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Jacinto Salvadó, vertiginoso cicerone

Exposición / Galeria Muro [ESPACIO CERRADO] / Correjería, 5 / Valencia, España
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Cuándo:
30 oct de 2012 - 30 nov de 2012

Inauguración:
30 oct de 2012

Organizada por:
Galeria Muro

Artistas participantes:
Jacinto Salvadó
Etiquetas
Pintura  Pintura en Valencia 

       


Descripción de la Exposición

Una gran lección de pintura. Obras de los años 1920

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Pulsación de la modernidad escuchada por Jacinto Salvadó, traducida en su afán viajero a diversas ciudades, acompañado de un vigoroso recorrido por los secretos sustanciales de heterogéneos estilos pictóricos. Acepta coger la mano de la avanzada y no se equivoca en su elección; acierta, creando un gran cuadro de su vida que está todavía por descodificar. Artista esencial, imprescindible para comprender el desasosiego que irrumpe en su ánimo y en el de varios pintores españoles de su tiempo, empujados a cruzar la frontera, queriendo ser protagonistas de un torbellino de ideas y maneras de abordar el arte en el escenario del siglo XX (sus primeras décadas) con su paso obligado a París, lugar que les inunda de experiencias. Salvadó es uno de ellos al igual que Gris, Miró, Fernández, Domínguez, Picasso... El catalán siente una profunda admiración por el malagueño; le admira y posa ante este último como modelo para sus telas, entre ellas Los tres arlequines, de 1923. También es modelo y ayudante del artista francés Derain. El ímpetu creativo de Salvadó refuerza la brillantez de su gema en el contacto con los dos maestros. Su traje de arlequín se expande como la leyenda de una fabulosa aparición nocturna en medio de una calle solitaria. Es pintado varias veces como el personaje de la Comedia del Arte, perpetuando su relación con Picasso y Derain; a la vez, arroja el espíritu de este arlequín a otra tela, en la tranquilidad de su taller. Lo pinta.

 

'Existe una especie de fantasma interior que deberíamos poder pintar en vez de la nariz, los ojos, los cabellos que se encuentran en el exterior... a menudo como suelas', apunta Michaux en sus Escritos sobre pintura. Se podría dilucidar que uno de los fantasmas interiores de Salvadó se viste de arlequín; le abre diversas posibilidades a las confluencias del ensueño, inspirándole numerosas telas como Arlequín, de 1922 y 1924. Solos, en grupo, retratos de frente que inquietan al observador o sentados tocando un instrumento, forman parte del contenido poético de sus cuadros de las primeras décadas de la pasada centuria. Son seres de triste mirada, extraviada en algún rincón de la añoranza (ya sea por la niñez o por estar lejos de su tierra natal), envueltos en los rombos de la soledad, en la duda de no saber si provienen de la realidad cotidiana, un soplido espectral o de una memoria ya desaparecida. Salvadó los acerca a un ajustado escenario, donde los personajes asedian todo el espacio que contiene la obra. En medio de esa delicada melancolía que los ensimisma, se asoma una ferocidad corporal que se ampara en la segura pincelada del creador, con una vehemencia en la disposición de las sombras, los pliegues de los ropajes y la intimidad de la luz. Ese ardor casi primitivo del trazo que incentiva el aspecto macizo de la imagen, es también hallado en otros cuadros, correspondientes a desnudos femeninos y en sus retratos a Vicenta, su primera mujer. Hay una investigación minuciosa por parte de Salvadó hacia el fauvismo, cubismo, expresionismo; reflexiona sobre el insistente legado de Cézanne y la enigmática presencia de la máscara. Muchos artistas en París se vieron influenciados por las máscaras africanas y de otras etnias. La máscara como fetiche, pasó a ser una obsesión mágica que dio la bienvenida a otro tipo de belleza que adereza la cáscara de las obras. Salvadó la utiliza para adornar sus fantasmagorías, baila y desciende con ellas al encierro absoluto, a su emocional silencio. Son piezas faciales emparentadas con las de Ensor, Modigliani o con los semblantes de las señoritas de Avignon de su querido Picasso. Pensemos también en Gutiérrez Solana, aunque el madrileño llega hasta el extremo de lo grotesco y lo irónico del desastre vernáculo, del cual Salvadó también comparte a través de la tristeza de sus personajes. Para Cirlot, 'las metamorfosis tienen que ocultarse; de ahí la máscara'. El cambio está escrito en la vida de Salvadó. Los arlequines y todos los retratados hasta ese momento conservan su máscara como si escondieran una bestia que pronto despertará la gran vigilia abstracta, pero dentro de otro sueño.

 

En la década del treinta, enfatizan en su quehacer los sistemas pictóricos abstractos, con un lenguaje de precisión que se va consolidando día a día junto con un gesto bravío, adquirido desde sus primeros paisajes. Cada árbol, camino campestre o euforia de hierba es acariciada por la espontaneidad de su pincel. Si cortáramos un pedazo de esos cuadros veríamos la antesala a su informalismo, su abstracción lírica y una precisión de las tonalidades. Su transmutación estética es protegida por sus máscaras. De los salones y galerías francesas el paso siguiente es Suiza, epicentro del arte concreto, avivando los aires de Zurich con una propuesta que destaca a Salvadó de otros artistas que también dirigen su preocupación hacia esta corriente. Antes de este viaje, ya juega con la arquitectura de un rostro carnavalesco y su cólera, apreciada en Figura, de 1934. Y del mismo año Anita, donde pinta a su segunda mujer con un perfil que intensifica su poder escultórico, inclinado hacia una figuración más libre. Posteriormente, son frecuentes las vertiginosas composiciones con una atractiva mezcla de colores y líneas que se doblan a un ritmo voluptuoso, como si fueran látigos enredados en una telaraña. En aquellos tiempos, hallazgos de galaxias indefinidas, su obra comparte las paredes de la Gallerie Eaux-Vives con los miembros del colectivo Allianz, máximos representantes del arte concreto donde se encuentran Max Bill, Paul Klee, Meret Oppenheim, Sophie Tauber y Jean Arp, con el que tiene una cercana amistad. Son los años de la Segunda Guerra y Suiza le propone adiestrar sus pinceles en la espalda exacta de un reloj. La aceptación de Salvadó es casi automática. Es uno de los cicerones de lo nuevo y se imbuye de la Bauhaus. Sabe hacia dónde va el arte moderno; siente un canto que vuela en el interior de un teatro diáfano que el mismo inventa y reinventa.

