obra se centra en la representación de naturalezas muertas, paisajes y retratos, en un estilo deudor del postimpresionismo de Cézanne, Van Gogh y Gauguin que irá derivando en un uso cada vez más intenso y autónomo del color desde cierta filiación fovista. Obligado a refugiarse en Suiza durante la Primera Guerra Mundial, el artista da inicio a lo que será su característica forma de trabajo serial, y fija su atención en una misma escena de paisaje, a la que vuelve una y otra vez con gran libertad y sentido de la investigación cromática: se trata de las Variaciones, que cuestionan, a través de su formato vertical, la horizontalidad a la que tradicionalmente se había vinculado este género. Pero es el retrato y, más concretamente, la indagación sobre las facciones humanas hasta sus líneas maestras esenciales lo que de manera más clara singulariza la producción pictórica de Jawlensky. El recorrido que pasa por las «cabezas de preguerra», las Cabezas místicas, las Cabezas geométricas (o Cabezas abstractas) y las Meditaciones pone de manifiesto una pintura en constante tensión entre la plasmación de la imagen del individuo y la reducción del mismo a un arquetipo. A pesar de la profunda evolución que experimenta su pintura a lo largo de las sucesivas etapas de su carrera, en toda la producción de Jawlensky subyace una búsqueda espiritual, casi religiosa, que lo convierte, desde los primeros años del siglo XX, en uno de los más destacados impulsores de un lenguaje libre y expresivo en el que forma y color sirven para manifestar la vida interior. En sus memorias, dictadas cuatro años antes de su muerte, el artista subraya una y otra vez la importancia que en los inicios de su trayectoria artística tuvieron dos hechos de carácter religioso. Rememorando el primero, habla de la impresión que le provocó, siendo niño, la visión de un icono de la Virgen en una iglesia polaca. En el segundo, se refiere a su primer contacto con la pintura en una exposición celebrada en Moscú en 1880: «Era la primera vez en mi vida que veía cuadros y fui tocado por la gracia, como el apóstol Pablo en el momento de su conversión. Mi vida se vio por ello enteramente transformada. Desde ese día, el arte ha sido mi única pasión, mi sanctasanctórum, y me he dedicado a él en cuerpo y alma». La asociación entre lo espiritual y el arte está especialmente arraigada en la mentalidad del pueblo ruso, para el que los iconos religiosos encarnan una abstracción de la divinidad. De alguna manera, Jawlensky dedicó buena parte de su obra a realizar imágenes modernas de los iconos, de los que partió en los inicios de su carrera y a los que volvió en sus últimas obras, las Meditaciones, donde consigue unir dos ámbitos que siempre se han considerado excluyentes en la historia del arte: la figuración inherente al icono y la ejecución formal de este, la abstracción. Tal y como señala el comisario Itzhak Goldberg en el catálogo que acompaña la exposición, se puede ver cómo «los dos acontecimientos que dejaron honda huella en Jawlensky se sitúan a medio camino entre el arte y la religión, lo cual ya indica la escasa distancia que, para él, separa estos dos ámbitos». Con respecto a su insistente indagación en torno a la faz humana, Jawlensky escribió: «Sentía la necesidad de encontrar una forma para la cara, porque había entendido que la gran pintura solo era posible teniendo un sentimiento religioso, y eso solo podía plasmarlo con la cara humana». Esa tenacidad de Jawlensky en el trabajo sobre un mismo motivo, el de la cara, nos resulta hoy especialmente significativa al dirigir nuestra atención hacia la contemplación del rostro ajeno precisamente en un momento, el actual, en que este se nos presenta velado. EXPOSICIÓN “Jawlensky. El paisaje del rostro” recorre la trayectoria del pintor ruso Alexéi von Jawlensky desde sus orígenes y los inicios de su carrera en Múnich, pasando por la transformación que experimenta su pintura en Suiza, hasta sus últimos años en la ciudad alemana de Wiesbaden. La selección de obras, que supera el centenar, ofrece un amplio recorrido cronológico por la trayectoria del pintor a través de seis secciones, al tiempo que establece puntualmente un diálogo con piezas de distintos artistas que compartieron inquietudes e intereses con Jawlensky o tuvieron determinada influencia sobre él. Entre estos otros autores