 

El gesto indómito fluye y deja descubierta una herida, rayando con brío la materialidad de una estatua sin rostro, desenterrada en una tierra que ha sufrido la embestida de una tormenta bicéfala y luminosa (Composició 1, 1951). Así convergen, entre fines de los cuarenta con los años cincuenta y sesenta, la minuciosidad de un constructor de rompecabezas con el impetuoso movimiento de un graffiti realizado por un astrónomo en el corazón de una estrella. Nebulosas que son atravesadas por cuarzos y rubíes merodean en la mente de Salvadó, tras el asedio de numerosos listones efervescentes al pétreo deseo del día. Es abalanzarse hacia el informalismo. La pintura se expande y crece ese pétreo deseo. Las nuevas indagaciones lo conducen a la consolidación de un trabajo más libre, además de ser parte del ambiente cultural que se daba en Francia por esos años, junto con la irrupción de artistas como Hartung, Serpan, Riopelle, Fautrier, Bryen, Corneille, Hantaï, Dotremont, Jaguer (animador del movimiento Phases, que une la abstracción lírica y el surrealismo) y el crítico Michel Tapié. Arnau Puig afirma que el informalismo es un arte de insatisfacción frente al lugar que se ocupa en la sociedad, donde interviene un psicologismo propio de una crisis (el mundo venía saliendo de un devastador conflicto con millones de muertos). Es importante destacar que Salvadó es un precursor del informalismo español y conjuga el arte de pintar con la visceralidad que padece frente a las circunstancias que le rodean. Para Antonio Salcedo Miliani, en estos años '...lo que interesa al artista es la experimentación plástica y la libertad que ésta le proporciona cuando pinta'. El palpitar de la pintura se adueña de Salvadó. Se entrega a ella como un poseído por los cantos del fantasma, aquel mismo que pintara en 1940. Sus remembranzas le enseñan la ruta del roce, la intensa presión de la línea sobre la luz en el coraje del pigmento, adoración que se rinde ante el tumulto de la inscripción, devorada luego en el firmamento de un equilibrado vitral.

 

Las vivencias de su infancia son el chispazo que insiste en una composición sosegada, en su entusiasmo por el color. Allí están esos recuerdos cuando era pequeño en Mont-roig y sus visitas a Tarragona, sus impresiones con este puerto, su estructura, los barcos, el mar, ese vaivén industrial y todo lo que olía a hierro, a bloque salino, representado seguidamente en casa a través de sus diseños de maquetas junto con la realización de los primeros dibujos. La voluntad de Salvadó es proseguir con su intensa tarea de bañarse en el mar de la modernidad. Vuelve a exponer en España, en la década del setenta, recurriendo al brillo del cuarzo que no le abandona en la metódica alabanza. La abstracción le obsesiona. Cambia del óleo al acrílico, de la avalancha difusa del movimiento y su huella al sosiego de un Buda saboreando delicias de colores que son denominadas Construcciones, Composiciones, Sin título... Es el momento de avistar la fantasía matemática del arlequín, su rombo meditativo, hablar con él sin mover los labios. Talla la madera: evocación de las habitaciones donde el arlequín guarda en unos cajones, su máscara y su espejo. 'Parece que algo fluido reúne nuestros recuerdos. Nos fundimos en ese fluido del pasado', escribe Bachelard. Salvadó no olvida los lugares y personas que han marcado su sensibilidad de artista y los rememora hasta el día de su muerte, en Le Castellet. Son los inicios de los ochenta.

 

Su estela es obstinada. No desaparece. Los exploradores de lo alucinante siempre la avizoran, aunque persista ese ingrato olvido de quienes no saben todavía que Salvadó fue un iluminado, amigo de los mejores artistas del siglo, elogiado en su juventud por los mejores críticos de Francia, partícipe de la Escuela de París, exhibiendo sus cuadros en la capital francesa y en Barcelona, Zurich o Lisboa. Indispensable protagonista del informalismo mundial, además de ser un exponente clave del arte concreto y la abstracción lírica, interesado en la Bauhaus y en varias vanguardias europeas. Es bueno destacar su exposición antológica entre septiembre y noviembre de 2002, celebrada en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid, contando con la importante colaboración de Basilio Muro, y los significativos textos sobre Salvadó, escritos por Juan Manuel Bonet. Toda colección de arte que se aprecie de importante en España debería dedicarle un espacio al maestro de Mont-roig. Por tanto, recobrarlo es fundamental para la historia del arte español al igual que otros artistas, adelantados como él y relegados a la omisión (Manolo Gil, Jusep Torres Campalans, Luis Fernández, Francisco Riba-Rovira, Esteban Francés). Los siguientes versos de Huidobro, extraídos de Altazor, podrían definir muy bien a Salvadó, cicerone del arte moderno: Después de tantos siglos y más siglos / Andarán por la tierra con miradas de vidrio /Escalarán los montes de sus frases proféticas / Y se convertirán en constelaciones.

 


Imágenes de la Exposición
Jacinto Salvadó

Entrada actualizada el el 26 may de 2016

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