se cuentan los franceses Pierre Girieud, Henri-Edmond Cross, André Derain, Henri Matisse o Maurice de Vlaminck, compañeros de viaje durante el período postimpresionista y fovista; la pintora Marianne von Werefkin, compañera de Jawlensky hasta 1921; Gabriele Münter, una de las pocas mujeres asociadas al expresionismo alemán, o Sonia Delaunay, a quien le une el uso vibrante del color. La exposición, organizada por Fundación MAPFRE, Madrid; Musée Cantini, Marsella, y La Piscine, Musée d’Art et d’Industrie André Diligent, Roubaix, cuenta con generosos préstamos de importantes colecciones particulares y de destacadas instituciones internacionales como el San Francisco Museum of Modern Art, el Centre Pompidou (París), el Kunstmuseum Basel (Basilea), el Musée d'Art Moderne de Paris, la Albertina (Viena), la Kunsthalle Emden, Zentrum Paul Klee (Berna) o la Kunstsammlungen Chemnitz - Museum Gunzenhauser (Chemnitz), entre otras. PRIMEROS AÑOS Los paisajes, los retratos y las naturalezas muertas que ilustran la primera dirección de la trayectoria artística de Jawlensky traslucen la herencia de la escuela académica de San Petersburgo, así como las enseñanzas de su maestro realista Iliá Repin, pero también los inicios de su propio estilo, influido por Van Gogh, como puede apreciarse en su Autorretrato con sombrero de copa, de 1904. A partir de 1903, el color invade su obra. En 1905 visita el Salón de Otoño parisino, donde exponen los que serán conocidos como «los fauves [fieras]». Escribe ese mismo año en una carta: «Las manzanas, los árboles, los rostros humanos son para mí únicamente advertencias para ver en ellos algo distinto: la vida del color, captada por un apasionado, un enamorado». Vuelve a la capital francesa en 1907 y se enfrenta con la pintura de Cézanne, cuyo influjo se percibe en muchas de sus obras, por ejemplo, en Helene con chaleco rojo, de 1907. También la influencia de Gauguin, de quien recoge la idea de pintar superficies planas con colores intensos y contornos precisos, se aprecia en obra como La lámpara, de 1908. No hay que olvidar que el color desempaña un papel fundamental dentro de la compleja evolución que se produce en las últimas décadas del siglo XIX, tras la crisis de la imagen pictórica generada por el impresionismo, una evolución por la que, al mismo tiempo, se define el marco a partir del cual se tornará posible la creación artística durante el siglo XX. El impresionismo liberó al color de su exclusiva carga referencial, al tiempo que abrió la puerta a una serie de cuestiones que hasta el momento no habían sido señaladas. Así, este deja de ser un atributo de las cosas y el debate sobre su condición y su percepción se amplía hacia temas como su autonomía, su significado y eventual simbolismo, su carácter constructivo y expresivo o su naturaleza musical. Se habla también de colores puros, cuya aplicación vemos en la obra de Jawlensky, quien traspasa los límites tradicionales en torno a las reflexiones sobre el color para asociarlo con misticismo, trascendencia, filosofía, religión, o para tratarlo en relación a su influencia en el individuo. Si París fue importante para Jawlensky, no lo fue menos Múnich, ciudad en la que vive desde 1896 y en la que conoce a algunos de los artistas más influyentes de la vanguardia durante la primera mitad del siglo XX. Con Kandinski, Münter y Werefkin, viaja a Murnau, en la Alta Baviera, durante varios veranos a partir de 1908. El año siguiente será crucial para el pintor; los trazos de sus obras se observan cada vez más seguros y la fuerza del color se torna casi demoledora. Una expresividad que acentuará hasta niveles, podríamos decir, insostenibles en años venideros y con la que trata de llegar hasta las últimas consecuencias en su búsqueda formal y cromática. CABEZAS DE PREGUERRA Uno de los aspectos que comparten los expresionistas alemanes con Jawlensky es el tema de la cara. Pero si, para aquellos, la presencia humana, dotada de una fuerte carga anímica, es lo que confiere a sus obras toda su intensidad, las cabezas de Jawlensky llegan, con el paso de los años, a cancelar todo rasgo de dimensión psicológica. A partir de 1908-1909, el pintor comienza un proceso de despersonalización y reducción a lo esencial, y, si bien en sus retratos todavía se distingue la edad o el sexo del retratado, los títulos de sus obras ya no remiten casi nunca a personas identificables; lo importante es el aspecto plástico del cuadro y no la fidelidad a la representación del modelo. Las «cabezas de preguerra» plantean ya las bases de la futura técnica serial de Jawlensky, pues el artista se concentra en un solo tema, aunque todavía no podemos hablar de serie al no aparecer la repetición a partir de un vocabulario plástico delimitado. Se trata de bustos que presentan numerosas similitudes tanto por su estilización como por la intensidad de sus colores, chillones y brillantes, aplicados densamente. Rostros de ojos abiertos casi desencajados, fuertemente perfilados y de pupila marcada que atraviesan al espectador sin mirarlo, como si el artista buscara algo que está más allá del hombre. A partir de 1913, las cabezas de Jawlensky sufren algunos cambios, los colores comienzan a tirar hacia el marrón y el ocre, las barbillas se afilan, los ojos y la nariz son cada vez más angulosos, como si necesitara acercarse al icono para alcanzar algún tipo de serenidad que le alejara de las anteriores composiciones de colores más vivos. Pinta Bizantina (labios claros) en 1913 y en esta primera época realiza también algunas pinturas de mujeres españolas, quizá atraído —pues el artista nunca estuvo en España— por los trajes que pudo ver en alguna de las representaciones que los ballets rusos dedicaron a temática de raíz española, representaciones a las que asistió cuando Diáguilev visitó Múnich en 1912. VARIACIONES SOBRE UN TEMA PAISAJÍSTICO En sus memorias narra Jawlensky: «Teníamos que dejar nuestro apartamento con todos nuestros muebles y objetos de arte, y solo podíamos coger lo que pudiéramos llevar con nosotros. No hemos podido llevarnos siquiera a nuestro pobre gato. En el trayecto desde la estación de Lindau hasta el barco —la distancia era corta y nosotros éramos veinte personas rodeadas por soldados con fusiles—, la muchedumbre comenzó a insultarnos y a escupirnos mientras intentaba acercarse a nosotros». Esto ocurría en 1914, cuando todos los ciudadanos rusos se vieron obligados a abandonar Alemania en un plazo de cuarenta y ocho horas. El pintor se exilió entonces con Marianne von Werefkin y su familia en Saint-Prex, junto al lago Lemán, donde un amigo suyo les había buscado un piso de alquiler. Aislado de todo, el artista busca una nueva dirección en su obra. De forma abrupta abandona el tema del rostro, que hasta el momento había sido predominante, y se decanta por el paisaje, motivo que no había estado tampoco ausente en sus pinturas; en Murnau había abordado este género con obras en las que el aspecto descriptivo iba dejando paso a composiciones semiabstractas. Es en este marco de experimentación libre en el que el pintor se embarca en las Variaciones, cuyo título sugiere la musicalidad de las obras y que inauguran la serialidad en su producción. Son pinturas de pequeño formato —de las que se cuentan actualmente entre trescientas cincuenta y cuatrocientas—, de colores vivos, aunque más tenues que en pinturas anteriores, que reproducen la escena del paisaje suizo de Saint-Prex que el autor ve desde su ventana, un motivo que inicia a la edad de cincuenta años y que le prepara para obras posteriores. Variación: El camino, Madre de todas las variaciones, de 1914, es emblemática respecto a los elementos del paisaje representado que describe la serie: un sendero, flanqueado por árboles y matorrales, que baja hasta el lago, descrito al fondo; un abeto a la izquierda; alguna casita alrededor... Existen alteraciones en otras pinturas; en ocasiones se adivinan los montes de la orilla opuesta; en otras, una horizontal de color azul recuerda la presencia del lago; a veces, los arbustos se ven reducidos a una mancha... No son tampoco iguales las Variaciones del principio de la serie que las más tardías. Según va pasando el tiempo, la temática se restringe cada vez más, camino de la abstracción, tal y como ocurre en Variación: Inclinación (tríptico), de 1919. El autor reduce gradualmente las formas de las composiciones, en las que casi siempre mantiene el óvalo que marca la presencia de un árbol que cobra protagonismo, dejando al color actuar libremente con la intención de sugerir la emoción del propio artista ante el cromatismo del paisaje en cada ocasión. Para algunos historiadores como James Demetrion, especialista en la obra de Jawlensky, las Variaciones son una «serie de estructura relativamente fija donde lo único que cambia es el cromatismo», y es que el paisaje puede ser un mero pretexto para el ejercicio de la pintura. La serie, que se prolonga hasta 1921, fecha en la que el artista vuelve definitivamente a Alemania, cuenta entre sus pinturas más importantes con las que fueron realizadas en Zúrich y más tarde en Ascona, donde permaneció una larga temporada tras abandonar Suiza. CABEZAS MÍSTICAS El origen de esta nueva investigación se suele atribuir al encuentro de Jawlensky en 1915 con Emmy Scheyer, una estudiante de arte fascinada con la obra del pintor y que renunció a sus estudios para convertirse al mismo tiempo en musa y representante del artista. El rostro de la muchacha, marcadamente ovalado, tal y como se puede ver en fotografías de la época, coincide con los retratos que realiza el artista durante el período: Cabeza mística: Anika, de hacia 1917, o Cabeza mística: cabeza de muchacha, de 1918, son buenos ejemplos. Las Cabezas místicas conviven durante un tiempo en la obra de Jawlensky con las Variaciones; ambas series comparten motivos como el óvalo, un elemento formal que estructura la composición en un caso y en otro, pero, en el caso de esta nueva serie, se trata casi siempre retratos femeninos. Realizados sobre cartón y en unas dimensiones que rondan los 40 × 30 cm, estos estilizados rostros presentan una nariz ya definitivamente reducida a una forma de ele y la boca sugerida por una simple línea. Las orejas han desaparecido, como si el artista quisiera llegar a un modelo único para todas estas caras, en las que destacan unos ojos grandes y almendrados, pero que ahora se cierran en ocasiones. Todas estas soluciones tendrán su continuidad en los Rostros del Salvador, que el artista inicia por estos mismos años. Son estas pinturas con títulos religiosos que prolonga hasta 1922 y en las que las caras se vuelven cada vez más rígidas y ocupan toda la superficie del lienzo, adelantando así la estructura de la siguiente serie: las Cabezas geométricas. Tal y como señala Angelika Affentranger-Kirchrath, en estas obras, el pintor «subraya la frontalidad y la disposición simétrica, confiriendo a la obra una dignidad [...] cercana al icono». Tanto en las Cabezas místicas como en los Rostros del Salvador, el pintor introduce símbolos del mundo del más allá, en relación con las corrientes ocultistas y teosóficas del entorno de Rudolf Steiner, que impartió sus enseñanzas en Múnich entre 1905 y 1910, y con el que Jawlensky tuvo relación. CABEZAS GEOMÉTRICAS O CABEZAS ABSTRACTAS «Durante años pinté estas Variaciones y luego necesité encontrar una forma para el rostro, puesto que había comprendido que el gran arte tenía que estar pintado únicamente con un sentimiento religioso. Y esto lo podía transmitir solo el rostro humano. Entendía que el artista tiene que decir en su arte, a través de formas y colores, lo que de divino se encuentre en él. Por eso una obra de arte es Dios visible y el arte es ansia de Dios. Pinté rostros durante muchos años. Estaba sentado en mi estudio y pintaba, y la naturaleza ya no me era necesaria como inspiradora. Era suficiente profundizar en mí mismo, rezando y preparando mi alma en un estado religioso.» Con estas palabras, Jawlensky volvería a señalar en 1938 la necesidad que había tenido de volver al motivo que le ocupó en realidad toda su vida: la cara. En el caso de las Cabezas geométricas —que inicia en Ascona en 1918 y que pinta ininterrumpidamente hasta 1935—, el aspecto geométrico resulta cada vez más acentuado. Son caras-óvalo atravesadas por líneas verticales y horizontales, con el pelo tan solo sugerido y con ojos que ahora ya aparecen sellados. Es la primera vez que hace una serie de pinturas en las que no están presentes los ojos abiertos, como si el artista —y también el propio rostro representado— estuviera mirando hacia dentro, a un mundo interior sin contacto real, sí espiritual, con el espectador. Los símbolos de las tradiciones religiosas del sureste asiático que se empezaban a observar en algunas de las cabezas a partir de 1911 se hacen ahora más presentes. La precisión de las formas pone de relieve estas manchas, elementos libres dentro de composiciones prácticamente arquitectónicas. Es como si el artista creara iconos, en un proceso que partió de este tipo de manifestación artística para finalmente volver a ella, porque tal y como él mismo señalaba: «A mi modo de ver, la cara no es solo la cara, sino todo el cosmos [...]. En la cara se manifiesta todo el universo». MEDITACIONES Y NATURALEZAS MUERTAS En 1921, y tratando de forzar su separación definitiva de Marianne von Werefkin, Jawlensky marcha a Wiesbaden, donde Emmy Scheyer le anima a exponer su obra de forma individual, en una muestra en la que vende veinte obras, y a participar en una exposición conjunta en 1924 con Kandinski, Paul Klee y Lyonel Feininger, en el contexto del grupo «Los Cuatro Azules». Fue la misma Scheyer quien movería la obra del artista tanto en Alemania como en Estados Unidos, empezando por San Francisco, lo que supuso un alivio importante para la precaria economía del pintor, afectada también por su complicado estado de salud. En 1928, el artista comienza a padecer artritis deformante e inicia un recorrido terapéutico por distintos hospitales y balnearios con intención de aliviar sus síntomas. A principios de los años treinta trabaja en una serie de naturalezas muertas a las que volverá con más fuerza a partir de 1935. Se trata de composiciones de las que está ausente cualquier elemento anecdótico y en las que el pintor crea asociaciones libres entre formas y colores con una directriz de carácter más plástico que descriptivo. Pero estos son principalmente los años de las Meditaciones, de las que pinta cerca de setecientas en tan solo cuatro años. «[...] sufro una enfermedad muy dolorosa que empeora de año en año y poco a poco mis brazos y manos están cada vez más rígidos y torcidos, y padezco terribles dolores. Dado que estaba muy imposibilitado por esta rigidez en codos y manos, tenía que buscar una técnica nueva. El último período de mis obras está realizado en formatos muy pequeños, pero los cuadros son todavía más hondos y espirituales, contados tan solo mediante los colores. Puesto que sentía que en el futuro ya no iba a poder trabajar, elaboro como un obseso estas Meditaciones mías. Y ahora dejo estas pequeñas obras, que para mí son muy significativas, para el futuro de las personas que aman el arte», se puede leer en sus memorias. En esta serie, el rostro humano sufre un último proceso de metamorfosis. Las formas quedan reducidas al mínimo, lo que contrasta con el color, que mantiene una gran fuerza expresiva. Los tonos son cada vez más oscuros, frecuentemente marrón-rojizo, que el artista aplica con anchas y densas pinceladas y termina, a menudo, con un pincel puntiagudo o raspador con el que deja vista la trama del lienzo. El rostro, cuando no ha desaparecido, invade por completo la superficie pictórica y, al quedar la barbilla recortada por el marco, lo que se observa de la cara es una parte muy reducida, en una composición que funde el icono y la cruz, tal y como ocurre en Meditación (llamada Velázquez) o Gran Meditación, ambas de 1936. Con estas obras Jawlensky cierra el ciclo evolutivo de su arte, como si, a lo largo de toda su trayectoria, hubiera ido despojándose poco a poco de cualquier anécdota narrativa y expresiva que distrajera de la esencia misma de la pintura y de la búsqueda espiritual y ascética que le acompañó. Y si a las Variaciones él mismo las tituló también «Canciones sin palabras», su nieta, Angelica Jawlensky Bianconi, al hablar de estas últimas pinturas, se refirió a ellas como «Oraciones sin palabras». CATÁLOGO La muestra se acompaña de un catálogo que reproduce todas las obras expuestas y cuenta con un ensayo principal a cargo del comisario de la exposición, Itzhak Goldberg, historiador del arte y reconocido especialista en la vida y obra del artista. A este texto se suman los de Angelica Jawlensky Bianconi, sobre la importancia de la música en la obra del pintor; de Angelika Affentranger-Kirchrath, sobre las naturalezas muertas en su producción, y de Isabelle Jansen, acerca de los paralelismos y divergencias entre la obra de Jawlensky y Gabriele Münter. La publicación se completa con una cronología de la vida y la obra del artista, ilustrada con fragmentos de sus memorias. La versión en castellano del catálogo está editada por Fundación MAPFRE, mientras la versión francesa aparece bajo el sello de Gallimard.


Entrada actualizada el el 10 feb de 2021

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